domingo, 1 de agosto de 2010

El sitio permanente

La Guerra es padre de todas las cosas, rey de todas las cosas

Heráclito


¿Cuál es – Y no es en forma alguna una pregunta sencilla – el más importante de los preceptos morales?
¿Qué es lo que más valoramos, lo que más defendemos, por muy distintos que seamos unos con otros?
No es la fe, esa manta vieja con la que ya muchos han dejado de cobijarse por no temerle a pasar frío, tampoco el concepto de justicia, que para muchos es asunto de polémicas discusiones; de seguro no es el amor, de partida porque nunca hemos terminado de ponernos de acuerdo sobre su significado, o la familia, siendo que en muchos casos no entendemos donde acaba ni donde termina.
Cada época ha tenido sus cánones morales, sus castillos mentales sobre los que erige las “bases de la institucionalidad”; ¿Qué es lo que caracteriza a nuestro tiempo? No sé ustedes, pero a mi me nace llamarlo el Tiempo del Fracaso: El Reino de Dios nunca vino a nosotros, La Tecno-Ciencia no fue capaz de llevarnos a una era de armonía y felicidad, El Pueblo Armado no fue capaz de sobreponerse al capitalismo explotador y sus cabecillas irremediablemente se rindieron ante el discreto encanto de la burguesía.
En un mundo donde la desilusión es la sal con la que condimentamos cada uno de nuestros días, la pregunta por el Supremo Bien es todavía más difícil.
Para horror del Filósofo, la subjetividad ha conquistado el modo de pensar generalizado. Nadie asume verdadero algo que no sea capaz de entender; nadie se somete libremente a “creerle” al otro lo que dice; La enajenación transforma la moda en individualidades homogéneas, cada uno se encierra en creer que tiene el poder de ser su propio dios (poder que no puede estar más lejos de ellos) y de poder hacer bajar del cielo su propia Tabla de la Ley. En un contexto así, donde cada cabeza acaba y termina en ella misma, la transversal de la sociedad sólo puede ser UN único precepto moral, común a todos estos universos paralelos: la Tolerancia.
La Tolerancia parece ser el único valor que hoy toda persona defendería; la Paz parece ser lo único de lo que realmente nos enorgullecemos cuando miramos el Orden Mundial que hemos conquistado; el respeto a las fronteras, al propio metro cuadrado, el permiso para con el otro de dejarlo “hacer lo que quiera”, la Libertad que “termina donde empieza la de los demás” hace eco en todo espíritu contemporáneo, suena lógico, cuerdo, sensato, humano, y luego, está bien. BIEN.
Por eso lo que yo quiero escribir sonará tan MALO. Más malo que escribir sobre satanismo – meros cuentos de brujas y músicos de Heavy Metal, o sobre comunismo – arqueología ideológica agonizando en pelitos largos y morrales colgando del hombro, o sobre hedonismo – la más infantil e insana forma de suicidio prolongado; hoy voy a escribir sobre la Guerra. Y voy a elogiar la guerra.
Dicen que el que milita bajo el estandarte de “llevar la contra” acaba por llevarse la contra a sí mismo, y en la paradoja su derrota es total. Cuando digo “voy a escribir sobre la Guerra” no me refiero a que intencionalmente dirigiré un discurso contra la Paz y la Tolerancia, con lo que todo el ensayo pasaría a convertirse en un simplón e infantil juego argumentativo; cuando digo “voy a escribir sobre la guerra” no me refiero a que voy a elevarle una Oda (la más estúpida y mediocre forma de la Poesía (a mi entender)), más bien a desarrollarla como tema de reflexión. Pero, ¿para qué entonces la introducción sobre la Paz y la Tolerancia? Porque en lo posible espero que se me lea sin prejuicios; que cuando, más adelante, yo diga: “La Guerra es la condición natural del hombre” (afirmación para nada novedosa por lo demás), nadie salte espantado ni reaccione con enojo ante mi aseveración, como diciendo para sus adentros “Ya empezó este weón con sus temas polémicos para puro llevar la contra”; Por eso quise prevenir a mis atentos.
