martes, 14 de junio de 2011

De dioses y religiones (y esas cosas)


¡El famoso –y temerario– asunto de los Dioses!
Mis atentos, a lo largo de los ensayos que he publicado en este blog, deben haber notado (como mis amigos ya lo notaron hace mucho) que es tema sensible para mí el relativo a las creencias y religiones. Y muchos deben suponer (no injustificadamente) que refleja quizás una inconsecuencia de mi parte el mostrarme a veces tan partidario de creer en Dios, y otras veces ser tan burlón y despectivo para con los creyentes (o, más específicamente, para con los cristianos).
Bueno, para atender a esta no manifestada crítica y aprovechando que la ingenua terquedad política de mis dirigentes estudiantiles me ha dado tiempo libre de sobra, (llevo tres semanas en paro), quise dedicar un ensayo a mi concepto de religión y a mi forma de creencia, no en un afán puramente egocéntrico de hablar sobre mí-mismo sino también a manera de polemizar un poco sobre un asunto tan interesante como este.
No hay un espíritu de época desde el cual sea tan entretenido y a la vez tan inútil discutir sobre Dios como lo es el nuestro. Esto principalmente por dos razones: la primera, que tu cabeza no corre riesgo alguno, y segundo, que en realidad a nadie le tiembla el suelo escuchar tal o cual variante de lo que piensa.
Esto sin embargo acarrea un problema: que todo lo que no tiene la etiqueta de "contingente" pasa a ser mera palabrería, y con un par de mangazos de la subjetividad es posible destruir cualquier buen y sopesado argumento.
Por eso mismo voy a dirigir mi exposición de la forma más objetiva que me sea posible, sobre todo para que quede clara mi postura indiferente de si a quien me lee le hace o no sentido lo que estoy diciendo.
Pasemos revista rápida primero de algunos conceptos duros que vamos a usar durante el desarrollo de esta exposición: trataré creencia en su sentido más general, como aquel estado mental intencional que refleja la actitud de considerar algo como verdadero. (“the attitude we have, roughly, whenever we take something to be the case or regard it as true.”(1)). Luego, religión será un sistema de creencias (dogmas) que justifican un sistema de prácticas (rituales y morales). También trataré como dios a cualquier entidad trascendente, omnipotente o al menos más-potente-que-el-hombre, y que se manifieste de alguna u otra manera en el mundo sensible (ya sea como creador, primer motor, providente, etc.). Las preguntas filosóficas en torno a estas definiciones las dejo para otro día. Si alguien no está de acuerdo con la manera en que fijé los conceptos también puede retirarse, porque no voy a entrar en discusión de éstos. (Quizás en otra ocasión, pero me atendré a la crítica generalizada de que mis ensayos quedan demasiado largos, y me reservo estas disquisiciones).
El gran error en el que incurren todos los que intentan discutir sobre Dios está en plantear mal la pregunta. Ella NO es ésta: “¿Existe Dios?” Sino ésta otra: “¿Por qué creer en Dios?”
Si entramos en la pelea de si “existe Dios” caeremos en los clásicos absurdos subjetivistas del tipo: Dios existe para mí. La salida necesaria de bucles argumentativos de ese tipo es el abominable dictum agnóstico de la libertad de culto. Es decir, reducir la calidad ontológica de Dios a una mera valoración estética, en otras palabras, poner la afirmación “yo creo en Dios” en el mismo estatuto que, por ejemplo, “a mi me gusta el pan con mantequilla”. En ambos casos el final de la discusión es exactamente el mismo: “Entonces, como yo creo en Dios y tú no, déjame a mí creer en Dios y yo te dejaré a ti no creer en Dios, y dejemos de lado este asunto para no tener más peleas” (cf. Con: “Entonces, como a mi me gusta el pan con mantequilla y a ti no, déjame a mí con mi gusto por el pan con mantequilla y yo te dejaré a ti con que no te guste, y dejemos de lado este asunto para no tener más peleas”).
Ciertamente el problema por “qué es el gusto por el pan con mantequilla” es radicalmente distinto al problema de “por qué a algunas personas les gusta el pan con mantequilla”. Y en este ejemplo vulgar siento que queda bastante claro cual de las dos posturas es sensatamente más razonable de argumentar.
