domingo, 30 de diciembre de 2012

Debo hacer una confesión...



Amigos, debo hacer una confesión: dejé de escribir poesía.
No fue una decisión, fue sólo el resultado de haber tomado un camino. Por lo tanto no cabe dar motivos, sólo esbozar explicaciones. No quise cerrar este año sin hacerlo, y no tiene nada que ver con los mayas ni con las alineaciones planetarias (¿alineaciones planetarias? ¿en un modelo no-euclidiano del espacio? ¿de qué diablos me están hablando?) ni con nada fuera de mí mismo, sino que en tanto vivo un cambio, acuso recibo de ese cambio y noto cómo ese cambio se manifiesta, sentí en mí la necesidad de comunicárselo a quienes les interese saberlo. Quizás algunas de estas experiencias a alguien más puedan servirle.
Ya no recuerdo muy bien en qué momento abandoné mi nombre de familia, “Miguel Álvarez”, y empecé a firmar con este extraño apodo, “Inti Målai”. El primer poema en mis cuadernos que aparece firmado así es Contrapoema vigésimo, una parodia del poema 20 de mi siempre despreciado Pablo Neruda. En mi poder tengo todavía las primeras impresiones que hice de El Tren de las Nueve, de Ian y de Un relato de Vindheim, las tres novelas que escribí entre los trece y los catorce años, y todas aparecen firmadas como Miguel Álvarez Lisboa. A juzgar por la dedicatoria del Tren, Boris ya se había ido del colegio; por lo que deduzco que lo terminé hacia fines de 2005. Por otra parte, en Ian (que es anterior al Tren) hay un personaje que luego cambió de nombre, pero que originalmente se llamó: Inti Målai. Para el lunes 3 de abril de 2006, ese nombre empezó a aparecer en el pie de mis columnas del Clarín del Gallo. Pese a todo lo anterior, mi primer correo electrónico, “inti_malai@...” lo hice en casa de un amigo, poco tiempo antes de que en la mía hubiera internet, hacia fines de 2005 (si mi memoria no me falla), cuando todavía tenía en mi baraja de cartas mitos y leyendas el talismán “flechero”, y que esa misma noche cambié por una ruma de naipes sin ningún valor.
Con todo, hoy Inti Målai ha terminado por ser el nombre y Miguel Álvarez el pseudónimo, el nombre de fantasía, el que figura en listas de colegio y de universidad, el que tiene R.U.T. y cédula de identidad. La muerte de Miguel Álvarez y el nacimiento de Inti Målai, lo considero el proceso más importante de toda mi vida. De él dependen todas las cosas que pasaron en ese tiempo, y en parte todas las que están pasando ahora, y las que están a punto de empezar.
Hoy puedo mirarme con la frialdad de la distancia y decir muchas cosas acerca de ése Inti Målai. Hacerlo ha sido mi paso más importante en la superación de sus errores y en la destrucción de sus engaños, para seguir adelante. En este ensayo quiero compartir con ustedes algunos de los pasos que esa transformación ha significado. Siento que, así como soy y me veo el día de hoy, es necesario presentarme de nuevo; muy pocas cosas pueden darse por sentadas entre él y yo.
Una de las posibles razones por las que dejé de escribir poesía, es que me alejé de Osorno. Sin duda (y lo reconocí siempre) la poesía no era mía, era de Osorno, de sus noches, de sus calles, sus olores y sus personas (aunque no todas sus personas). Desde que puse pie en Santiago todo fueron versos débiles, tristes, apenas motivados por el nostálgico recuerdo de la ciudad que me hacía falta. Y de una musa, que -al menos cuando recién llegué- también me andaba faltando.
Porque si de algo puedo estar seguro, es que comencé a escribir poesía cuando asumí, ya más como parte integral de mí mismo que como un vaho molesto en el transcurso de mis días normales, que estaba enamorado. Crucé miradas con la primera musa (la importante) en 2004 sin ninguna duda, y hasta 2008 no logré sacarla de mi cabeza. Es divertido darme cuenta de eso ahora, porque los primeros poemas que escribí (casi todos plagios de letras de canciones) evadían maliciosamente el leitmotiv maldito, el “clásico y cursi” tema de todos los rimadores, el que yo quería evadir a toda costa... pero el esfuerzo no me duró más de una treintena de páginas.
En ese mismo tiempo apareció en mi camino el gran maestro, el sombrío personaje que entre malas traducciones en internet y un puñado de poemas que apenas entendía, marcó mi vida para siempre: Aleister Crowley. Fue una cita ocasional; aún no había leído nada de él por referencias a bandas de rock, creo que para ese entonces ni siquiera conocía a Ozzy Osbourne o Led Zeppelin. (La forma como se apareció en mi vida fue tal cual como Dante se entera de la existencia de Beratrix Alkemiax en Verde, la novela). En otros viejos cuadernos (que tengo aquí conmigo mientras escribo) encuentro escrito Do what you will shall be the whole of law en páginas completas (¡maldita sea! ¡Estaba al borde de la esquizofrenia!) y estos, por lo que recuerdo, deben ser de 2006 también. Caligramas, traducciones, dibujos, y en todos: Crowley, Crowley, Crowley.
En 2005 escuché por primera vez al grupo Mägo de Oz, y en una canción de ellos es que aparece la cita. Nada consigue evadir dicha fecha; y por lo mismo, puedo decir con toda confianza que hacia atrás: hay nada.
Hoy me doy cuenta que en esos años no sabía nada de Crowley. Descargué sus libros, me compré otros, abordé con arrogancia sus galimáticos poemas y a pesar de todos mis esfuerzos nunca entendí una sola palabra. Todavía hoy muchos pasajes son para mí, por decirlo menos, oscuros. Pero en ese entonces, no era Crowley el que necesitaba ser entendido; era yo.
Algo que me consolaba era darme cuenta de que sólo yo -al parecer- entendía a Frater Perdurabo. Cuando me empecé a relacionar con los metaleros (esa curiosa especie de la fauna urbana que siempre me ha simpatizado bastante) empecé a descubrir lo desviado de sus lecturas, lo inexacto de sus referencias, y mientras más personas me hablaban de él, más me convencían de que su oscuridad se desvelaba sólo para mí. En cierta forma la oscuridad que rodeaba a la Bestia 666 era la misma oscuridad que yo sentía que me rodeaba en ese momento. The key of joy is disobedience. Love is the Law; Love under Will. Citas, citas, citas. Frases que amalgamaba en mi cabeza con completo descuido, que interpretaba a mi sazón, que leía como yo quería... para salvar mi sanidad mental.
Al final eso fue lo que hice; salvarme a mí mismo, a despecho de los demás. Pasé por encima del respeto y la compañía de mis mejores amigos (y hoy entiendo y agradezco su buena disposición de quedarse a mi lado), de mi familia, de todos mis conocidos, y me encerré en mi cabeza, en mi mundo, en Osorno, en mi musa: y en mi Poesía.

Quiéreme como a tu madre,
Y admírame como a un mentor.
Cuídame como a tu perro
y adórame como a tu dios