Porque he reflexionado mucho al respecto y creo que no suena tan descabellado lo que algunos defienden: que la guerra es la condición natural del hombre, como si se tratara de un “Animal Guerrero”. O quizás ni siquiera como sello distintivo del hombre solamente, sino también de todo animal, de todo ser vivo: la Guerra, o ese estado de conflicto en el que se busca destruir un elemento que impide nuestro avance o se opone, conciente o inconscientemente, a nuestro progreso, es en realidad lo que explica con más acierto y precisión lo que es la vida en general.
Porque la vida, nuestra vida, demuestra ser un estado de guerra constante: En la infancia la guerra es contra nuestro entorno, contra el perro, la silla, la cuna, el cuadrado brillante que canta y nos deslumbra; en la adolescencia, la guerra es contra nuestros padres, contra nuestros profesores, contra las leyes de consumo de alcohol y las campañas de sexualidad para menores; en la juventud, la guerra es contra el sistema o contra las reglas; se desarrolla la “guerra de Troya” también en cada uno de nosotros, disputándonos la Helena que más nos gusta como pavos reales agarrándose a picotazos; en la adultez la guerra es contra los demás, intentando siempre destacar, siempre cuidar lo que se construye, siempre protegiendo odinísticamente a la familia o a uno mismo en medio de una jungla de gigantes depredadores y ejecutivos de banco. Y en la vejez, la Guerra es nada más y nada menos que contra la Muerte; vivir más, prolongar la existencia, llegar mejor al momento en que el tiempo dé el inevitable veredicto; o, al menos, si se ha de perder la batalla en el cuerpo, que el pensamiento, que el nombre, perdure para siempre; otra manera de torcerle el brazo al implacable enemigo.
Y la misma historia de la humanidad no puede ser más evidente; Cada episodio, cada período, cada palabra escrita en estos siete mil y tantos años de historia conocida le deben su hito al vencedor de una batalla: Al Ario que conquistó la India, al Egipcio que conquistó el Nilo, al Acadio y al Persa y al Babilónico que derrotó a sus enemigos en el valle fértil entre los ríos Eufrates y Tigris. Que se haya terminado hablando griego en todo el mar mediterráneo no habla bien de los avances tecnológicos de los Griegos sino del poderío militar de la Liga Helénica; De la estrategia Alejandrina para ordenar tropas; del filósofo que asegura que “el que no vive en ciudades – como el griego – o es más o es menos que hombre”, y justifica en parte el domesticar al “bárbaro vagabundo”. ¡Roma! Nos legó su idioma, su cultura, sus derechos, su organización social, no gracias a sus poetas sino a las lanzas que dirigieron hombres del talante y la virtud de Cayo Julio César. Vine, vi, vencí es un resumen de cómo este hombre hacía la Guerra; estoy escribiendo esto el día sábado 31 de JULIO, y espero que quede a la vista hasta qué punto ese hombre fue y sigue siendo uno de los Mejores Hombres que ha dado la historia, y hasta qué punto con su vida fue capaz de vencer hasta en la última batalla.
“La historia la escriben los ganadores” es una evidencia histórica. Y nadie nunca ha ganado jamás ese derecho sin declarar primero una Guerra: sólo una excepción existe al respecto, y aquí me quito el sombrero frente al cristianismo, que fue capaz de derramar más sangre que ningún otro frente militar sólo pregonando el amor y la compasión, y una promesa de buenaventura para los generosos de espíritu que se cobró la conquista más espectacular de la historia.
Y el amante de la Paz y de la “Libre determinación de los Pueblos” reconoce con vergüenza que el Mundo Feliz-Infeliz en el que vive (y del que se siente patéticamente orgulloso) no es más que el resultado final de Guerra tras Guerra librada por hombres iguales que él: Zarpar rumbo al Oeste es declararle la Guerra a la Escolástica; Cortarle la cabeza al Rey es declararle la Guerra a la Monarquía; Autorizar la Noche de los Vidrios Rotos es declararle la Guerra al imperialismo judío y botar el muro de Berlín es declararle la Guerra a la Revolución Social… con pleno éxito. Sin ir más lejos, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano son la más perfecta declaración de Guerra: una Guerra contra la propia naturaleza del ser humano.