¿Por qué algunas personas creen que existe Dios? Aquí se puede dividir la problemática en dos aristas; por una parte la cultural-moral, y por otra parte la psicológica-intelectual. En relación a la primera respuesta creo que adscribo de forma casi total (al menos en lo que me dejó la primera lectura) a la que propone Nietzsche en el tercer tratado de su Genealogía de la Moral, por lo que a los que interese esta versión pueden consultar dicho escrito. Yo ahora me voy a ocupar de la psicológica-intelectual, es decir, de todos aquellos que “creen justificadamente” que existe Dios.
Es curioso constatar con la facilidad que la gente hoy en día utiliza la creencia como bandera. Por paradójico que parezca, vemos que a pesar de que mucha gente dice ser católico, por ejemplo, nunca va a la misa, o no se casa por la Iglesia, o muchos que dicen ser cristianos sólo se acuerdan del Nazareno cuando se enfrascan en discusiones bizantinas sobre lo divino. Personalmente me ha tocado conocer personas que uno con sorpresa se entera que “dicen ser” creyentes de tal o cual religión, porque no lo reflejan en sus actitudes. Cristianos que se leen la suerte o que no procuran alejarse del pecado, o rara vez son humildes de corazón, por ejemplo. Todos ellos tienen un mismo as bajo la manga: “me basta con creer”.
Todos estos creyentes no son verdaderos creyentes, y quiero aclararlo de antemano. Estas personas son más bien “agnósticos conversos”, vale decir, personas que redujeron, consciente o inconscientemente, la calidad ontológica de Dios a una valoración estética, como el gusto por el pan con mantequilla. Cuando hablamos de creencia estamos comprometiendo la verdad de lo que se cree, por lo tanto, si una persona cree que existe un Dios Padre, párvulo y pedagogo, que tiene un sartén de fuego y azufre esperando a los porfiados, es porque de hecho para esa persona existe tal cosa como el Padre educador y su castigo eterno, y sería ingenuo pensar que una persona que da por sentado que tales cosas son reales, aún así voluntariamente se aleje del buen camino.
Notar que estamos reduciendo la sentencia “creyente” sólo a los que militan bajo una religión, es decir, que su sistema de creencias les justifica ritos o conductas, como ir a misa o ser misericordiosos.
Por lo tanto, y para hacer la última separación conceptual de rigor, llamaremos “religiosos piadosos” a los que se identifican con una religión, sólo “creyentes” a los que no tienen un sistema de prácticas basadas en sus creencias, “ateo” al que defiende que no existe Dios alguno y “agnóstico” al que se abstiene de emitir juicio en la materia.
Hay dos maneras distintas de ser creyente piadoso, dos maneras de ser creyente, y una sola manera de ser ateo. Los agnósticos no me interesan por ahora.
Vamos a partir por los creyentes. Cuando pedimos a alguien que nos explique por qué motivos cree en Dios (excluyendo a los agnósticos conversos que dan cómodas respuestas “culturales”) nos va a responder siempre de alguna de estas dos maneras: la terapéutica y la lógica.
La creencia terapéutica (el nombre es mío) es aquella que entiende a Dios en el sentido de los Académicos neoplatónicos y en general de todo el monoteísmo occidental, vale decir, un Dios que aparece como consuelo ante una aplastante soledad ontológica. Dicho en palabras más simples, es el dios de los cobardes que, enfrentados a este mundo tan basto e infinito, se dicen: “No puede ser que estemos solos en el universo, no puede ser que estemos vacíos de sentido, que no tengamos propósito”, y entonces encuentran en Dios, ya sea como una conclusión personal (en el caso de Déscartes, por ejemplo) o como una revelación por escrito, un consuelo para sus vidas. Esta clase de creyentes son los que con frecuencia defienden su fe diciendo: “¿Cómo va a ser posible que existan tantos males en el mundo, tanta miseria y destrucción, si no hubiera un ser benevolente que al final dará su recompensa a los más débiles?” O sino, obnubilados por la grandilocuencia del universo, dicen: “¿Cómo va a ser posible que no haya detrás de este hermoso mundo un artesano que lo haya fabricado para nosotros?(2)). Éste es el Dios enfermizo que tanto odia Nietzsche, y es al que me refería en el ensayo que les subí el Domingo.
Pero hay otro tipo de creencia, a la que antojadizamente llamé creencia lógica, y que cree en el dios aristotélico del libro L de la Metafísica. Este Dios, radicalmente opuesto al anterior, surge como conclusión necesaria en un razonamiento metafísico (que puede o no estar correcto), por ejemplo, aquel que llamaba “Dios” a la causa primera del movimiento del mundo (3). Hemos de notar, sin embargo, que este Dios, por la naturaleza de la forma en que se manifestó al creyente (es decir, racionalmente), carece de algo que el otro puede tener perfectamente: una religión que se desprenda de él.
