miércoles, 30 de junio de 2010

TODA UNA ÓPERA

TODA UNA ÓPERA
(llena de Fantasmas)

Este disco tiene un teatro y nadie se para a cantar adelante,
Es un disco sin orquesta y sin director
Y la lámpara no está encendida;
Pero me tiene a mí sentado
En la primera fila.

Me lleno las manos de aplausos vacíos
Y miro con ojos perdidos
El fondo del teatro, su telón carcomido…
Y comienzo a escuchar la función.

Toda una ópera llena de fantasmas; Así se llama lo que veo en mi cabeza, así se llama lo que hay en mis noches, lo que me acompaña en las calles; a eso huelen los textos en griego, los textos en francés, las canciones en finlandés. Toda una ópera llena de fantasmas burlándose de mí.

Comenzamos hace poco una discusión sobre la nada. ¿Qué es la Nada? ¿Puede la Nada ser? Irrespetuosamente perturbamos el sueño de un señor Parménides (poeta por lo demás) que lleva su buen tiempo muerto, para ponernos a discutir sobre la validez de lo que dicen sus versos (en dialecto jónico, traducido por un catedrático chileno que actualmente reside en Estados Unidos) acerca del Ser y el No-Ser. Yo sé que todos nos hemos preguntado alguna vez qué es la nada, lo gracioso es que por lo general decimos que es “lo que no es”, sin siquiera saber lo que es lo “que es”. Y creo que Parménides me daría la razón si pudiera hablar, pero, por miedo de que en su lugar conteste algún neoplatónico o vaya uno a saber qué personaje, mejor lo dejo muerto como está. Creo que no es discusión de la “nada” el saber lo que “es”, porque de hecho nuestra palabra “nada” no significa “no-ser”: De hecho, nuestra palabra “nada” es una categoría valorativa, y esa categoría valorativa es: Insignificante.
Ejemplifico: Un canasto vacío. Pregunto: ¿Qué hay en el Canasto? Responde: Nada. ¡¿Pero me quieres decir que EN el canasto se está NO-SIENDO, ούκ όντα!! (Sí, me las doy de cabrón porque sé escribir en griego, ¿algún problema?). Escándalo de semejantes proporciones es motivo para llevar al canasto a una conferencia de filosofía o incluso de física nuclear, ¡incluso llevarlo ante los más distinguidos personajes del medio! Estoy seguro de que el profesor Hawkins metería un gato dentro de mi canasto con una botella de veneno para probar la teoría de cuerdas… si pudiera agarrar un gato, claro.
¿Se han dado cuenta que en infinidad de veces hemos tenido canastos, cajas, habitaciones, bolsillos con “nada”, y nunca nadie se ha alarmado tanto? ¿Por qué será?
Alguien podría decir: porque la gente es estúpida (1) y no se percata de esas cosas. Yo tampoco le tengo mucha fe a la gente, y aunque es tentador inclinarme por esa salida, lamentablemente tengo otra teoría: El “Nada” que definimos es diferente al “nada” que usamos.
En efecto, “nada” es una categoría de insignificancia: cuando decimos que en el canasto “hay nada” (o “no hay nada”, doble negación bastante inútil y confusa por lo demás, que ¡créanlo o no! No es nuestra legítima, porque los griegos también lo hacían (comentario al margen: ¡ASÍ ES! Ahora traten de leerse un texto de un compadre que habla del “ser” y del “no-ser” y que ¡además! Sabe usar la doble negación enfática (y tiene encima de todo verbos en “voz Media”…))) no estamos queriendo decir que “dentro del canasto no ocurre el “ser” ”, sino que simplemente, “aquello que hay en el canasto me es insignificante”. Porque, de hecho, hay aire; hay polvo; puede hasta haber un insecto, o una hoja de papel (en el caso que fuera algo escrito por mí, dejaría de ser insignificante, se entiende), y todas esas cosas “son” (así que calma, ¡oh, metafísicos!), pero “son nada” porque no interesan. En ese sentido, “nada” también “es”.
Ahora vienen y me dicen: ¿qué hay de “la nada”? yo contesto: “la insignificancia”.
Y luego: ¿Y el “no-ser”? yo respondo: un adverbio de negación ligado a un infinitivo por un guión. “Mero nombre”, me susurra Parménides desde la tumba a través del traductor ya mencionado.
Y ahora, ¡fuera de aquí! Me tapan la vista, no logro contemplar la escena.