Estos cuatro versos (del poema Esquirla de un sinécdoque profético) condensan todo lo que fue ese desmedido, rayano en lo enfermizo, colérico y apasionado episodio de megalomanía que caracterizó casi toda mi adolescencia. Ahora que lo veo con más claridad me doy cuenta que no es más que una respuesta natural, tal vez no la más sensata pero sí la menos dolorosa, de evitar reconocer los propios defectos: reducir la realidad al estatus de la mente.
Creo que fue por eso que leí tanto de ocultismo en aquellos años. “Todo es mente”, “el templo de Tebas está cerrado para los profanos”, “no déis perlas de comer a las bestias” y todo ese menú de frases oscuras y sectarias con las que los escritores perseguidos conseguían fanáticos eran para mí una manera de hacer lo mismo frente a ese colegio que me odiaba, esa niña que me despreciaba, y esos compañeros de curso que se burlaban de mí: todos están mal, decía, y yo estoy bien; soy un hombre del pasado mañana.
Releo mis cuadernos de poesía y encuentro señales de eso en todas partes. Comenzó por ser una broma, pero después de un tiempo creo que había terminado por creerme, efectivamente, “la reencarnación de Jesucristo” (tomé al mesías de la religión que había abandonado, lo traje a la que empezaba a abrazar, y no contento con eso, lo sumergí en mi nueva cosmología ¡y después lo identifiqué conmigo mismo! ¿Qué clase de arrebato de egocentrismo es ése?). Transitaba entre la luz y la oscuridad, entre la biblia y la música de Black Metal, entre el servidor público que escribe el Clarín del Gallo y el vándalo juvenil que patea cuadernos y arroja sillas por los pasillos. En definitiva, intentaba hacerme cargo de la Ley de Thelema que creía ser el único en entender: Haz lo que quieras.
Al final todo era una estúpida gimnasia mental para nunca equivocarme, para nunca asumir mis errores, para nunca enfrentar mis defectos. Lo que luego llegaría a ser un retorno al geocentrismo comenzó en el microcosmos, con esa frase despreciable que algunos todavía me sacan en cara y que quedó (vergonzosamente) inmortalizada entre mis apodos del anuario de colegio: “yo soy el punto de referencia”.
En ese tiempo empecé también a referirme a mí mismo como “el gran mentiroso”. Una idea que no era mía pero con la que me identifiqué plenamente (se la debo a dos de mis grandes amigos de ese entonces) era que la verdad era relativa a las mentiras bien contadas. Todo se fue desintegrando a mi alrededor, y yo me fui quedando como el eje, el Sol, el centro del universo que decía: La única verdad es que todo se puede negar. O, como quedó más fielmente expresado en la Máquina de Escribir averiada: “La realidad es un acuerdo de caballeros donde todos hemos convenido imaginar lo mismo”; “la verdad es la mentira que nadie pone en duda”; de suerte que mentir era hacer Magick: provocar cambios en conformidad con la Voluntad. Así, yo, (“¡yo! ¡a mí! ¡a mí!”) el gran mentiroso, me convertía silenciosamente en Dios.
Todo lo que hice, dentro y fuera del colegio, durante el año 2007, fue una manera de probarme eso a mí mismo. Nadie podía atraparme; todos mis actos vandálicos quedaron impunes (salvo uno o dos que comprometieron la ineptitud de otros, o así lo veía yo entonces), todas las autoridades fueron burladas por mis (nuestros, mejor dicho, pues nunca estuve solo) envites, todas las huellas fueron borradas; y aunque todos los ojos pesaban sobre nosotros, podíamos llegar en la mañana, esbozar una sonrisa gigante y saludar con perfecta y horripilante hipocresía. El Gran Mentiroso en gloria y potestad.
Mi cuasi-expulsión hacia fines de Mayo de 2008, lejos de bajarme los humos, los subieron a fronteras insospechadas. No fue una herida a mi orgullo, todo lo contrario: ahora no sólo era un Dios, sino que además era un mártir. ¡Yo era más grande que el sistema! ¡Un títere de la Democracia! ¡El Príncipe Feliz, el Espantapájaros Inmolado! Un sentido retorcido del altruismo había campeado en mi alma: Proteger a los míos, hacerme grande en el sacrificio, en la inmolación, en la causa justa. Ya no era como cualquier otro pendejo egocéntrico con delirios de grandeza: era uno que se sacrifica por los demás.
Los dos meses que pasé en el limbo de no tener colegio ni futuro fueron caldo de cultivo de todas estas ideas. Debo reconocer que la soledad de ese período me hizo sumamente mal, aunque a mis ojos en esos días era sumamente bueno. Había llegado a fundar mi propia religión, y ahora tenía una historia para que el profeta fuera recordado. Fue en ese tiempo que acogí en mi nombre el de mi maestro, Perdurabo, para renovar la misma promesa que él: Perduraré.
Cuando volví a entrar a clases, en un colegio nuevo, lo hice aparentemente renovado, pero en realidad no era cierto; sólo había trastocado mi conducta para que estuviera a la altura de un dios avatárico, de un ser perfeccionado que sabe quién es y que no tiene que rendirle cuentas al mundo. Pero esa faceta rápidamente me empezó a tambalear; conocí personas nuevas, diferentes de las que yo había conocido hasta entonces, y me di cuenta del enorme valor que puede tener el empezar de cero. Nadie sabía de mí ni del Clarín del Gallo, nadie había escuchado hablar de mi religión, de mis libros, de mi musa, de mis actos vandálicos. Venía llegando fresco y la gente me daba una oportunidad (¡la que tanto necesitaba!) para hacerme reputación desde la nada.
Hubo personas infinitamente valiosas para mí en esa transición, algunas de las cuales a estas alturas conservan sólo ese lugar nostálgico en mi vida, si bien los menos son quienes hoy todavía están y a los que todavía puedo llamar amigos.
En mi colegio (mi colegio) tuve, además, la oportunidad, no censurada sino celebrada, de manifestar mi ego hasta sus últimas consecuencias. Leía poesía, compartía mis poemas, pero sobre todo, era reconocido en mis méritos por lo que hacía. Lejos de potenciar mi egoísmo eso obró de una forma completamente distinta; me ayudó a abrirme a los demás, a enfrentar con un poco más de valor la realidad, y el dictum del “acuerdo de caballeros” empezó a tambalearse satisfactoriamente.
Mi religión poco a poco fue quedando en el olvido, y comencé, como un enfermo mental grave, a sublimar y transferir mis traumas hacia el mundo exterior, el mundo más lejano, con el fin de proteger y preservar el interior, el círculo cercano de mi familia, mis amigos -los antiguos y los nuevos- y el colegio que (en ese momento) ya tanto amaba. En ese tiempo se me empezaron a escuchar cosas como el politeísmo egipcio, el animismo, y mi delirante creencia de que los dioses (“los” dioses) huilliches estaban detrás de mi afamado talento para escribir. Lo que era arriba era como lo que era abajo, y lo que era abajo ya había sido arreglado por mi cabeza para que fuera tal cual como yo lo necesitaba.
Si en el primer colegio se me condenaba todo lo que hacía por propia iniciativa, en el segundo me lo celebraban. Nunca más me tiraron las orejas por responder irreverentemente una prueba, o no entrar a clases, o cambiar la música de ambiente en un evento escolar (en uno de esos intercambios, dicho sea de paso, perdí mi atom heart mother y mi antichrist superstar, ambos pirateados). Si en el primer mundo iba por ahí, delirando y sufriendo la indiferencia de la musa ingrata, aquí tuve la oportunidad de hacer la prueba de jugármelas por alguien y obtener frutos de dicho esfuerzo; una moraleja para nada despreciable.
A mediados de 2009, como mis íntimos saben, un episodio desagradable marcó el fin definitivo del Gran Mentiroso, y la destrucción afortunada de mi propensión insana a las mentiras. Una frase fue la que derrumbó para siempre ese bastión de mi espíritu, y me la dijo uno de mis mejores y más queridos amigos: “Eres muy buen mentiroso. Te he visto mentir de forma descarada a casi todo el mundo, sin un sólo gesto que te delate; así que no puedo creerte que estés arrepentido”.
Pero para ese tiempo ya no necesitaba mentir. ¡Todo empezaba a caer bajo su propio peso! Me daba cuenta que quizás ser yo mismo no era tan malo después de todo, a ojos de los demás. Gané premios de poesía y de literatura, participé con excelentes personas en cortometrajes y documentales y eventos públicos. Incluso tuve la oportunidad de pararme frente a un público y leer poesía, siendo presentado por fin no como Miguel Álvarez, sino como Inti Målai Perdurabo.
Pero seguía siendo el mismo megalómano semidiós de siempre.
A menudo digo que cuando entré a estudiar filosofía fue para aprender algo nuevo. En parte eso es cierto, pero quizás no tanto. En esos momentos yo estaba tan seguro de quién era, de lo que haría con mi vida, y de lo que conseguiría con ella, que el camino se me mostraba grande y sencillo; era cosa de llegar a Santiago, seguir escribiendo, poner al mundo a mis pies con mi talento, y triunfar en lo que siempre había triunfado, para honrar así a esos dioses huilliches que vivían en mi imaginación. Por lo tanto, estudiar filosofía sólo era otra manera de llamar la atención. Podría haber sido cualquier cosa; pero tomé la precaución de no elegir literatura, para poder marcar siempre mi desprecio por el academicismo; yo estaba más allá del academicismo. Ellos debían leerme a mí, no al contrario.
Pero Santiago, afortunadamente, tuvo la forma y la sequedad hostil del mundo real. Desnudó mi egolatría con una ráfaga impertinente de seriedad e indiferencia, y cuando llegué ya no era “el poeta”, ya no era el “Espantapájaros Inmolado” ni nada: no era nadie, es decir, era cualquiera. Mis ideas, mis convicciones, mis definiciones violentas de poesía, mis alucinaciones mágicas de los parajes del sur y de las tormentas huilliches fueron sólo eso: alucinaciones. “Otro sureño chauvinista”, y nada más.
Nada me gustaba más que tener enemigos, gente que me odiara, que me mirara de reojo, que pensara en mí. Aquí no había ni siquiera eso: sencillamente, yo importaba menos que una cáscara de castaña.
Pero lo mejor, lejos lo mejor de todo, fue que conocí (y ¡oh, las escuelas de humanidades son zoológicos de este tipo!) a otros avataras. Como estudiar humanidades es tan alternativo, tan especial, tan diferente, osado, rompedor, muchos de quienes allí estaban (excepción hecha de los que habían llegado a asumir cargos políticos designados previamente por sus sectarios partidos, y los que dando bote fueron a parar a lo más “fácil” en la institución más “difícil”) eran otros que, como yo, sentían que habían llegado para predicar verdades, superar adversarios y conquistar el mundo. Y vi en sus desagradables gestos, en su molesta forma de expresarse, sólo un reflejo grotesco de todo lo que yo creía ser... y me di asco.
Una a una todas mis pretensiones, todos mis delirios de grandeza, se han ido derrumbando. Hasta hace poco la última y más persistente, la de creerme músico, también terminó por desaparecer. Sólo ahora, después de la desagradable experiencia de notar que me odiaba a mí mismo (¡como si mi maestro me lo hubiera estado susurrando todo este tiempo!), puedo darme cuenta y reconocer en qué -y por qué- he cambiado. Y se siente bien.
Dejé de escribir poesía, como les confesaba, y debo decir que no me siento mal por ello; tal vez era cierto lo que dijo alguna vez Rimbaud, y la poesía es para la adolescencia. Me he dado cuenta de una cosa, muy importante, y es que, como dicen que dijo Beethoven, el genio es 5% talento y 95% esfuerzo. Quedarse con el 5% que la naturaleza da (o la reencarnación hereda, o los dioses huilliches conceden, da lo mismo) es, y debo decirlo con estas palabras: Cobarde.
“Podría vivir encerrado en una cáscara de nuez, y sentirme rey de un espacio infinito”, decía Hamlet. Bueno pues, creo con Hesse que “para nacer hay que romper un mundo”, y ese mundo no es sino la cáscara de nuez, la “tortícolis metafísica” de la que me advirtió alguna vez Fernando Riveros aludiendo a Parra (o a Jodorowsky, mi memoria no es tan buena).

