miércoles, 11 de abril de 2012

Panegírico de las Fuerzas del Mal

El parlamentario odia a su pueblo. La “clase política”, si tal cosa existe, odia a todos y cada uno de los ciudadanos que dice representar.
El fracaso de la democracia se origina en el pensamiento ingenuo de esperar que un sentimiento altruista y desinteresado mueva al hombre hacia el “servicio público” (¡Servicio!), haciéndolo asumir responsabilidades, empujándolo a hacerse cargo de pesadas tareas y a cargar sobre sus hombros la constante amenaza de la decepción de quienes en él confiaron, si es que se equivoca. Esto lleva a creer que el hombre que da un paso al frente y se compromete con los demás es como el presidente de curso en cuarto básico; un espíritu lleno de compañerismo (o en su defecto el mejor amigo de todos) que desea afrontar la difícil tarea de guiar a sus amiguitos hacia una vida mejor, procurando mantener el orden y la transparencia tanto en la organización como en las decisiones.
Pero la evidencia apunta precisamente en el sentido contrario. Todos y cada uno de los hombres que hoy dirigen los destinos de nuestra (s) nación (es) son hombres que profesan, si no públicamente, en lo profundo de sus corazones un odio absoluto y brutal por el resto de la especie humana. Su Odio (con su consiguiente y necesaria amoralidad) es tal que son capaces de mentir de forma descarada, de engañar en cada palabra que dicen, de aparentar los gestos más groseramente contrarios a los que llevan dentro; odian y repugnan profusamente a cada uno de esos votantes a los que prometen sin ningún miramiento, sin ningún espasmo en la voz, sin el más leve sonrojar. Hablan fuerte y claro, sonríen, son capaces de emular miradas acogedoras y distender sus semblantes en gestos delicados y compasivos; como si tuvieran en su casa el retrato de Dorian Gray, transfigurándose hasta la monstruosidad con cada aparición pública que hacen.
El hombre que es capaz de engañar a su esposa, defraudar a su madre y estigmatizar a sus hijos con su apellido; el hombre que es capaz de cargar sobre sus hombros la miseria y el dolor de varios millones de seres humanos; el hombre que es capaz de romper promesas y defraudar juramentos con cada peso que pone en su bolsillo, y aún así; y aún así es capaz de sonreír y darle esperanza a los mismos que en secreto destruye, ése; ése es el político perfecto. Él, y sólo él, gana las elecciones. Nadie más podría sonar tan convincente, nadie como él podría fingir con tanta naturalidad. La única manera de llegar a ese extremo, es no tener nada -NADA- en el interior que pueda, en algún momento, estallar y traicionar a su egoísmo. El Odio y el desprecio más auténticos por la dignidad del otro son los únicos resortes capaces de poner en marcha un comportamiento de este tipo.
El Odio a la humanidad es la forma más genuina del mal. El Odio, en tanto sentimiento, posee características análogas al amor; en su forma más pura es desinteresado y universal. Aquel hombre malvado en toda la propiedad del término es aquel que anhela con toda su alma, con todo su corazón y con todas sus fuerzas el sufrimiento, el dolor, la derrota y finalmente la muerte de todos y cada uno de sus congéneres, y ojalá también el alzamiento y la glorificación de su propio ser, para agravar el daño mediante el contraste.
Para entender el mal (pues no soy político, y esa forma total del odio me es completamente ajena) es precisa la analogía con su antítesis, el bien, y su sentimiento cumbre, el Amor. (Teniendo siempre muy en claro que por “bien” y “mal” entiendo una nomenclatura estrictamente metodológica, y no defiendo aquí un dualismo moral -del que ya me he manifestado enemigo en otras partes). Llamo aquí Amor puro a lo mismo que entendía por él Schopenhauer; la compasión, es decir, esa forma desinteresada y universal del Amor, en la cual el dolor del otro se siente en el espíritu de uno como si le fuera propio. Por contraste, el Odio puro supone todo lo contrario; el sufrimiento y el dolor ajenos aparecen no sólo indiferentes, sino que aportan una intensa y vívida gratificación del propio espíritu (como lo que debe sentir un senador cuando ve en las estadísticas la enorme cantidad de gente que podría comer si él ganara apenas un poco menos de lo que gana).