La ley de la supervivencia dictamina que el más fuerte sobrevive. Hobbes defiende que el contrato social se asume por miedo; el hombre es peligroso para el hombre, y al verse más débil que otros el miedo y la cobardía lo llevan a escudarse en una mayoría impersonalizada con el fin de sobrevivir. Rousseau entendía la anti-sociedad o la delincuencia como una declaración de Guerra contra el Estado; la Voluntad General y el Pueblo Soberano entonces encierran o matan a su enemigo, en desigual pero legítima batalla. Nietzsche dijo en su Anticristo “No paz en general, sino la guerra” y reflejaba en sus ojos iracundos una convicción parecida a la de los demás; el amor a los débiles es antinatural porque la debilidad en sí va contra la supervivencia; es lo que se lee entre líneas de la teoría de la Evolución de Darwin.
Pero el buen Darwin, al anunciar su teoría y al darse cuenta de la conclusión lógica a la que llegaba, ¡pareció asustarse sobremanera! Tuvo miedo que el asumir la evolución llevara a la humanidad a cometer el, para él, más terrible error: Renegar de la Paz y la solidaridad y asumir la Guerra como parte de su naturaleza.
Entre los germanos y vikingos la guerra era un modo de vida, se justificaba por sí misma; la violencia era entendida como una virtud. El Dios de Moisés le dio instrucciones para armar a su pueblo y hacerlo expulsar, a las malas, a todos los pueblos que vivían en su “tierra prometida” antes que ellos. El “sumiso de la voluntad de Dios” (Musulmán) tiene el divino deber de expandir su fe a punta de cuchillo. El Mapuche era un hombre belicoso y agresivo que lamentablemente tuvo que enfrentarse a los siglos de tecnología de ventaja que les sacaron los misericordiosos cristianos españoles, y ni aún así entregaron la batalla en bandeja.
Sólo los valientes elegidos vivían para siempre en los salones de Valhalla; ellos eran los que morían combatiendo por sus familias, por su honor, por sus dioses. Sólo el militar puede pasar por alto el “no matarás” y ser recibido a la derecha de su Padre. El que se inmola cobra en el Paraíso la promesa de treintidós vírgenes y sendas mansiones en la finca de Alá. El Mapuche que muere a manos de sus enemigos no es digno ni de su propio hijo, porque su espíritu no decae, aunque le falten ambas manos.
La Compasión, el Amor por el Prójimo, es Antinatural; pero ¡ojo! la Guerra Nacional también. Morir por la Patria es sinónimo de pelear por otros, ellos que sentados en la capital declaran la Guerra y no la pelean.
La Patria debiera terminar para cada uno de nosotros en la familia que lo cría, en la casa que lo protege y en el suelo que lo alimenta. El espíritu crítico es una declaración de Guerra contra los conquistadores psíquicos, los manipuladores de las esferas de poder que dominan la tierra. No hay ser humano más débil y patético que el que está dispuesto a morir por su bandera. El que pone la otra mejilla es un espécimen enfermo condenado a la extinción. El que se conforma con el ritmo de vida que le asignaron y jamás discute una instrucción aunque no se sienta bien, es un estúpido.
Nadie en condiciones humanas reales debería poder tener más y no intentar tenerlo; la Guerra no implica siempre ganarla, aunque no necesariamente no ganar implica perder. Es sensato huir de la autodestrucción del cuerpo y del espíritu; Cada estratega en la historia ha demostrado que hay que saber cuando atacar y cuando replegarse. La lección está en dar tregua pero nunca firmar el cese al fuego. “Desarmar” significa desensamblar los componentes de un todo en partes más pequeñas, pero también dejar de lado las armas. No desarmarse nunca es igual a jamás dar el brazo totalmente a torcer; jamás volverse voluntariamente débil, voluntariamente cobarde. Asumir el estado de sitio como algo permanente es un acto completo de valor y coraje.