Esto no debería ser difícil de entender. Si Dios sólo aparece o se muestra por medio de la razón, no tiene espacio ni autonomía para escribir sus “tablas de la ley”, y por lo tanto, no debería servir de guisa para sustentar una moral.
Ahora bien, hemos de notar que en vistas de este último alcance que hice, ya podemos entrever cual de los dos Dioses tendrá una religión.
Llegados a los creyentes piadosos, como ya anticipé hace un rato, es posible distinguir otras dos categorías, esta vez referidas a la religión misma. Estas son la religión “por revelación” y la religión “numinosa”.
Entiendo religión por revelación aquella que recibe por medios -orales o escritos (bien, digamos “multimedia”, porque así como vamos…) la manifestación de su Dios, y entonces en torno a ella justifican su práctica religiosa. Notar que este tipo de religiones es del tipo apriorística, porque en la revelación encuentran una explicación del mundo, y por lo tanto, ella es el lente para percibir, medir y valorar la realidad.
En el otro extremo está la religión numinosa, es decir, aquella que tras su experiencia con el mundo comienza a “presentir” a los Dioses, y luego, por medio de “búsquedas” o “acercamientos”, acaba por nombrarlos y asimilar sus preceptos. Estas religiones también podrían llamarse “gentiles” o “naturales”, y fueron las que primero surgieron entre la humanidad (es más fácil encontrar a los espíritus del bosque, que ver la cara del arquitecto universal en lo alto de una montaña del desierto, por usar más o menos la misma metáfora que usa Schuré).
Y baste lo dicho para distinguir ambas religiones.
Luego, finalmente, si tuviera que clasificar a los Agnósticos conversos en alguno de estos grupos, creo que los pondría en una categoría especial de los creyentes piadosos en la cual su Dios terapéutico existe lo suficiente como para creer en él pero no lo suficiente como para practicar su fe (¡ni chicha ni limonada!). Aquí entran todos esos que dicen creer en Jesús, en Dios y la virginidad de María porque “es bonito” pero se saltan toda la parte del infierno, los mandamientos y los deberes para con su Dios.
(Debo notar que en todo momento, cuando hablé de “Dios” debí decir “al menos un Dios”, porque todo este armatoste abarca tanto al monoteísmo como al politeísmo (y al enoteísmo)).
¡Bien! Llegados al final de esta sencilla fenomenología de las religiones, ¿en cuál estoy yo? ¿Cuáles son los que me molestan? ¿Cuáles son a los que respeto?
Aunque por mucho tiempo defendí una creencia politeísta piadosa y numinosa, debo decir que ya la he abandonado casi por completo. Hoy me siento más tranquilo en el plano de la creencia en un Dios lógico (como el de Aristóteles o Einstein), es decir, me hace sentido creer que hay una o más inteligencias superiores trascendentes que actúan, de menor o mayor manera, y que influyen en el mundo sensible, pero porque la coherencia del mundo, para ser como es, los necesita. Encuentro que defender el ateísmo (somos la consecuencia del choque inerte de cosas que “siempre han estado ahí” y sólo existe lo que puedo ver y tocar) es no sólo simplón sino un poco “cerrado de mente” (por no decir lisa y llanamente “idiota”). Pero, por otra parte, creo –o quiero creer- que en alguna forma seguimos siendo libres, y si bien existen esos Dioses, ellos trabajan y viven indiferentes de nosotros.
Los que me molestan (y sobremanera) son los que me rompen el castillito de naipes. Por ejemplo, los cristianos que para defender la existencia y validez de su Dios, usan argumentos lógicos (San Agustín, por ejemplo), y no se hacen cargo del gran abismo (cuyo salto está totalmente injustificado) que hay entre llegar a la conclusión de que existe al menos un Dios y que ese Dios es el que inspiró la Biblia. En ese sentido me caen mejor los Agnósticos conversos, porque puedo convivir con ellos.
Aquí también entran los que en sus argumentaciones usan de premisas los postulados de su Revelación, y cometen brutales peticiones de principio de las que muchas veces ni siquiera son conscientes (San Agustín, de nuevo, por ejemplo).