Si entendemos (como estoy haciendo en este momento) al Odio y al Amor puros como los extremos de un continuo, estaremos de acuerdo en afirmar que cualquiera de ellos es en cantidad y calidad superior a cualquier otro valor en dicho continuo. Así por ejemplo, el amor por la familia es una forma más débil de Amor que el Amor puro, y a su vez es una forma mucho más débil de odio que el Odio puro (porque tiende más hacia el “otro lado” de nuestra línea gradual).
Si tuviéramos que sentar ahora otro principio, sería éste: el Odio es más poderoso que el Amor. Aunque horrorosa a simple vista, esta aseveración tiene una explicación estúpidamente simple: el Amor puro busca en última instancia la conservación del otro; mientras que el Odio puro busca su aniquilación. Es inevitable entonces que los hombres que Aman de manera pura buscarán la felicidad y la supervivencia incluso de quienes les Odian, en cambio éstos procurarán la destrucción de los primeros. Y por fuerza se sigue que nada puede sobrevivir si protege a lo que lo destruye.
Lo aplastante y desalentador de este teorema ha dado históricamente origen al prejuicio, del todo infundado, de que “el Amor al final [¿final?] prevalecerá”, porque no parece justo que sean los buenos los que perezcan y los malos los que sobrevivan. Pero esto porque se espera del mundo (o de Dios, no sé) que sea justo. Pero esto sale de cualquier parte, menos de la experiencia.
Si revisamos aquellas historias con las que crecimos y de las que en gran parte heredamos nuestra moral, nos daremos cuenta que este último elemento que he citado se repite casi sin excepción en cada una de ellas; hay veces en que las artimañas del “bien” para “vencer al final” llegan a ser vergonzosamente estúpidas (como el pésimo final de Digimon Adventure, donde el poder de la perseverancia y el esfuerzo hacen que el digimundo reconstruya los cuerpos de los niños elegidos y sus tamagotchis y porque sí les de un poder -que antes de ser destruídos no tenían- para derrotar a Apocarymon). Daba siempre la impresión que no importaba cuan fuerte fuera el enemigo; qué tan inteligente y resistente fuera, siempre -maldita sea, ¡siempre!- el bueno sacaba una carta de la manga (como la carta de Yami Yugi que hasta antes de esa aparición nunca había tenido en su baraja) o venía a asistirlo una fuerza sobrenatural y ultra-poderosa que terminaba por destruir al temido enemigo (si es que éste no perecía solo, como en el Jorobado de Notre Dame). El bueno se entrega, sin reservas, a ser vapuleado, ridiculizado, avergonzado, torturado y crucificado, porque sabe que al tercer día gracias a una fuerza por encima de él revivirá y luego vendrá a patear culos en el fin de los tiempos.
Si bien la figura ingenua e infantil del bueno que “pone la otra mejilla” es superada con la madurez, siempre nos queda dando vueltas en la cabeza esa idea de que el mal termina por destruirse a sí mismo; o en última instancia, que el malo es capaz de arrepentirse y volverse bueno en el último minuto, reivindicando así el principio de justicia universal que no-sé-de-dónde sacaron que existía. Nuestra experiencia directa con el mundo nos demuestra una y otra vez que un hombre malvado (Pinochet, por ejemplo) es capaz de morir impune, rodeado de sus seres queridos y con la confianza y la admiración de unos cuantos, sin que sea necesario ni el castigo ni el arrepentimiento.
Esta esperanza en la justa retribución del mal también ha engendrado la concepción negativa de la venganza, “que nunca es buena, mata el alma y la envenena”, como decía el Chavo del Ocho. En cierta forma, no corresponde al espíritu que aspira al Amor puro (y por consiguiente al Bien) el tomar lugar en un acto de reivindicación o de retribución, pues eso conlleva el infligir daño a otro, y el sufrimiento que él traería recaería luego en la propia alma del vengador (por la definición de Amor puro que dimos más arriba). Así, el bueno es un hombre que aspira, sin más, a que “venga el reino”, mientras se sienta a procurar alegría y felicidad para quienes le rodean y a sufrir con imperturbabilidad espiritual prácticamente patética las vejaciones de quienes gratuitamente lo hacen víctima de su Odio.
Volviendo al problema que nos ocupa -el de los políticos- las consideraciones que hemos hecho hasta ahora nos van a servir mucho para entender varias cosas. Primero, cabe hacer hincapié en el hecho de que pese a su diáfana realidad corrupta y destructiva, la democracia sigue existiendo. ¿Por qué? Sencillamente, porque el ciudadano promedio -porque el ser humano, en promedio, lo es- es un ser que tiende al equilibrio entre el mal y el bien; que Odia, pero que también Ama. En estas condiciones, es evidente que nunca será capaz de elevar -o rebajar, como quiera que lo veamos- su moral hasta la del político que se aprovecha de él, para ser igual de fuerte que él y hacerle frente. Antes que eso, permanecerá de forma estática, oscilando entre elegir siempre el menor de los males y procurando en lo particular el bien de quienes le rodean.