Creo que el dolor es un esfuerzo para nacer;
que el mal es la sombra o el error del bien;
que el hombre trabajando debe conquistar su ser;
que el bien es el amor, y que Satán no es nada”.

Nada puede caracterizar mejor mi espíritu en el momento actual que este pasaje de Eliphas Leví. Lo contrasto, por fin, en toda su belleza y simplicidad, con los cuatro versos que más arriba cité de mí mismo. ¡El hombre trabajando debe conquistar su ser! ¡Trabajando!
Me aburrí de los pasajes oscuros, de los escritores iluminados, de los Zoroastros y los Budas que “han visto” y ahora han bajado a profetizar. Me aburrí de los artistas al peo que dicen: “mi arte no es malo, sólo es demasiado profundo para ser entendido”, me aburrí de los poetas que escriben puras webás y de los músicos que llaman “progresivo” a sus mediocres abusos de las escalas pentatónicas. Me aburrí de los semidioses a los que “todavía no les llega la hora”, porque ya que vengo saliendo de esa marisma me doy cuenta que sólo es cobardía, inmadurez, y un recatado sentido de la mediocridad.
Es por eso que decidí aplicarme en una rama completamente diferente: la así llamada Filosofía analítica. ¡Nada de oscuridades, nada de misticismo! Hable claro, sea conciso, hágase entender y si no tiene nada que decir: calle. Me quedo con la lógica y la matemática, porque hay algo que decir al respecto, porque hay una manera de equivocarse, de comparar resultados, de discriminar. No basta con hallar la verdad; hay que demostrarla.
Así, los nuevos desafíos que tengo a la vista en este momento son quizás más hermosos, por cuanto será más difícil alcanzarlos, que antes. En efecto, “el verdadero espíritu del deleite, de exaltación, el sentido de ser más grande que el hombre, que es el criterio con el cual se mide la más alta excelencia, puede ser encontrado en la matemática tan seguramente como en la poesía” (B. Russell). La pregunta hoy entonces es: ¿Cómo retornar a esas verdades sublimes, delicadas, brillantes y escurridizas que hay detrás de una tormenta en el sur de Chile, o en los ojos de una mujer, o en lo preciso de una bajada de medio tono o en la palabra aplastante dentro de la rima perfecta, sin embriagarse con su contemplación y sin auto vanagloriarse de su conquista? ¿O será que quizás no hay nada que explicar, nada que conquistar, que quizás baste con disfrutarlas, deleitarse con ellas, y que para el escritorio, el mundo, el libro, mejor es escribir de aquello que puede decirse, comprenderse, debatirse, defenderse?
Esta es la gran conclusión que saco de los últimos siete años de mi vida, y me gusta. No quiero tener discípulos, ni adeptos, ni escribir gruesos volúmenes llenos de ambigüedades y sofismas para que pendejos inadaptados me lean y vayan por ahí creyendo ser más grandes que los demás por ser incomprendidos; para eso tienen a Nietzsche. Si llego a ser alguien, si llego a merecerme un aplauso, un estrechón de manos, un premio, una felicitación, que sea por mi esfuerzo y no por mi misterioso y siempre agradecido talento de escribir bonito.
Hay misterios allá afuera, en la naturaleza, en el mundo, e incluso en la mente humana, que por el monopolio de los místicos y los escritores rebuscados han permanecido varados en la rivera de la literatura; pero hay algo que decir al respecto. Algo hacen las cartas del Tarot, algo hace temblar las ollas en las casas embrujadas; algo nos observa allá afuera, desde lo alto, algo se pasea por nuestras nubes... y no está tripulado por seres humanos. Todavía hay algo que saber acerca del mundo; mi concepto de “ciencia” pues no debe ser confundido con eso a lo que hoy llamamos ciencia, eso que los científicos hacen y que los ateos, los positivistas y los desencantados tristes hombres de nuestro tiempo admiran y temen tanto. ¡No! La ciencia es una disposición anímica, una creencia primigenia, una fe inquebrantable; la misma que guía el sentido original de la Filosofía, de la Gran Obra, y de todo el quehacer humano comprometido con el sentido puro y más perfecto del saber: Conocerlo todo, en el más desnudo y completo sentido de la realidad.
En este sentido he cambiado; en esta dirección voy. Agradezco la compañía infinitamente sana y enriquecedora de los que en todo este tiempo han seguido cerca, no me han descuidado una palabra y a los que yo también he tratado de no descuidar jamás. Esos con los que nos vemos poco pero siempre que nos volvemos a reunir, es como si nunca nos hubiéramos separado. Esos que todavía me escuchan. Esos que todavía me discuten. Esos que todavía me critican, no por burlarse de mí, sino por no temer decirme lo que piensan. Será agradable el día en que nos volvamos a encontrar, nos volvamos a conocer, y pese a todo, sigamos siendo amigos.
Hay diez nombres a los que va dirigida esta dedicatoria. Sé que ellos saben quiénes son.
Y bien, eso sería todo. Gracias por su atención y ¡feliz año nuevo!


Inti Målai Perdurabo

El fin de la poesía parece ser una obra poética de incalculable valor...

(Anotación en mi último cuaderno de poesía)