Mis fantasmas han vuelto a salir, se reúnen a mi alrededor. Esto es bastante extraño. Tienen caras de personas que no veo hace mucho tiempo. Esto es bastante extraño.
Me ha hecho bastante mal casi no escribir en lo absoluto, durante más de cuatro meses, quizás mucho más. Se me han ido pegando a las paredes del cerebro los fantasmas, los nombres, me pican los dedos, me tiembla la lengua… y aun así, no consigo escribir. Y no es mi culpa (tampoco es culpa de los fantasmas), es culpa de no tener musa.
No me hagas las cosas más difíciles de lo que ya son… ¿qué quiere decir?
Tomo una escoba para echar a los fantasmas. ¡Habrase visto! Una Ópera llena de fantasmas y que ninguno cante arias de Lloyd Webber, ¡qué vergüenza! ¿Qué diría el recientemente muerto Pavarotti? ¡Fuera los fantasmas!
De aquí a la eternidad, somos sólo yo y mis cuadernos de poesía… y estos escurridizos fantasmas que no consigo sacar de aquí.
A veces me coloco la máscara y me hago pasar por fantasma de la Ópera; descuelgo lámparas, siembro intrigas y misterios, me escondo de las multitudes… y uso mi talento para intentar encontrar una mujer que quiera dejarme cantar para ella (como ángel de música). Cantar callado, se entiende, porque nadie quiere oírme cantar y los que me han oído me dan la razón (y las gracias. ¡A ese punto canto mal!). Escribo poemas, o los escribía en algún momento, porque a estas alturas sólo puedo memorizar verbos contractos en omicrón y tablas de declinación y conectores lógicos, y largos esquemas de argumentaciones metafísicas sobre la naturaleza del ser. Ojalá pudiera ser un poco menos fantasma, para poder escapar de la Ópera; para poder dejar de ser el payaso de cara pintarrajeada que hace reír… a pesar suyo.

Tengo toda una Ópera llena de fantasmas, llena de butacas vacías,
Llena de palabras que quieren decir: insignificancia.

No tengo ganas para la sinestesia ni para la rima,
Ni para la melodía ni para la sangría;
No quiero beberme los cadáveres exquisitos ni relamerme las esdrújulas,
No quiero salir a la calle porque tengo miedo de perderme,
Porque mi brújula no apunta al norte
Y mis pies no caminan derechos.

No consigo escribir lo que quiero.

Como bien y duermo ocho horas al día. ¿De qué me puedo quejar? Pues de NADA
(ya les definí la palabra, ahora saquen ustedes las conclusiones pertinentes)


Inti Målai Perdurabo

(1) quise poner “weona” y Word me lo corrigió a “Leona”. Me dio risa ;¡Qué inocente!

lunes, 28 de junio de 2010

No sé si les ha pasado...