La razón por la que no tienen éxito -y nunca lo tendrán- las hordas de trabajadores, deudores y estudiantes que año a año vemos marchar hacia los brazos brutales de la fuerza pública, es que los mueven siempre ideales fundados en las pasiones, es decir, en una mezcla equilibrada de Amor y Odio; su sentimiento siempre es un combinado entre la empatía por el que sufre, y el rencor por el daño que le han hecho a sí mismo. Pero el Odio que contiene el rencor nunca es tan poderoso como el Odio puro que debe profesar, por necesidad lógica, el gobernante al que intenta destruir. Sólo de esta forma se explica que pese a todos sus esfuerzos, el Pueblo Unido sea vencido una, y otra, y otra, y otra vez.
La esperanza del idealista se fundamenta en los mismos criterios inservibles que la moral del hombre bueno; cree en la Revolución, ese “algo” que tarde o temprano llegará -sea del cielo, sea de la toma simultánea y colectiva de conciencia de todos sus compatriotas, (posibilidad que es tanto más lejana que la primera)- y que restituirá los derechos de todos y cada uno de quienes lucharon y esperaron su victoria. Así, descuida el seguir los escrutinios certeros de la razón fría que el Malvado procura tener siempre cerca, y se deja llevar por los dictámenes de su corazón, aquel músculo irrigador de sangre que no es capaz de ver más allá de sus caprichosos anhelos.
Y ahora la pregunta que cualquiera podría hacerse: Entonces, ¿qué nos queda hacer?
La primera respuesta y tal vez la más lógica en este caso sería: El fuego se combate con fuego. Pero, ante eso, cabe protestar con Gandhi que “ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”. Pues si todos los hombres se odiaran los unos a los otros, cada uno procuraría de la forma más certera y despiadada la muerte del otro, hasta que el último hombre sobre la faz del planeta sería también el sepulturero de su propia tumba. Es claro, entonces, que la respuesta no va por ahí.
Un hombre que sólo Odia no conoce el Amor. No es capaz de reconocer fuera de él al otro, pues su empatía es nula, ya que su Odio es puro. En tanto no conoce el Amor, se escapa de su comprensión toda una rica gama de gradaciones morales, por lo tanto, de sentimientos, de ideas, y en ese sentido está en desventaja de quien Ama y Odia, y más aún, de los que somos capaces de Odiar mucho, a la vez que Amar mucho también. Su Odio lo hace fuerte frente al Odio; pero no lo hace fuerte frente a la inteligencia.
No cabe, pues, Odiar como el político nos odia, es decir, ese Odio que no reconoce enemigos de amigos, ni empleadas, ni madres, ni hijos, ni vecinos. Pero podemos Odiarlo a él. Odiarlo de la forma más profunda que el Amor que sentimos por los nuestros, de la empatía que nos produce el resto de la humanidad sufriente, incluso los perros (a los que muchas veces amamos más que a los humanos) nos permita. Nuestro Odio, nuestra organización, nuestra inteligencia, serán entonces capaces de destruir al político, de destruir a la democracia y a sus sucias abominaciones.
La destrucción de la Democracia, del Capitalismo y del Humanitarismo son pasos absolutamente necesarios para superar la sesgada y nociva prevalencia del Bien sobre el Mal, que es la causa final de nuestros padecimientos. Sólo la aceptación del estado de Guerra Constante, el sitio permanente, y la necesidad de entender la moral como un continuo difuso donde toda acción conlleva beneficios para el otro y para uno mismo, nos permitirán evolucionar como sociedad hacia un estado y una forma de gobierno que NO parta de la premisa que los gobernantes tienen el deseo de hacernos bien, sino que IMPIDA que desde su posición pueda hacer demasiado daño.
Sólo la fundición del Bien y el Mal en una sola moral autodefensiva y colaborativa puede salvarnos. Y no llegará del cielo, ni del futuro, ni del digimundo ni de ninguna parte rara; tiene que salir de la humanidad misma, del trabajo y de la inteligencia de aquellos hombres que, más que otros, nacieron para pensar.

Inti Målai Perdurabo