domingo, 4 de noviembre de 2012

Sócrates y el Sofista


A todos nos suena más o menos la historia de Sócrates y los sofistas. Éstos últimos eran destacados y célebres profesores de retórica y filosofía en la antigua Grecia, y el primero era un caballero con mucho tiempo libre. Un día llegó un ateniense, desconcertado, diciendo que el Oráculo de Delfos (la más importante pitonisa de la antigüedad) había contestado a la pregunta: ¿Quién es el hombre más sabio de Grecia? Con: “Sócrates”. Cuando esto llegó a oídos del susodicho, se asombró bastante; él mismo no se consideraba sabio, antes bien, sabía que al menos todos los grandes magistrados y sofistas debían ser más sabios que él puesto que cobraban mucho dinero por sus enseñanzas, siempre eran bien recibidos en todas partes, escribían las constituciones de los Estados griegos y todas esas cosas que hacen las personas sabias. ¿Por qué al Oráculo se le había ocurrido decir semejante tontera?
Intrigado, Sócrates fue a buscar a los Sofistas para demostrarse a sí mismo y a los demás que la pitonisa se había equivocado. Al encontrarlos, no le quedaba más que preguntarles por el asunto más pequeño, más banal, más sencillo... y esperar a que ellos desplegaran su enorme sabiduría.
Pero algo salía mal. Cada uno de estos sofistas le hacía bellos y pulidos discursos, pero ninguno sobrevivía a una corta tanda de preguntas agudas. Ahí nuestro amigo se dio cuenta que la pitonisa tenía razón; porque mientras los sofistas decían ser los más sabios sin serlo, él, que tampoco lo era, al menos lo sabía y lo reconocía. Así fue como Sócrates se hizo sabio buscando la sabiduría, nunca poseyéndola. (Al final la gente terminó cansándose del pobre Sócrates y, haciendo gala del poder que da la siempre sana democracia, como es bien sabido, lo mataron y siguieron sus vidas en tranquilidad. Pero eso no viene mucho al caso ahora).
¿Cuál fue la diferencia crucial entre Sócrates y el Sofista? Sencillamente, esta: el Sofista es un maestro del convencer; Sócrates era, en cambio, un maestro del conversar.
Cuando se trata de entender el mundo siempre hay dos caminos que deben recorrerse, indiferente de que tomemos uno y el otro después. El primero va de adentro hacia afuera; sea consciente o inconscientemente, todos tenemos una forma de ver el mundo, de entender los hechos, de valorar y de priorizar todas las cosas. La realidad cobra sentido y toma forma ante nuestros ojos, determinada siempre, en mayor o menor medida, por nuestra experiencia y nuestros sentimientos. Y esto es lo que entendemos por configurar un mundo.
Pero luego viene el segundo sendero. Al final del primero, sólo somos nosotros y el mundo, un mundo vacío, poblado de sombras. Si nos quedamos ahí y no recorremos un segundo camino hacia los demás, entonces caemos en una aburrida y triste tolerancia a la subjetividad: Todos tienen razón. El mundo por sí mismo no existe, sólo los mundos, el de cada uno, y todas nuestras creencias tienen la misma calidad de primera persona que tienen nuestros gustos, por ejemplo, como el gusto por el pan con mantequilla. También hay otra posibilidad, la que a mi parecer es la más peligrosa de todas: Una intolerancia objetiva: Sólo yo tengo razón. El mundo es como yo lo veo, y todos los demás están equivocados. Todas las creencias de los demás deben ajustarse a la mía, a mí punto de vista, para corregirse; de lo contrario, están en un error.
La primera nos lleva al laxo y cobarde sentimiento de igualdad que llamo habitualmente “Democracia-con-mayúscula”. La segunda, por otra parte, nos lleva al lugar opuesto, al prepotente y estéril sentimiento de superioridad al que podríamos llamar el “Fascismo-con-mayúscula”.
La alternativa a estas dos soluciones es la del segundo sendero que en breve voy a describir. Es la solución de Sócrates, a diferencia de la de los Sofistas, que se quedan pegados en las anteriores (Protágoras de Abdera, uno de los más eminentes sofistas, dijo: El hombre es medida de todas las cosas; de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son. No hay, a mi parecer, mejor manera de ilustrar la tolerancia a la subjetividad).
Si yo estuviera solo en el mundo, y todo a mi alrededor fuera un huracán de colores y formas, luces y sonidos desconcertantes, yo podría preguntarme el por qué de todas esas cosas y conformarme a mi sazón con cualquiera de las respuestas; en efecto, qué cosa sea aquello sólo será importante, relevante y valioso, para mí.
De la misma forma, si yo estuviera en ese mundo y a mi lado hubiera otros, pero yo no pudiera comunicarme con ellos... cada uno de nosotros tendría ante sus ojos un mundo diferente, y para cada uno los demás no serían otra cosa que manchas particulares en ese telón de manchas que se nos presenta ante los ojos.
En “La Máquina de Escribir Averiada” ilustré, hace muchos años ya, una poderosa intuición que sólo en el último tiempo he podido concretar y formular con mayor precisión; no podemos negar que el Mundo se configura por entero en nuestra subjetividad, por lo tanto, no hay realmente razón para creer que no pueda la realidad completa ser consumida por nuestros pensamientos (como le ocurre, al final, a Ying Ian, mi extraña protagonista que se queda sola en una isla, rodeada de gaviotas y en compañía de una calavera). Sin embargo, esa reducción del afuera al adentro sólo opera (en la práctica) para personas que están solas en una isla, o se pasan la vida en una cómoda habitación junto al fuego, o se marchan a la montaña o se pierden en el bosque para hallar “la verdad”. ¡Cómo no hallar la verdad en tales condiciones! Pues en la soledad el asceta no necesita más que a sí mismo para llegar a una conclusión y decidirse, en cualquier momento: Sí, es ésta. La he encontrado.
Pero ocurre diferente aquí, en el mundo donde estamos. Tenemos personas a nuestro alrededor, compartimos espacios comunes, presuponemos que ellos también viven y también piensan (no son autómatas cartesianos, ni zombies, ni actores de un gigantezco Truman Show). Pero no lo presuponemos en vano; lo presuponemos porque de hecho tenemos una forma de comunicarnos; tenemos Lenguaje.
Consideremos una vez más al hombre solo en medio de su mundo de luces y sonidos. Tomémoslo, y coloquémoslo en una silla, en un banquete, junto a Sócrates. Este hombre, que cree ser el poseedor de “la verdad”, se la expondrá a Sócrates, y ¿qué es lo que pasará? Sócrates le preguntará de vuelta, le propondrá problemas que él no ha sido capaz de responder. Y entonces su mundo se tambaleará, y se dará cuenta de que tal vez no estaba tan en la verdad como parecía. Pero ¿qué le queda por hacer? Sócrates le ofrece una nueva visión de las cosas, al menos, la visión de una persona diferente a él. Si antes era él el que miraba y se respondía a sí mismo, ahora tiene a Sócrates. Tiene tres alternativas: Dejar a Sócrates en su mundo y quedarse con el suyo propio (tolerancia a la subjetividad). Si no, puede tratar de convencer a Sócrates de que está en un error, y obligarlo a que vea las cosas como él las ve (intolerancia objetiva). O puede recorrer el sendero que le falta, y conversar con Sócrates, fijar aquello en lo que están de acuerdo, y a partir de ello, configurar un mundo que tanto él como Sócrates compartan. ¿Significa esto que renuncia él a sus convicciones anteriores? No, para nada. ¿Significa que abandonará la pasión, el compromiso y el sentimiento íntimo de sentido que su búsqueda tenía en un principio, para conformarse con una fría y calculada discusión bizantina? No, tampoco; significa sencillamente que recibirá los puntos de vista de Sócrates e intentará conciliarlos lógicamente con los suyos; al final, es cierto, algunas cosas tendrán que ser desechadas. Pero no porque Sócrates le convenza de quitarlas, sino porque a la luz de lo que Sócrates intente mostrarle, se hará evidente para él que aquellas cosas no cuadran bien con la evidencia. ¿Y qué es la evidencia? Pues, lo “dado”: Esas cosas que andan por ahí, desde el cielo y las estrellas hasta el pelo y las uñas, y desfilan ante nuestros sentidos interactuando con nosotros y diciéndonos constantemente: somos algo distinto a tí, estamos afuera.
El segundo sendero requiere algunos acuerdos metodológicos, que no necesariamente tienen que ver con los acuerdos de fondo a los que la conversación espera llegar. Por ejemplo, necesita asumir que hay tal cosa como un lenguaje que permite la comunicación. Un sordo que escribe chino y un ciego analfabeta probablemente seguirán viviendo en sus propios mundos toda la vida, y su conversación no llegará muy lejos. Pero también necesita asumir algo que, de un modo sumamente laxo, llamaremos “lógica”. Cuando uso esta palabra no estoy pensando en algún sistema formal en específico sino en lo que más intuitivamente entendemos por ella; que cada paso que da la argumentación es consistente con lo anterior, y que hay algunos pasos que no son lícitos, por ejemplo, los que llevan a contradicción (Aristóteles decía que el principio de no-contradicción es tan evidente que nadie puede negarlo sin contradecirse a su vez; Avicena, de una forma mucho más ilustrativa, decía que todo aquel que niega la no-contradicción debería ser azotado y quemado hasta que reconociera que no es lo mismo ser azotado y quemado, que no ser azotado y quemado).
Este último punto -el de la lógica- es para mí el más importante de todos, porque es el que distingue la conversación del convencimiento (propio de la intolerancia objetiva). Todos tenemos una forma de ver y entender el mundo, pero la disposición a girar el ángulo de observación y notar cosas diferentes sólo conversando con los otros es lo que permite y faculta a la inspección lógica, y en última instancia, a la claridad conceptual. La lógica es, me atrevo a decir, la única y más poderosa herramienta de aquel que busca dar con una teoría total de la realidad y ser a la vez capaz de defenderla.
Sin embargo hay otra cosa que no es precisamente una configuración de mundo aunque muchas veces se presenta como tal: los modelos de interpretación. La diferencia crucial radica en esto: las configuraciones de mundo son nuestra manera subjetiva de construir lo que “hay” y hacer coherente “lo dado”; son, por lo mismo, susceptibles de ser defendidas, criticadas, analizadas, ampliadas y corregidas en una conversación o en la sencilla experiencia de la vida (como la del hombre que abandona o abraza una fe después de una experiencia límite. Ya en otro ensayo* defendí que la creencia o no creencia en Dios no es una mera cuestión de gusto, es un compromiso ontológico de la más alta importancia). Pero un modelo de interpretación es una nomenclatura cerrada (ya aclararé qué entiendo por eso) que explica máximamente la realidad en términos abstractos.
En el siglo II después de Cristo surgió una secta llamada “Gnosticismo” en el seno del emergente movimiento cristiano. Hubo incluso un tiempo en que la gente, en el imperio romano, decía que ser gnóstico era indistinto de ser cristiano; a tal punto llegó su difusión. Pero llegaron tarde o temprano a desaparecer. ¿Por qué? Porque mientras las doctrinas de los cristianos, en diálogo con la filosofía neoplatónica, se enriquecieron y prosperaron hasta convertirse en un poderoso canon metafísico y soteriológico, los gnósticos perseveraron férreamente en sus convicciones y al final se quedaron sin adeptos; en efecto, a la luz de las conclusiones racionales de los neoplatónicos y los cristianos helenizados las doctrinas gnósticas eran evidentemente falsas.
Pero la terquedad de los gnósticos no era sólo consecuencia de su espíritu y su convicción, sino de algo que llamaré nomenclatura cerrada: en la configuración de mundo de los gnósticos la gente que no compartía sus creencias era explicada en términos de su misma configuración del mundo. En efecto, para los gnósticos las encarnaciones eran por grados: los que estaban en el más alto grado eran los elegidos, los iluminados, los gnósticos; y los grados inferiores eran los cristianos y los paganos. Todos tenían un rol místico y un fin predefinido. Las doctrinas con esta característica también se conocen como autodefensivas; Si te conviertes al gnósticismo, pues, ¡genial! Eras de los bacanes. Y si no crees en el gnosticismo, o lo encuentras estúpido, o tienes razones para no creer en él, no te preocupes; ya reencarnarás en una forma más elevada que te permita ver la verdad.
Las doctrinas cerradas (autodefensivas, de “tómalo o déjalo”, o como se las quiera llamar) comparten todas la insana cualidad de no ser susceptibles de crítica, porque toda crítica está presupuesta y explicada dentro del mismo sistema. La mayoría de los fundamentalismos cristianos y religiosos en general gozan (o adolecen) de este trágico defecto, así como las teorías holísticas que incurren en la falacia del historicismo (cuya forma típica es esta: “Tu tesis es falsa y tu argumento inválido, pero crees en uno y otro porque estás condicionado por el espíritu de tu época para hacerlo”).
Si la verdad no puede ser descripta en su totalidad; si no es posible llegar a un sistema metafísico capaz de explicarlo todo (como me gusta creer), al menos tenemos que aceptar que podemos acercarnos cada vez más a esa verdad, por medio de la investigación científica, filosófica, y las experiencias numinosas y espirituales (las tres a un mismo nivel de importancia y relevancia). Y para poder acercarnos (a menos que queramos ser como el asceta en su cueva) a esa verdad, cada vez más, es necesario aceptar que tenemos medios para hacerlo.
Alguien ahora podría decirme: ¡Ah! Todo esto que has hablado y normado es una doctrina cerrada a su vez; intentas abarcar todo lo que se puede decir o no se puede decir acerca del mundo, y dejas un lugar reservado para los que no piensan como tú. Considero que esta crítica no aplica, puesto que no estoy proponiendo ninguna teoría o concepción del mundo, sino una metodología de análisis, que no es lo mismo. Por decirlo así, estoy haciendo descripciones a un “nivel” del lenguaje, no del tema a tratar; en ningún momento me he pronunciado acerca de qué es lo que creo que “hay” en el mundo, o cual es el sentido de la existencia. Sin embargo, si a alguien no le parece, le invito a que me escriba y me argumente fundamentadamente por qué piensa que estoy en un error.
Todos tenemos el derecho y la libertad (me parece evidente) de no querer discutir acerca de estas cosas; siempre hablar de fútbol o de cine va a ser más entretenido. Mientras podamos seguir haciendo lo que siempre hacemos, no hay necesidad -al parecer- de meterse en estos temas. Pero para quienes sienten la pulsión y la necesidad de resolver los misterios y de llegar al fondo de este como de todos los asuntos, la puerta permanece siempre abierta; o mejor dicho, cerrada, pero sin llave. Tan sólo hay que descubrir qué se empuja para que se abra. Para los que quieren cruzarla solos, está la montaña. Pero para los que quieran seguir viviendo, aquí está la plaza, la mesa, el bar. Todo lo que pueda discutirse será discutido, todas las ideas se remecerán, todas las convicciones dudarán, y al final quizás quede menos que al principio; pero será inconmovible. Soy de la convicción de que esto es de lo que se trata la filosofía, finalmente. Al final llegaremos cada vez más lejos, sabremos cada vez más, y nuestra configuración del mundo será cada vez más consistente. Que todo lo que pueda decirse, se diga, y, como dijera un filósofo, de lo que no se pueda hablar: Vale más callar la boca.