Entonces, una nueva definición de Tolerancia debería extenderse desde aquí. Una nueva definición de Libertad, en la cual nuestras posibilidades no terminen donde empiezan las del otro, sino que se extiendan HASTA DONDE SEAMOS CAPACES DE DEFENDERLAS. Los Tratados Internacionales son el equivalente al cristianismo manso-de-espíritu en la moral; una oficialización de la cobardía. La abolición de la Propiedad en el Anarquismo nos sugiere un pelear por legitimar lo que podemos conquistar, en lugar de asumirlo por un contrato pusilánime.
Si asumimos esta perspectiva rápidamente nos daremos cuenta que la moral actual y el “respeto y tolerancia por el otro” no son más que una Guerra que nos está ganando el que tiene-más-que-nosotros; en efecto, ha conseguido educarnos para querer ser débiles. Uno ve la tele o el cine, lee un libro: ¿quién es el enemigo? ¿Cuál es el estereotipo de villano que nos pintan? El hombre inteligente PERO inescrupuloso. El científico loco de los cómics es el gobierno que desarrolla armas nucleares; el empresario cruel que es mafioso y despiadado y quiere casarse con la hija del multimillonario fingiendo ser hombre de bien es el hombre de negocios que se candidatea a presidente vestido de Derecha y hablando como la Izquierda (y sí, me estoy refiriendo, por ejemplo, a Sebastián Piñera, pero no es el único que se me ocurre). La villana que por “querer casarse con el ricachón” urde intrigas y miente descaradamente es la clásica figura pública a la que, al final, el “destino” castiga desbarrancándola o trayéndole enfermedades fatales. Culturalmente, hoy, se nos enseña a despreciar y a repudiar de la actitud inteligente; nos educan para odiar la Guerra, no la Guerra entre naciones (que es en sí misma despreciable) sino la Guerra personal, la actitud Espartana que todos llevamos dentro, no en vano el nacimiento de la diosa Atenea (patrona de la ciudad enemiga de Esparta, Atenas) fue saliendo de la frente de su padre Zeus con un casco, un escudo y una lanza.
Y curiosamente, se nos trata de infundir el “Amor a la Patria”, el “Deber por la Nación” que nos llevaría, en caso de una Guerra Internacional, a defender nuestro país… ¿Paradójico? No; gracioso. Quizás, gracioso, pero para nada paradójico. Tiene, de hecho, mucho más sentido asumiendo el enfoque que estamos usando.
Lo que no nos mata nos hace más fuertes. No temerle a la muerte es asumir de entrada la posibilidad de ser inmortal. Hay que aprender, creo yo, a llevar la Guerra hasta sus últimas consecuencias: NO CONFIAR en nadie más que en uno, NO DAR LA VIDA por nadie más que por uno, NO DEJARSE MANDAR por nadie más que por uno. ¡Pero! También, la Guerra Total implica necesariamente: TENER ALGO O ALGUIEN por quién pelear; tener algo que dote de sentido a cada batalla, a cada victoria y cada derrota: una definición posible de “Amor”; SABER CUANDO REPLEGARSE y saber cuidar lo que se conquista; y, por sobre todo, SABER LEGAR a los elegidos personales (que pueden ser desde los hijos hasta un pueblo completo) NO bienes materiales, sino que principalmente, FUNDAMENTOS DE LA GUERRA de uno, para que la causa que en esta vida se emprende, ellos sepan llevarla a término, o resumirla para sus propias Guerras; He ahí el secreto para derrotar a la Muerte.
Los mejores generales escribieron la historia y la seguirán escribiendo; Cayo Julio César ganó con creces la Guerra contra Pompeyo, aún antes de que éste lo mandara matar. Adolf Hitler sigue siendo una figura intrigante y cautivadora para muchas generaciones, sea como el Mesías de los Arios o el Anticristo Apocalíptico… y en la práctica él perdió la Segunda Guerra. El que ríe último ríe mejor, pero mientras haya uno que caiga debajo de nuestras pisadas… seguiremos riéndonos a carcajadas por mucho tiempo.
Y mientras tanto… que sigan las campañas contra el Bulling, a favor de cooperación internacional, el 1% a la Iglesia, el “¿donaría dos pesos para los Niños Pobres?”…
...Salta a la vista el por qué es mejor no tratar este tema a tontas y a locas, ¿verdad?

Inti Målai Perdurabo