Los otros que me molestan y a los que aborrezco quizás más que a los anteriores, son los que creen en Dios porque sí, o porque está de moda (como todos estos pseudo-hinduistas y budistas que compran Feng-shui envuelto a la manera del Sushi en paquetes para llevar y en su casa lo digieren con intestino occidental). Con estos ni siquiera se puede tener una conversación al respecto, porque para justificar sus argumentos van directamente a algo “que leyeron” o algo “que les dijeron”, pero no hay un manejo real de la problemática ni una propuesta seria. (Como me pasaba en el colegio con esos hijitos-de-papá que en su casa habían escuchado que Pinochet era el bueno y que para ellos era un argumento suficiente para defenderlo (ante un tribunal tan férreo y exquisito como puede serlo –y no lo digo en broma- una reunión de amigos durante un recreo)).
Los otros (a los que alguna vez apoyé pero terminé por mí mismo de desacreditar) que me sacan úlceras son los sincretistas, que aseguran que todas las religiones (¡todas!) y todas las formas de creencia (¡todas!) son maneras de decir lo mismo y que “eso mismo” es una religión X, a la cual pertenecen. Estos son reduccionistas de fe, porque para hacer funcionar sus sistemas de creencias necesitan mutilar siempre, en mayor o menor grado, todas las demás creencias y religiones. Estos son los que dicen que cuando crees en el dios padre de cualquier religión, sin saberlo estás rindiendo culto a su Dios, y por lo tanto sólo te queda convertirte, y ponerle el nombre correcto. Estos son zorrillos religiosos, porque por donde pasan dejan esa desagradable pestilencia de que “quizás tienen razón”, aun cuando en concreto su teoría no tenga asidero alguno.
Y después pero en grado más leve están los que usan argumentos numinosos para defender una revelación. Notar que esta es parecida a la primera, pero roba argumentos de su hermana gemela y no de su pariente lejano, así que no es tan grave. Quiero ilustrarlo con una anécdota personal: En el tiempo en que defendía mi politeísmo numinoso cometí el –quizás- error de ponerme a pelear en la calle con unos testigos de Jehová. Cuando ellos me preguntaron en qué creía yo, mi romántica y cursi respuesta fue: “creo en las fuerzas de la naturaleza, en la inteligencia que mueve al sol y a las estrellas y que hizo todo este mundo para nosotros”. Y entonces ella recurrió a su inmunda pero bien jugada artimaña argumentativa: “Pero, ¿Quién está detrás de todas las fuerzas de la naturaleza? Pues, DIOS” indicándome su Biblia.
Finalmente, ¿a cuáles respeto? Sencillamente, a los que son consecuentes con lo que creen. Los que creen piadosamente en Dios y siguen una religión por revelación, mientras no se me acerquen ni abran la boca cerca de mí, se ahorrarán la pelea, porque yo no les voy a buscar para pelear. Cada cual tiene sus fortalezas para enfrentar esta realidad y dependiendo de esas fortalezas cada uno encontrará necesario o no el asumir ciertas muletas psíquicas. También a los numinosos (a esos les guardo todavía más respeto) porque siempre mis Dioses estarán parados en esa delgada línea que separa la fría razón de la tibia contemplación y admiración del mundo. A los ateos me los paso por la… no, mentira. Jeje. Con los ateos prefiero no tener discusiones, porque es cierto que todos mis argumentos para defender la existencia de al menos un Dios si se analizan con cuidado tienen por donde falsearse (con algo de mala voluntad también, dicho sea de paso) y eso puede llevarnos a caer en bucles infinitos. Los únicos ateos con los que me gustaría alguna vez entablar discusión son esos que dan explicaciones psicológicas de la religión, no sólo en los casos de la creencia piadosa sino en todo tipo de creencia. No porque el argumento me suene sensato sino porque creo tener buenos argumentos para defenderme. Jeje.
Pero sin lugar a dudas los Agnósticos son los mejores de todos, porque te miran, dicen “ja, él cree en Dios”, pero la verdad, ni te tocan el tema porque no les interesa. Siempre que no me salgan con la del “Soy cristiano porque mi cultura me lo impone pero ni me va ni me viene creer o no creer” son, como ya dije antes, con los que mejor se puede hacer sociedad.
Inti Målai Perdurabo
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NOTAS:
(2) Me cabe mencionar que este argumento lo hice mío durante mucho tiempo, y, aunque ya no tan literal, todavía en parte lo defiendo.
(3) Hace poco me demostraron formalmente que este razonamiento de la “causa primera” no lleva concluyentemente a afirmar la existencia de una sola causa primera, sino de varias. Quién lo diría, ¡Escolásticos defendiendo el politeísmo!