Inti Målai Perdurabo

viernes, 10 de agosto de 2012

Bocetos teológicos



(...) por el contrario, hallo que sólo puedo aceptar un sistema de conocimientos, en el cual puedan caber sin mutilaciones los míos

Moritz Schlick

El principio puede ser expresado positivamente: en asuntos intelectuales, sigue tu razón tan lejos como te lleve, sin importar ninguna otra consideración. Y negativamente: en asuntos intelectuales, no pretendas que son ciertas las conclusiones que, o no han sido demostradas o directamente no son demostrables. Esto entiendo como significado de la fe agnóstica, que si un hombre mantiene completa e incorrupta, no deberá sentir vergüenza de mirar al universo a la cara, cualquiera que sea el futuro deparado para él

Thomas Huxley

La Mano Izquierda es una postura esotérica, que probablemente constituye la más remota forma de relación del hombre con lo numinoso, el modo de contacto o vivencia mágico-religiosa de mayor antigüedad, una especie de creencia primordial. [El concepto numinoso deriva de la palabra latina numen, y define toda creencia religiosa previa a cualquier monoteísmo o politeísmo, basados en un dios o unos dioses personalizados; designa, pues, lo suprahumano y el vigor místico de la Naturaleza]”

Anton Szandor LaVey

¡Oh, sabios! Encima de vuestros cálculos, está la unidad. La unidad es el total de Dios. No hay cifra mil, no hay cifra dos; Dios sólo sabe contar hasta uno. El cielo es una inmensa constelación. No hay dos grupos de astros; sólo uno. No hay millones de lugares; no hay millones de pies, no hay distancias en el cielo; sólo hay vecindarios, sólo una familia, sólo un pueblo, y sólo un mundo. Todas las pequeñas constelaciones son falsas en lo relativo y verdaderas en lo absoluto, la Osa Mayor y Acuario y Orión son sólo acoplamientos hechos para los ojos, y que no perturban la armonía celeste; todos los astros se ven, se conocen, se atraen y se aman; se buscan y se vivifican; y algunos se casan, algunos engendran y algunos se sepultan; no hay astros solitarios, no hay astros huérfanos, no hay estrellas viudas; no hay soles perdidos; no hay un sólo rincón de la noche que esté de luto; no hay día abandonado; ¡no hay esfera alguna que no esté ella sola y por completo en el núcleo del cielo!

La Sombra del Sepulcro

Pero Dios no puede hacer nada vergonzoso ni querer nada contrario a la naturaleza. Que porque víctimas de alguna abominable perversión del espíritu nos hayamos metido en la cabeza alguna extravagancia infame, no es razón para que Dios pueda realizarla, ni que se deba contar con que tal cosa ocurrirá