No sé si les ha pasado, pero hay días en que siento que odio a la humanidad. Que los odio a todos, a todos y cada uno de esos estúpidos mamíferos hormiguíneos que plagan la tierra y me odio sobre todo a mí, porque me siento como el más estúpido y pequeño de todos ellos.
Y cuando despierto en días así me dan ganas de tener útero y poder parir para saber si el dolor de darles vida vale la pena de tenerlos fisgoneando por ahí, con su ropa y sus autos y sus bocinas y esos teléfonos de mierda con altoparlantes que hacen que todo el mundo tenga de escuchar la misma música inmunda que les gusta. Por eso yo me pongo audífonos cuando salgo, para alejarlos lo más posible de mí, porque en días como esos no los quiero mirar a la cara, no les quiero ver los ojos ni las bocas ni quiero que me apunten con sus narices grotescas y llenas de mucosidades viscosas y malolientes.
Odio a la humanidad por todo lo que hace, porque todo lo que hace constantemente me molesta, porque aborrezco sus sofisticadas maneras de importunarme, desde las campañas contra el SIDA hasta la puta vuvuzela. Apago los televisores cuando están prendidos y me emputece que haya publicidad en la radio, a veces me dan ganas de sacarme los ojos para no tener que ver cómo se visten o lo que dicen sus carteles imbéciles, porque todo lo que dicen está falto de sentido, porque no hay arte en nada de lo que les pertenece, porque ni el arte mismo lo tienen a mano.
A veces me da asco el olor de las mujeres y cuando veo rostros viejos me invaden las ganas de hacer pucheros y decir garabatos, y me emputece que no se miren en la calle ni se hablen, y que apresuren el paso cuando paso al lado de ellos paseando al perro o arrastrando en mis hombros una mochila. Me hacen sonreír los niños pequeños que me sonríen y me hacen enfurecer sus madres que los abrazan con miradas de espanto, zorras inmundas que creen que le voy a hacer algo a sus críos con piel color de leche y mejillas color de vagina.
Y los que andan por ahí tomados de la mano lo hacen para burlarse de mí, pero no me miran porque les soy indiferente, porque soy un patético esperpento paranoico y de golpe me doy cuenta de que está todo en mi cabeza. Todo en mi cabeza, todo en mi cabeza…
Si un ser se siente avergonzado de su especie, ¿es culpa de él o de la especie? Me encierro en una pieza decorada a mi gusto y oigo la música que quiero, para alejarlos de mí, para enajenarme, porque temo a la soledad pero ella siempre me encuentra primero, porque llamo por teléfono pero nadie me contesta, porque nadie me pregunta cómo estoy y quienes me preguntan ni se interesan por la respuesta, porque son hipócritas y desconsiderados y yo les importo un comino.
Y me dan ganas de poder ser más estúpido de lo que soy, me dan ganas de sacar el pie que tengo dentro del Olimpo para poder bajar a sus casas húmedas con calefacciones sofocantes y poder sentarme con ellos a ver fútbol o a fumar para morir ahogado y con dolor. Suicidas imbéciles, pienso, pero me gustaría no pensarlo, para que me reciban y me quieran y me sonrían y me dejen estar cerca. Me gustaría poder querer más a mi perro de lo que conozco a la humanidad, pero no tengo a mi perro y el perro que vive conmigo está a nombre de un pelmazo. Solo me siento con una linterna a alumbrar el cielo para contribuir con ese techo naranjo que inventaron para quitarme las estrellas y no dejarme ver las fases de la luna, para obligarme a consultar su Internet PAGADO lleno de publicidad, fútbol y películas con malos guiones y pésimos actores.
Veo payasos dondequiera que mire, gente absurda vacía de sentido que anda por ahí vanagloriándose de no necesitarlo, como gritándome indirectamente que yo también podría no necesitarlo, y a la vez así me escupen la inferioridad a la que mi superioridad de conciencia me rezaga.
Cada uno de ellos con un vampiro psíquico chupándole la sangre, el tiempo y el dinero, familiares y amigos patéticos y asquerosos que viven de lo que rentan los demás y están todo el día llamando, aprovechándose de la buena disposición y de la estúpida ingenuidad de los que tienen a mano. Ladrones y usureros desvergonzados, monstruosos, por todos lados, con una mano tendida hacia delante y la otra metida en el bolsillo, para alcanzar a rascarse los testículos hinchados y peludos.