sábado, 11 de junio de 2011

Ex nihilo

Creo que la mala conciencia es la profunda dolencia a la que había de sucumbir el hombre bajo el peso de la más radical modificación de todas las experimentadas, la cual no es otra que la que se produjo cuando se vio definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz

Friedrich Nietzshe

Dios es un concepto con el cual medimos el dolor

John Lennon

La naturaleza aborrece al vacío

Proverbio Aristotélico

He aquí al hijo bastardo de la tierra, he aquí la cosa más maravillosa y espeluznante de la naturaleza; un animal que niega su origen y se convierte en la nada.
Un animal que reniega de los árboles, y se bota por tierra, por capricho; que suelta las ramas y se yergue, por capricho; que se cubre el cuerpo y echa a andar… por capricho.
Este es el animal más extraño y más triste de todos los que caminan por la faz del planeta. Un animal que un día no quiso ser animal, y se enajenó de su propio mundo. Un animal que cayó del nido y buscó el abismo, que cortó demasiado pronto su cordón umbilical, porque no quería pertenecer a aquello que era todo lo que él era.
Y en su viaje, desterrado del útero de la naturaleza y perdido en la nada, resultó ser un bastardillo, un enajenado, un error entre ser y no ser, que rehuye del primero para negar el segundo.
Abandonado por sí mismo en los parajes desoladores del desierto que es la naturaleza para todo aquello que no le pertenece, este fabuloso ser increado y vacío de sentido halló algo infinitamente más fascinante y terrible que la naturaleza: la libertad.
Enceguecido, enamorado, enloquecido por ella, corrió. Subió a las montañas, bajó hasta los montes, nadó por el mar. Entusiasmado por la nada que significaba la negación del todo, se definió a sí mismo como la negación de todo ser; como el no-animal, como el no-bestia, como el no-instinto. Y en ese deseo morboso, arrogante y terrible de conquistar su ser, se llamó a sí mismo “alma”, que era no-cuerpo; “razón”, que era no-instinto. “Civilización”, que era no-bestia.
Y entonces nació el miedo. Del rechazo, del odio que sentía por la naturaleza, le dio la espalda y le negó sus más grandes misterios, sus más increíbles maravillas, y tuvo miedo de la muerte, de la violencia, tuvo miedo de la evolución, tuvo miedo de la catástrofe. Y, atemorizado, se reunió en torno a sí mismo para esconderse de su terrible Madre.
Y así comenzó a tener pesadillas. La libertad era demasiado grande, la naturaleza era demasiado peligrosa, y él se sintió pequeño, rodeado de peligros, y entrevió en su imaginación a los monstruos, y concibió cosas incluso más atroces y terribles que las que la misma naturaleza era capaz de producir. Y nuevamente se reunió en torno a sí mismo, porque sentía miedo de aquello que él mismo había creado.
Porque este ser, agonizante y herido, porfiado, engreído, aún no hallaba el lugar al que pertenecía; aún no tenía un refugio bajo el cual cobijarse. La naturaleza lo llamaba, como la madre bondadosa que siempre perdona al hijo descarriado; pero él negó su humillación (del latín humus, i “tierra, barro”), pisó fuerte la tierra, rasgó los montes, navegó los mares. Y en un intento desesperado por explicarse a sí mismo sin rendirse a aceptarla a ella, a su madre, miro hacia el cielo –hacia la nada- y entonces inventó a Dios.
En brazos de su nuevo y artificial padre, habiendo conseguido el pretexto para dormir tranquilo por las noches, se vanaglorió una vez más y poniendo la vista nuevamente en su verdadera Señora, la miró como a una esclava.
¡Qué osadía! ¡Qué arrogancia más impotente, qué acto más patético! El Hijo rebelde que huye de casa, y luego, derrotado, regresa para convertir a su progenitora en su sirvienta. Bajo el apodo satírico de “Hijo de Dios” llegó el hombre, se ubicó en la tierra e hizo a su padre decir: “Este es el mundo que he fabricado para ti”.
Y entonces el nuevo santificado ser se construyó un mundo encima del mundo que rechazó. Cubrió la tierra de cemento, apartó el sol con sus techos, secó los mares, contuvo los ríos, y correteó a los habitantes del planeta, a sus hermanos de vientre, fuera de los límites de su reino.
En su embriagadora sensación de poder se reencontró con sus pesadillas, con sus monstruos, y ya lejos de temerles, deseó domarlos, controlarlos, esclavizarlos; y así fue como se preocupó de hacer reales todos esos azotes terroríficos que nunca quiso conocer; Se convirtió en el Señor de la Muerte, en el Hacedor de Catástrofes, y fue cumpliendo con afán morboso y terrible todas y cada una de las pesadillas que llenaban sus noches de delirio.
Y una vez coronado Amo y Señor de la Vida y la Muerte, Hijo de Dios, Dueño y Rey del Mundo entero, todavía fue un poco más allá en su arrogante vanagloria, y, con todo el desprecio y la soberbia más despectiva… se “compadeció” de la naturaleza.
Domesticó al perro y al canario. Construyó el Zoológico, ayudó a parir a las bestias y germinar a las semillas. Detuvo la caza y preservó a las especies. Detuvo la evolución. Se asqueó de la naturaleza y la cambió a su gusto.
Trepó hasta los cielos. Llenó el vacío de colores y formas, explicó las estrellas y las partículas de polvo, y una vez entronado en la Galaxia, en el Universo, en el Tiempo y el Espacio, se deshizo de su muleta y acabó con Dios –porque ya no le servía para nada.