Celso

Mucha gente se está alejando de las iglesias para acercarse a Dios

Alejandro Jodorowsky

QT era un robot construido para operar una estación espacial que orbitaba la tierra desde la lejanía del hondo cielo. Dos humanos, los únicos en todo el vasto desierto inoxigenado en el que flotaban, lo ensamblaron y activaron, y esperaron a verlo entrar en funciones. Pero algo no salió como ellos esperaban; QT (cutie) se negó a aceptar la supremacía del hombre, porque su razón (implementada en un sofisticado cerebro positrónico) no quiso aceptar de buenas a primeras la verdad acerca de su origen. Su cuerpo era de acero inoxidable, altamente superior al cuerpo orgánico y cerebro neuronal, frágil y de rápida descomposición, de los humanos. El robot, dotado de razón, utilizó el principio de transitividad ontológica para llegar a una conclusión falsa.
Era esperable que Cutie obedeciera al hombre, porque en efecto el hombre le había creado; pero para Cutie era altamente improbable que aquello fuera cierto. La fábula de estos seres de carbono de que existía, más allá del velo oscuro tras la ventana, un lugar llamado “La Tierra”, donde los hombres vivían y creaban al robot, le parecía demasiado ilógica.
Cutie era un robot racional. Y dotado de razón, ¿cabía esperarse que confiara en algo más que en su razón? ¿Tiene acaso algo más que su razón? El curioso filósofo de metal en pocas horas llega a la certeza cartesiana (“Yo, por mi parte, existo, porque pienso...”), y de ahí a la Gran Intuición: “Evidentemente, mi creador debe ser más poderoso que yo y, por lo tanto, sólo cabía una hipótesis (…) ¿Cuál es el centro de las actividades aquí en la estación? ¿Al servicio de quién estamos todos? ¿Qué absorbe toda nuestra atención? …Estoy hablando del Señor”. ¿Y quién era el Señor? Pues, ni más ni menos, que el Transformador de Energía de la Estación Espacial.
Ante los ojos de sus horrorizados creadores, que no consiguen reparar argumentalmente el error del robot, ocurre el surgimiento de una religión completa en torno al inerte motor del complejo espacial; ellos mismos son puestos fuera de “Tierra Santa”, confinados a ser los huéspedes del Señor pero despojados de toda su autoridad por el robot y los robots que ahora se arrodillan ante él y le llaman Profeta. Y su espanto no puede ser menor; la Estación Espacial protege a la Tierra de unas peligrosas tormentas electrónicas, y sin ellos al mando, es seguro que la humanidad está perdida; y se acaba el tiempo, la tormenta se acerca...
¿Cómo creen que termina la historia? El final es sorprendente: Llega el día, la tormenta azota la Estación Espacial, y los dos humanos, abatidos, se lamentan la destrucción de su hogar... pero nada de eso. Llega Cutie con los últimos reportes: La tormenta ha sido atajada con éxito. A decir verdad, más que con éxito: con precisión matemática. Precisión sobrehumana. Precisamente, para lo que Cutie había sido construido.
¿Cómo podía ser? La explicación era increíblemente simple; Cutie no creía en la existencia de la Tierra ni en los humanos, pero creía ciegamente en su Señor. Y el Señor le había mostrado, racionalmente, que todo el mundo (léase, la Estación Espacial) había sido construida con un propósito. Y ese propósito era atajar las tormentas electrónicas. Sólo atajar las tormentas electrónicas, y nada más. Cutie y su delirio mesiánico, finalmente, no eran un error de cálculo, sino tan sólo un pequeño e inocente epifenómeno de la máquina.
Ahora, veamos; la relación entre el hombre y el robot, ¿es la misma que la relación del hombre con sus dioses? En definitiva, la pregunta de hoy: ¿quién creó a quién?
Es altamente improbable que el hombre haya creado a Dios, porque Dios es todo lo que los hombres no son, él es todo lo que ellos no pueden llegar a ser: perfecto, omnisciente, todopoderoso. Pero fue la misma conclusión que sacó Cutie. ¿Son los dioses los robots del hombre, creados para evitar la destrucción del planeta, puestos en las órbitas eternas del mundo supralunar por nosotros mismos para protegernos de las gigantescas tormentas de electrones que podrían destruirnos? ¿Es el primum mobile que nuestros dioses aman con fervor un mero epifenómeno de su deber divino, un mero Transformador de Energía en el centro del cielo?
Cuando el hombre crea al robot, lo hace con un propósito; el mismo que tiene el hombre que crea a sus dioses: ponerse a resguardo. El universo es demasiado grande, inspira demasiado temor. Un peligro todopoderoso sólo puede ser atajado y prevenido por un Protector igual o más poderoso que el peligro que debe contener.
Porque si Dios hubiera creado al hombre, ¿con qué propósito lo habría hecho? El hombre está para ser protegido por el robot, para ser amado por él, para ganarse su gratitud. El robot mismo es altamente superior, no se inclina ante él, pero le sirve. ¿No cumple acaso, para el hombre de fe, su dios una función similar? Los dioses del hombre son sus robots psicológicos.
Ninguno de los dioses de los hombres es Dios. Dios no tiene propósito, porque el propósito sólo existe para aquello que tiene un fin, y todo lo que tiene un fin tiene un comienzo. Y si tiene un comienzo, existe algo anterior. Y nada puede existir antes que Dios, o tendría que haber otro Dios detrás. Y ésta es una de las maravillosas conclusiones de la filosofía de Platón.
Pero falla Platón, y donde falla Platón, fallaron también todos los cristianos tras él; Dios no es el bien. Dios es el más grande de los sinsentidos: el sinsentido de la existencia. Existimos porque sí. Y Dios es lo único que justifica esa respuesta. Esta intuición, tanto más poderosa por cuanto más la avala la razón, tiene una conclusión hermosa y crucial: somos libres.
Somos libres, porque existimos para existir, y estamos donde estamos porque podía ser que estuviéramos y estuvimos por virtud de ello. Todo es un milagro, por lo tanto, nada es realmente milagroso.
Dios ha creado todas las cosas del mundo, pero el quehacer humano no es una cosa del mundo, más bien una combinación de cosas; una posibilidad. Y el ser o no ser de ella, depende por entero del hombre. No existe el bien, porque no existe el mal; sólo existe el ser.
Dios es circular; sólo puede contar hasta uno. Está vuelto sobre sí mismo, se mira el ombligo, gira y es feliz. Todas las cosas se conservan en él, cambian, sin agregar ni quitar nada al todo. Pero él permanece.
Las estrellas se preguntan por Dios, igual como nosotros nos preguntamos por nuestra existencia. Ninguno de los dos es más evidente cuanto más misterioso que el otro.
De Dios sólo cabe esperar tautologías. Él es obvio.
Dios no puede escribir libros, ni decir a los hombres lo que pueden o no pueden hacer; prohibir atenta contra su naturaleza; esperar cosas de los hombres, atenta contra su naturaleza; manifestarse en secreto atenta contra su naturaleza. Dios dice: Yo soy el que soy. Pero el que dice: Diles que Yo soy el que Soy; ése no es Dios.
Dios no premia, Dios no castiga; la naturaleza del hombre es ser libre, y Dios ha permitido esa naturaleza. ¡Qué primitivo, qué sucio es atribuir estados mentales a Dios! Si tuviera mente, no existiría el mundo; todo lo consumiría en su imaginación.
Dios es obvio, todo lo que se diga de él debe ser obvio, debe estar vacío de información, debe ser autoevidente. Dios es la verdad vacía. Dios es la identidad del todo con el todo. Dios es la respuesta inútil, Dios es la palabra ociosa. Dios está en todo y todo está en Dios; por eso hablar de Dios no tiene sentido alguno; porque él no lo tiene.
No se puede creer en Dios, o no creer; él es indiferente de los estados mentales que buscan referirle. Él está, y porque él está, nosotros existimos. Y listo.
No es cierto que todas las religiones llevan a Dios; de hecho, ninguna lo hace. Todos sus dioses son robots, son soluciones ad-hoc al miedo, son explicaciones vulgares para experiencias límite y alucinaciones de causa desconocida. Si alguno de esos dioses postulara a ser Dios, su religión se desvanecería, y sus seguidores tendrían que volver al mundo; el mundo donde las cosas no tienen sentido ni destino; sólo son lo que son, no son nada más, y se puede hacer con ellas exactamente lo que con ellas se puede hacer.
Dios es la estúpida conclusión de un razonamiento estúpidamente simple: si las cosas existen, entonces, ellas existen. Las cosas existen. Ergo, ellas existen. Y como existen, entonces Dios existe, porque ellas existen.
Por eso no soy enemigo de las religiones; sólo de las pretensiones religiosas. No soy enemigo de la moral; sólo de las pretensiones morales. No soy enemigo de los creyentes; sólo de los prosélitos. Los profetas son locos que ven en la cordura de los demás la locura de no estar igual de locos que ellos.
Pero no todos pueden mirar a la naturaleza a la cara; no todos pueden enfrentar el mundo desnudo, no todos pueden sostenerle la mirada a las maravillas del universo. Para todos ellos, venden robots. Para todo ellos, hay alguien trabajando en el cielo y deteniendo las tormentas de electrones. Y nada puedo decir sobre ellos, más que son lo que son.
Las guerras, la muerte y la destrucción no son errores cósmicos. Ellos son lo que son, porque podían llegar a ser, porque Dios las ha hecho posibles. Dios sólo provee las posibilidades. Es cierto que para Dios nada es imposible, porque lo imposible es imposible.
Si existen las guerras, la muerte y la destrucción, es porque las hemos elegido. ¡Qué puede ser más irresponsable y flojo que ver en nuestros errores un error del mundo! ¡Qué irresponsable parece ver en nuestros proyectos el proyecto de alguien más, que prepara una reivindicación!
Matar no es bueno, pero tampoco es malo: es posible. La Guerra no es buena, pero tampoco es mala: es posible. El hambre, la destrucción, la pobreza, el abuso de poder, la injusticia, son cosas que pasan. Y pasan porque son posibles. Y son posibles porque los elementos de su combinatoria existen. Y ellos existen porque existe Dios. Y eso es todo.
Dejar de matar también es posible. La Paz también es posible. La justicia, la democracia, la libertad, el respeto, son posibles. Su consecución depende de la elección de los hombres. Si ellas no han llegado a ser, es por el esfuerzo de hombres que no han querido. Y eso es todo.
Si algo es posible, entonces es necesario que sea posible. Si algo existe, entonces era posible que existiera. Y esto es todo lo que sabemos de Dios. Todo lo que él nos puede decir. Y nada más.
En Dios el silencio. En Dios la futilidad. En Dios todo.
No me gusta identificarme con el agnosticismo, porque hoy por hoy la palabra se ha contaminado con un dejo de indiferencia y de materialismo que me es muy molesto; yo creo en lo que es posible, pero no creo conocer todas las posibilidades; sólo Dios las conoce. Si la naturaleza tiene fuerzas ocultas, si existen seres extraterrestres, si existen seres trascendentes, si existen fuerzas mágicas en la tierra, en los hombres, en las cosas, todas ellas existirían porque Dios existe. Mi teología es tan verdadera, que llega a ser fome. Y lo es, de hecho. Pero por lo mismo, es irrefutable. 
Yo no creo en Dios, porque para mí la existencia de Dios no es materia de creencia, sino que es algo evidente e irrefutable. Y por lo mismo, no tiene sentido. Sólo el arte, la ciencia, la filosofía; la magia, la poesía, la música; sólo lo que es relativo al hombre, a los objetos del mundo, a lo posible, tiene sentido. Y me gusta sentirme lleno de sentido, y buscarlo lo más posible.
Escapar de la fe es, quizás, el acto más auténticamente libre del ser humano; porque negar la religión en lo profundo del corazón, en lo más hondo del alma, es llenar de sentido la vida propia en virtud de ella misma, y es por lo tanto abrazar, de una sola vez y para siempre, la única conciencia cierta que se puede tener: que existimos, y que existe Dios. Todo lo demás viene por añadidura y depende exclusivamente de nosotros mismos.


Inti Målai Perdurabo

NOTA: El cuento que conté al principio se llama "Razón" y pertenece al libro "Yo Robot", de Isaac Asimov.

martes, 17 de julio de 2012

Para superar "La Lucha"


Cuentan las malas lenguas que estando un día John Locke sentado con sus amigos en su casa conversando de cosas livianas y entretenidas – de Metafísica, de hecho – empezaron a enredarse lentamente en la conversación hasta que al final ya no pudieron avanzar nada más. Entonces al amigo Locke se le ocurrió que quizás el error radicaba en el punto de partida, y que antes que seguir buscándole salidas al asunto lo más sano sería volver atrás y plantearse nuevamente aquello que habían dado por sentado de antemano. Bueno, me siento un poco como John Locke, pero no precisamente en materia de Metafísica – sino una mucho más aburrida.
Mi conclusión no es para nada nueva, mis premisas tampoco. Sin embargo les vengo a exponer mis razones y mis formas de razonar, donde creo que, aunque no probablemente novedad, sí hay originalidad.
La idea central de todo este ensayo será algo que llamaré de forma más o menos antojadiza la “frontera gestáltica” (me gustan los nombres pomposos). Las intuiciones originales de la frontera gestáltica ya son añejas en mi cabeza; en mi último año en el colegio mi maestro Riveros se ocupó de entretenernos leyendo a teóricos de la cultura y sociólogos latinoamericanos, y desde ese marco teórico desarrollamos con mi socio Pablo S. Mac-Evoy un documental sobre Osorno, y en el que se encuentra el germen central de esto que llamo “frontera gestáltica”; por lo que el mérito de ella en estricto rigor pertenece a mí, a él, y a Riveros y sus amigos (Martín-Barbero, Canclini, entre otros).
Hay también otras influencias más cercanas, las que menciono sólo porque hoy leí un trabajo casi en su integridad plagiado de otro y estoy sensible con lo de darle a cada uno su crédito. Un ensayo que tuve que hacer sobre Karl Popper y su método para las Ciencias Sociales parece ser lo que me picó con el bicho de masticar de nuevo estos temas; unas lecturas que tuve que hacer de Kuhn, Nietzsche, de Feyerabend y la refutación Agustiniana de los maniqueos (rara la mezcla, ¿eh?) que me aportaron en alguna medida un banco conceptual amplio con el cual defenderme; y finalmente, un cartel en la Facultad anunciando ciclos de charlas sobre “Marxismo Trotskista”, que me hicieron caer en la cuenta del gravísimo error sobre el cual hay que echar manito de gato con urgencia.
Téngase pues presente que esta propuesta que presento aquí es la conjunción, el “espacio común”, si se quiere, de varios otros trabajos, sistemas, teorías e ideas que en sí mismas son todas más elaboradas y mejor desarrolladas que lo que yo soy capaz de hacer; léase pues este ensayo, más que como una discusión cerrada, como una invitación a la reflexión en torno a los temas propuestos y su manera de abordarlos. Por lo mismo agradezco críticas, rectificaciones, correcciones y, por qué no, alabanzas, si las mereciera.