Odio a la humanidad, y me arde el corazón de fiebre porque no hallo la manera de deshacerme de ellos, porque no tengo donde meterme para no verlos, o donde meterlos a ellos para que me dejen tranquilo. No quiero salir a su ciudad apestosa, no quiero caminar en sus calles asfaltadas con caca, no quiero viajar en sus transportes sofocantes ni respirar el mismo aire que sorben con sus pulmones pegajosos. Los odio por lo cerca que los tengo, porque son como las moscas pequeñas que no se pueden matar, pero son demasiado grandes para ignorarles. Odio sus facciones grotescas, los odio cuando son muy grandes o muy pequeños, me indigesta la mujer flaca y me provoca náuseas la gorda, porque pareciera tener piel de chancho y lo peor es que pareciera no importarle.
Me da rabia leer mi propia poesía porque me recuerda mujeres terribles que demostraron mi idiotez al hacerme escribir sobre ellas, y me da más rabia que ninguna llegue que me haga desmentirme, y persevero con el lápiz en la mano y no logro escribir nada, y ¡puta! Me odio, me odio yo también, porque me presento como poeta y no logro escribir poesía.
Compongo música y me siento orgulloso de ella, y nadie quiere escucharla. Escribo largos ensayos y me siento orgulloso de ellos, y nadie quiere leerlos. Quizás yo soy el que no sabe escribir, el que no sabe componer ni hacer arte, el que no está donde debería estar, el que nació feo y morirá espantoso y no puede hacer nada para remediarlo. Y esa sensación me hace odiar más a la humanidad incapaz de matarme, incapaz de castigarme por mi arrogancia y mi injustificado delirio de grandeza.
Me siento como una manzana que quedó mucho tiempo al sol y al aire, sola, y como nadie me quiso desangrar con los labios al final me he ido avinagrando, me ha ido creciendo el cabello blanco y verde y he empezado a oler mal. No sirvo para aliñar las ensaladas y pronto descubrirán que vale más tirarme a la basura, porque puedo pudrir al resto si me dejan entrar al frutero.
Mis manos están ásperas y no es por escarbar la tierra, es por escarbarme a mí mismo, para no pasar tanto frío cuando me echo solo a mirar el techo y me pego una siesta en compañía de un locutor indiferente que pone música desde una cabina de radio sin tener idea de mi existencia. Odio que llegue a escribir cosas tan atroces y que llegue a mentir tanto por despecho, por no atreverme a reconocer mi única falencia, mi única necesidad, y entonces me odio por hacerme pasar por el weón cabrón que escribe enojado cuando en realidad soy un pendejo mimado estúpido que está pidiendo a gritos que le enseñen a crecer lo que le falta. Soy un pendejo, un cabro chico, un mocoso feo y ridículo acurrucado en la esquina de su pieza cagado de miedo y esperando con los ojos cerrados que alguien –por iniciativa propia, venga a tocarle el timbre para invitarlo a jugar.
Soy el pendejo que no quiere bailar pero quiere que bailen para él; que no trabaja pero quiere que trabajen para él; que odia a la humanidad cuando en realidad quiere que la humanidad lo ame a él. Soy ni más ni menos que ese pendejo, con la barba a medio crecer y un corte de pelo que no le gusta.
Odio los espejos porque me faltan el respeto con esa cara de ser humano con que me miran de vuelta, odio las fotografías porque me recuerdan lo feo que he sido, y odio a las personas que no se me acercan a preguntarme cómo estoy aunque yo pase todo el día pendiente de cómo están ellos.
Odio querer tanto a los que me quieren porque no nos demostramos mutuamente el respeto y el cariño que nos tenemos y por el contrario muchas veces nos ignoramos. Odio su hipocresía y su falta de sinceridad, de seriedad, odio que me griten y que me reten pero también odio que se rían de los chistes que cuento, porque yo no los encuentro graciosos.
Leo toneladas de poesía, de ocultismo y de filosofía y escucho horas de música que a nadie más le gusta, para engañar a la soledad que me tiene prisionero de una rutina estúpida que comienza en una ducha y acaba paseando a ese perro que no es mío.
Puta rueda, puta cinta de Moebius, puta manía mía de hacer esa clase de comparaciones para demostrar lo mucho que he leído y en lo que he desperdiciado magistralmente mi juventud.
Me cago de la risa de todos los que piensan distinto a mí porque son ridículos y piensan puras weás, pero intento ni siquiera sonreírme para no tener que darles explicaciones; porque siempre necesitan explicaciones.
Así que, cuando ando en esos días en que Odio a la humanidad, por lo general me quedo alejado y procuro no dirigir a nadie la palabra. Me levanto tarde y me acuesto temprano, porque sé que sólo me falta algo de sueño y que todos esos pensamientos desaparecerán al día siguiente; porque de lo que primero me doy cuenta, es que a veces bajo la defensa, me deprimo, y pienso la sarta de idioteces que acaban de leer.
No sé si les ha pasado, pero a mí me pasa bastante a menudo últimamente; aunque ya he logrado que no se me note tanto.

Inti Målai Perdurabo