Y ahora, ¿qué?

Como el niño de rodillas rasmilladas que se cansa de imaginar mundos increíbles y fantásticas aventuras, el príncipe bastardo de repente se detiene; Ya no sabe qué más hacer.
Ha conseguido un lugar, un mundo, ha conquistado y ha vencido todas sus batallas. Ha hecho realidad todas sus pesadillas, ha doblegado a todos sus miedos. Y sólo entonces, sólo cuando consigue derrotar a la naturaleza y ganarse el derecho a “Ser”, se da cuenta que no sabe para qué lo hizo.
Si fue para negar a la naturaleza, entonces le queda todavía terminar de destruirla; pero necesita el suelo que pisa y el aire que respira. Si fue para afirmarse a sí mismo, ya ha logrado su propósito y ahora se ha vuelto inútil.
Quizás elija lo primero, y se invente un planeta, una dimensión paralela, una manera artificial de respirar –y quizás ya lo hizo.
Pero si se convenciera de lo segundo, entonces sólo cabría esperar la caída del telón. “La commedia é finita”, diría, y se sentaría a escribir profecías, a buscar señales en el cielo, en la tierra, en la galaxia, y jugaría consigo mismo a fijar fechas y a verlas pasar ante sus ojos con juguetona impaciencia; 1984, 1996, 2000, 2012…

¿En qué se ha equivocado? ¿Qué es lo que no ha comprendido? ¿Qué es lo que a pesar de haberse medido con la naturaleza hasta ponerse a su altura, aún no ha podido copiarle?

Tal vez sea que no basta “ser” para “estar”. Tal vez no basta el mundo, el tiempo y el espacio, no bastan el lugar y el origen para permanecer. Tal vez este ingenuo y temeroso ser no se ha dado cuenta que no es la vida, que no es el poder, que no es la libertad. Que lo que hace que la naturaleza, el mundo, la tierra, el universo sean eternos, perennes y rebosantes de sentido es precisamente la muerte, la destrucción, la necesidad. La conservación, antes que la preservación; la sobrevivencia, antes que la supervivencia. La alineación antes que la alienación.

Pero él es el preservado, el superviviente, el alienado; Él es el Camino, la Verdad, la Vida. Por eso está condenado a perecer, y a llevarse consigo a toda la naturaleza. Está condenado a destruir toda la realidad, a reducir el universo a cenizas. Ése es su propósito, su destino, su última finalidad; el único resultado lógico de su autocreación: hacer real y absoluto algo tan imposible y absurdo como la nada.


Inti Målai Perdurabo