Llamé a este ensayo Para superar “La Lucha”. Aunque podría haber especificado que me refiero a “La Lucha de Clases”, es importante no hacerlo, porque esta “Lucha”, esta Lucha-con-mayúscula, en muchos aspectos es más que la Lucha de Clases; es un ideal revolucionario poliforme, un fantasma utópico que se escapa de las imágenes y las palabras, es como un soplo en la mente, una iluminación fugaz, un llamado imperioso a la acción... pero no al fin. Esto me parece de la mayor importancia y señalaré de inmediato por qué.
Si “La Lucha” fuera teleológica, es decir, si tuviera dativo: verbigracia “Lucha por la Educación”, “Lucha por la Salud”, “Lucha por la Igualdad”, cada una de esas palabras agregadas sugiere un nuevo campo, una nueva pregunta: ¿qué Educación? ¿qué Salud? ¿qué Igualdad? Así, aparece a su vez una nueva especificación, un dativo particular: “Lucha por la Educación Gratis”, “Lucha por la Educación Libre”, “Lucha por la Educación de Calidad”, etc. Dativo particular que a su vez nos permite introducir diferencias de modo: ¿Gratis en qué sentido? ¿Libre en qué sentido? ¿Calidad en qué sentido? Y así, como vemos, podemos seguir remontándonos hasta el infinito.
De igual manera, si fuera “Lucha de Clases”, podríamos preguntar: ¿Qué Clases? Y nos pasaría lo mismo.
Todas las especificaciones son conflictivas y tienen su qué de diferencia; sin embargo, hay un punto de partida común, una pregunta insobornable, arraigada en la más poderosa intuición del ciudadano con conciencia social: ella es, la de la necesidad de La Lucha.
A esta necesidad de Lucha podemos llamarla también necesidad de reformas, necesidad de cambio, dinamismo, activismo, etc. Su génesis reposa sobre dos premisas básicas: Primero, las cosas no están bien (sea lo que sea que “bien” signifique) y segundo, alguien tiene que hacer algo.
En un ensayo anterior (Una Crítica a la Crítica Social) ya me referí a lo que llamo ser “espectador en conciencia”. En aquella oportunidad lo distinguí tanto del ciudadano “activo”, como del ciudadano “pasivo”; bueno, del primero estoy hablando en esta ocasión.
Todo ciudadano activo es un luchador social, indiferente de sus métodos y sus móviles; algunos hacen campañas de alfabetización de adultos, otros levantan barricadas. Lo que entiendo entonces con este concepto mayúsculo de “La Lucha” es, sencillamente, el paso al acto de un ciudadano en conciencia, que se basa, en mayor o menor grado, en la convicción de que las cosas están mal y hay que hacer algo para mejorarlas.
En poder de esta aclaración conceptual (que no es inocua) puede ser chocante reconsiderar el título de mi ensayo: Para superar La Lucha. ¿Qué es lo que entiendo exactamente por “superar”, y qué consecuencias veo en ello?
Primero que todo, (o “segundo”, porque lo “primero” fue la aclaración conceptual que acabamos de terminar) quiero hacer ver que: 1) “superar” no es aquí sinónimo de “suprimir” ni “eliminar”, más bien lo tomo en un sentido de “perfeccionar”, y 2) lo que se busca superar es La Lucha, no el espíritu activista, o la conciencia social, o cualquier otra cosa que parezca estar emparentada con La Lucha.
Igual como Dr. House (disculpando lo quizás vulgar del ejemplo) cambia de diagnóstico cuando un tratamiento no provoca mejorías en el paciente, me parece bastante sensato suponer que la sociedad funciona igual; si un tipo de tratamiento no la cura, no significa que el tratamiento esté mal, sino que la enfermedad ha sido mal diagnosticada.
Ha calado hondo y profundo, sobre todo entre las izquierdas nacionales y del mundo, el concepto marxista de “Clase social”. Tanto es así, que casi parece un hecho confirmado el que las clases sociales existen, no como una denominación sino como un ente propio del mundo. No soy un experto en marxismo pero no necesito serlo tampoco; me interesa el concepto liviano, el concepto básico, más irreductiblemente simple, y ése no es el de los textos sino el de la gente: La clase social es una “propiedad” esencial (en el sentido lógico) del hombre que vive en sociedad, y puede dividirse de forma más o menos laxa en dos grandes grupos: La Alta y la Baja. La que tiene el Poder, la que es Oprimida. La Burguesa y la Proletaria. Explotadores y Explotados.
Marxistas o no marxistas, comunistas o centralistas, moderados o radicales, encapuchados o voluntarios de caridad, e incluso los que son abiertamente enemigos de la izquierda, los que ganan mucha, y demasiada plata, los noestoyniahístas y misarquistas que van a misa en las más variadas iglesias cristianas y no cristianas, parecen asumir y concordar con la distinción “meramente formal” o “de nombre” entre las Clases Sociales Altas y Bajas. Algunos ven en ellas un orden del destino; otros, un capricho del azar, o una disposición divina; los hay quienes creen que es una manera de generalizar el resultado responsable del esfuerzo de las personas (la versión que a mi parecer es la más estúpida y por lo mismo la más inútilmente defendible, no en vano quienes la predican no son capaces de avanzar un solo argumento no-inductivo para justificarse), y los hay finalmente quienes creen que ellas son la condición de posibilidad de una dialéctica materialista que da significado a la historia. Todas estas versiones -y otras- son disímiles entre sí, incluso profundamente adversas, pero parten de una misma y única base: que las Clases Sociales son el nudo central, el “gran problema” de los problemas de la Sociedad Actual (y de toda sociedad, en algunas versiones fuertes). Tanto los de derecha como los de izquierda, tanto los que dicen que “hay que darle a todos las mismas oportunidades” como los que dicen que “es imposible”, o los que aseguran que “no es posible erradicar la pobreza” contra los que dicen que “los recursos están”, concuerdan en este último punto.
Hemos visto desfilar ante nuestros ojos, uno tras otro, Gobiernos, Estados, Presidentes, Filósofos, Sociólogos, Guerrilleros, y todos han tratado de solucionar el problema, han emprendido “La Lucha”, pero nunca, ninguno de ellos, ha llegado a una conclusión que nos deje conformes; es más, podemos decir que ni siquiera nos han acercado. Todos sus proyectos, por bien que comiencen, por mucho que duren, acaban por fracasar, y hasta hemos visto cómo los mismos que los impulsan con tanta convicción en un principio, luego son los más férreos detractores de ellos.
Seamos como Dr. House, y pensemos: El cuerpo [social] está enfermo; convenido. Le he diagnosticado: clasismo. He atacado la enfermedad con todos los remedios que se me ocurrieron; a pesar de ello, ninguno llega a curar el malestar del cuerpo, y mientras se invierten los esfuerzos, él, inevitablemente, sigue empeorando su condición. Bien, ¿Qué hago? ¿Qué haría Dr. House?
Tal vez... la sociedad no padece Clasismo.
Está claro que el clasismo existe, que hay gente clasista, que hay discriminación; yo no me refiero a ése clasismo, sino que he llamado así al hecho de considerar que son las clases sociales el núcleo de los problemas de la sociedad, el “órgano enfermo”, el cáncer de ella. Toda Lucha orientada a combatir el Clasismo, sea fundiendo las Clases, sea destruyéndolas, sea integrando la una a la otra, es fútil, ¡porque las Clases Sociales no son las del problema!
Pero si ellas no son el problema, ¿qué lo es?

Los Maniqueos eran una secta cristiana (o pseudo-cristiana) que creía, entre otras cosas, que coexistían dos fuerzas igualmente poderosas en lo absoluto del ser: el Bien y el Mal. En un combate místico en el albor de la existencia el Mal logró conquistar una parte del terreno del Bien, envolviendo las pequeñas partículas de éste, y creando el mundo visible. Los Maniqueos eran materialistas (¡esto sí que es extraño!) y creían que la luz era el Bien y la oscuridad era el Mal; luego, para ayudar al Bien en su lucha contra el Mal, había que comer naranjas y otras frutas claritas, y evitar las lentejas y otras frutas oscuras (no los estoy palanqueando, es cierto), entre otra sarta de imbéciles preceptos que ya se podrán imaginar.
San Agustín pasó no menos que nueve años en el interior de esta secta de charlatanes, hasta que finalmente se convenció a tal punto de la “inexactitud” (por no decir ESTUPIDEZ) de sus doctrinas, que los abandonó. Pero, como hombre de letras y filósofo de corazón que era, no podía irse sin un buen motivo, y ése fue -básicamente- éste: si Dios es todo lo que los cristianos creen de él, entonces no puede haber una pugna entre el Bien y el Mal, porque el Mal sería completamente estéril y su batalla ya estaría de antemano perdida; porque si el Mal tiene posibilidades de ganar, luego el Dios Bueno no es omnipotente, y si no tiene posibilidades de ganar, entonces no hay nada que justifique su presencia: es inútil.
Pero Agustín necesita, de todas formas, hacerse cargo del problema del Mal. Un resumen aforístico de su conclusión sería: El Bien existe, y el Mal no es sino la sombra, el error o la ausencia de él, en algún grado.
La diferencia entre los sistemas maniqueo y agustiniano, es que en este último no hay dualismo, sino monismo: el Sumo Bien, que es Dios, ha creado a todas las cosas buenas, y cada una de ellas es más o menos buena que otras sólo en términos relativos.
Hagamos, pues, otro tanto; si la noción de Clases Sociales nos causa problemas -o nos lleva, década tras década, a ellos-, deshagámonos de ella. La solución puede hacerse (y con esto no estoy queriendo decir que los marxistas sean maniqueos, aunque quizás en un sentido muy especial sí lo esté pensando) en el mismo sentido que la hace San Agustín: No existen las Clases Sociales, sino LA Clase Social. “Lo” Social.
Como bien decía la abuelita de Sancho Panza, hay sólo dos tipos de personas en este mundo, que son: el tener, y el no-tener. Y ellos en realidad son sólo uno: el tener, que puede ser en mayor o en menor grado.
Si sólo hay una Clase Social, y toda distinción realizada mediante su auxilio es “relativa”, ¿nos sirve de algo en el diagnóstico? Yo creo que no...

¿De dónde hemos de retomar el Problema Social entonces? No de lo económico, es decir, de lo materialista-histórico, de lo clasista. Si vamos a entender la Sociedad primero tendremos que abandonar la antigua creencia en las Clases Sociales y la consiguiente Lucha por su síntesis dialéctica, es decir, hemos de suprimir el mito de Robin Hood; superar, en definitiva, la esperanza de conseguir la mejor sociedad mediante la repartición equitativa de las riquezas. Nótese el uso de cursiva.
El concepto de focalización lo aprendí en clases con mi maestro Riveros. No recuerdo en este momento de quién lo tomó él, -en ese tiempo lo sabía- pero alude principalmente a lo siguiente: los individuos significan su ciudad en función de la atención que fijan en tales o cuales elementos de ella; igual como un lente de cámara es capaz de enfocar más tales elementos o tales otros, de manera que de una misma habitación salgan varias fotografías diferentes, los ciudadanos ven sus espacios comunes de maneras diversas, por poner el ejemplo más burdo, un mismo barrio puede ser acogedor para unos y peligroso para otros, porque lo que para los primeros es “normal”, para los segundos puede ser una imagen de la mayor importancia (por ejemplo, un hombre durmiendo en un umbral).
Lo crucial de todo esto -y que fue el corazón de la conclusión final de mi investigación con maese Pablo, dicho sea de paso- es que la teoría de la focalización, entre otras, lleva a la siguiente conclusión: no existe tal cosa como “la” ciudad, sino que estamos hablando de muchas ciudades distintas (no en sentido figurado, sino en un sentido concreto y real) que se configuran en torno a los mismos espacios; igual como en los juegos ópticos de la Gestalt algunos ven dos rostros mirándose y otros ven una copa, siendo que la imagen es una y la misma. La condición psicológica, cultural del individuo determina la ciudad de la que él participa.
Digámoslo de una vez: No existe una Sociedad dividida en dos grandes Clases Sociales; sino que existe una Clase Social, dividida en múltiples Sociedades. Cada una de ellas, es una cultura, es un tipo de ropa, un tipo de música, de comida, de forma de peinarse, de hablar, de considerar bello o feo a otra persona, de caer bien o caer mal; es una Nación, conformada de individuos, con espacios comunes e historia común.
Desde la ubicación de esta nueva distinción introduzco el concepto de “frontera gestáltica” para caracterizar el problema social en los nuevos términos, y ofrecer un nuevo y mejorado concepto de Lucha.
¿Qué es la “frontera gestáltica”? Imaginemos que en presencia del dibujo de la copa-caras, la persona que ve los rostros de perfil no sea capaz de ver la copa, y a su vez quien ve la copa no sea capaz de ver los rostros. ¿Cómo podrán ellos ponerse de acuerdo en torno a lo que decir sobre la imagen que tienen delante? Será difícil incluso intentar ponerle un nombre. Con suerte llegarán a palabras ambiguas y fantasmagóricas como “La Imagen”, o “Lo dado”, y sobre ella no podrán ni siquiera decir que “es negra” o “es blanca”. Bueno, en la sociedad ocurre, a mi parecer, de manera más o menos similar: cada hombre no es capaz de ver la ciudad del otro, salvo que le sea un conciudadano cultural. La “frontera gestáltica” es, a simple vista, insuperable. Los buenos de unos son los malos de otros, los delincuentes de estos son los héroes de aquellos. Aquí veo vandalismo, aquí veo arte. Aquí veo un amigable espacio público, aquí veo hostilidad clasista. Aquí veo integración, aquí veo centralismo. Una y la misma cara de la moneda muestra a la vez cara y cruz, dependiendo de quién la mire.
El intento por estudiar de manera general la Sociedad, ha llevado a tener que ponerle nombre a “lo común”, y se ha llegado por esas vías a teorizar en torno a conceptos tan ambiguos y fantasmagóricos como “El Pueblo” o su “Dignidad”. La noción de Clases Sociales no es sino el fruto muerto de uno de estos infértiles intentos, y representa por tanto la putrefacción de “La Lucha” que se basa en ella.
Por lo tanto, superar la Lucha implica superar el Clasismo. Él no debe ser visto como el origen del malestar de la Sociedad, todo lo contrario, él es la consecuencia. El verdadero malestar consiste en intentar ponernos de acuerdo en torno a algo que no nos es común, esto es, la cosa-en-sí social, y por lo tanto la solución no es hacer algo para mejorar la sociedad sino buscar la manera de comunicarnos más allá de la frontera gestáltica.
Porque hay algo que a pesar de todo este análisis no podemos dejar de concederle al anterior: que hay quienes detentan poder, que existe la posibilidad material de solucionar los problemas, de aliviar el dolor de las personas, y que debemos hacer algo por que ese poder sea redirigido. ¡Pero! No en tal o cual dirección; cualquier propuesta que se haga por esta vía resultará igual de hegemónica. Lo que debemos hacer es intentar comprender la ciudad que ve el que tiene el poder, y buscar la manera de entendernos con él/ellos.
La Comunicación entre las ciudades representa por tanto el más difícil y osado desafío del “nuevo” activismo social; él ya ha comenzado a moverse, tal vez no con los mismos conceptos que usé yo aquí, pero indudablemente que partiendo de una intuición general. La nueva Lucha ya no es por tanto una “Lucha”, más bien un “Diálogo”, un trabajo que tiene más de diplomacia que de militarismo. El Encapuchado que derriba un semáforo está queriendo decir algo; y el Senador que se sube el sueldo sin hacer otro tanto con el sueldo mínimo está queriendo decir otra cosa. No sabemos -o no tenemos clara certeza- de qué dice cada uno; nuestra misión debe ser la de traducir.
En poder de la comunicación, ya nada importa la “Clase”, la “condición económica”, el grado de “tener”; la Sociedad podrá orientar sus esfuerzos a responderle a sus miembros, no a castigar o servir, como ha hecho o ha procurado hacer hasta ahora. De partida, nada importan las pretendidas “clases sociales” en la configuración de la ciudad gestáltica: una y la misma plaza puede ser compartida en el mismo sentido por dos peatones que se encuentran en ella, indiferente de cuántos autos tiene cada uno en su casa.
El advenimiento de este cambio de paradigma (que no estoy ni profetizando ni promulgando, sólo ilustrando) hará desaparecer el argumentum ad hominem de nuestras contertulias políticas y sociales; y será el primer y mejor síntoma de mejora en el cuerpo enfermo.
Ahora, hay que ver que el panorama original de mi ensayo anterior (Una Crítica a la Crítica Social) cambia radicalmente con este otro. Allí el papel del Espectador en conciencia era el de retroalimentar al activista, cumplía la función crítica de redirigir objetivamente sus esfuerzos. Este nuevo programa social basado en la comunicación pone el modelo anterior patas arriba: el protagonista es esencialmente el Espectador en conciencia, es decir, aquel que hace el esfuerzo de entablar puentes entre las diferentes ciudades (nótese que fragantemente me he deshecho de la imagen del que “mira las cosas desde un plano más elevado”, y esto es, sinceramente, influencia de Popper), mientras que el activista de facti es quien le retroalimenta, es decir, quien en la cancha prueba las traducciones y ve si hay o no resultados como los esperados.
Si vivir la ciudad es un acto subjetivo, entonces cambiar la ciudad debe también serlo. Nuestra objetividad no debe ser sino la manera de ponernos de acuerdo, y no adscribir a algún tipo de materialismo o dialéctica que nos haga caer en el mismo error de los maniqueos: creer ver la esencia de las cosas visibles en las mismas apariencias visibles, y generalizar así lo que no-debe-ser-generalizado.
(Espero que esta exposición sea lo suficientemente clara y profunda para provocarles las merecidas reflexiones. Si desearan que hiciera una exposición más detallada u ordenada, o si quieren que profundice más algunos temas, los invito a abrir las discusiones aquí o en el grupo de Facebook).

Inti Målai Perdurabo


NOTA: No dudo que se debe haber escrito sobre este tema en concreto anteriormente, pero no he leído nada al respecto. Si alguien supiera de alguna obra que presente ideas similares a las mías, le agradecería que me lo hiciera saber.