domingo, 30 de diciembre de 2012

Debo hacer una confesión...



Amigos, debo hacer una confesión: dejé de escribir poesía.
No fue una decisión, fue sólo el resultado de haber tomado un camino. Por lo tanto no cabe dar motivos, sólo esbozar explicaciones. No quise cerrar este año sin hacerlo, y no tiene nada que ver con los mayas ni con las alineaciones planetarias (¿alineaciones planetarias? ¿en un modelo no-euclidiano del espacio? ¿de qué diablos me están hablando?) ni con nada fuera de mí mismo, sino que en tanto vivo un cambio, acuso recibo de ese cambio y noto cómo ese cambio se manifiesta, sentí en mí la necesidad de comunicárselo a quienes les interese saberlo. Quizás algunas de estas experiencias a alguien más puedan servirle.
Ya no recuerdo muy bien en qué momento abandoné mi nombre de familia, “Miguel Álvarez”, y empecé a firmar con este extraño apodo, “Inti Målai”. El primer poema en mis cuadernos que aparece firmado así es Contrapoema vigésimo, una parodia del poema 20 de mi siempre despreciado Pablo Neruda. En mi poder tengo todavía las primeras impresiones que hice de El Tren de las Nueve, de Ian y de Un relato de Vindheim, las tres novelas que escribí entre los trece y los catorce años, y todas aparecen firmadas como Miguel Álvarez Lisboa. A juzgar por la dedicatoria del Tren, Boris ya se había ido del colegio; por lo que deduzco que lo terminé hacia fines de 2005. Por otra parte, en Ian (que es anterior al Tren) hay un personaje que luego cambió de nombre, pero que originalmente se llamó: Inti Målai. Para el lunes 3 de abril de 2006, ese nombre empezó a aparecer en el pie de mis columnas del Clarín del Gallo. Pese a todo lo anterior, mi primer correo electrónico, “inti_malai@...” lo hice en casa de un amigo, poco tiempo antes de que en la mía hubiera internet, hacia fines de 2005 (si mi memoria no me falla), cuando todavía tenía en mi baraja de cartas mitos y leyendas el talismán “flechero”, y que esa misma noche cambié por una ruma de naipes sin ningún valor.
Con todo, hoy Inti Målai ha terminado por ser el nombre y Miguel Álvarez el pseudónimo, el nombre de fantasía, el que figura en listas de colegio y de universidad, el que tiene R.U.T. y cédula de identidad. La muerte de Miguel Álvarez y el nacimiento de Inti Målai, lo considero el proceso más importante de toda mi vida. De él dependen todas las cosas que pasaron en ese tiempo, y en parte todas las que están pasando ahora, y las que están a punto de empezar.
Hoy puedo mirarme con la frialdad de la distancia y decir muchas cosas acerca de ése Inti Målai. Hacerlo ha sido mi paso más importante en la superación de sus errores y en la destrucción de sus engaños, para seguir adelante. En este ensayo quiero compartir con ustedes algunos de los pasos que esa transformación ha significado. Siento que, así como soy y me veo el día de hoy, es necesario presentarme de nuevo; muy pocas cosas pueden darse por sentadas entre él y yo.
Una de las posibles razones por las que dejé de escribir poesía, es que me alejé de Osorno. Sin duda (y lo reconocí siempre) la poesía no era mía, era de Osorno, de sus noches, de sus calles, sus olores y sus personas (aunque no todas sus personas). Desde que puse pie en Santiago todo fueron versos débiles, tristes, apenas motivados por el nostálgico recuerdo de la ciudad que me hacía falta. Y de una musa, que -al menos cuando recién llegué- también me andaba faltando.
Porque si de algo puedo estar seguro, es que comencé a escribir poesía cuando asumí, ya más como parte integral de mí mismo que como un vaho molesto en el transcurso de mis días normales, que estaba enamorado. Crucé miradas con la primera musa (la importante) en 2004 sin ninguna duda, y hasta 2008 no logré sacarla de mi cabeza. Es divertido darme cuenta de eso ahora, porque los primeros poemas que escribí (casi todos plagios de letras de canciones) evadían maliciosamente el leitmotiv maldito, el “clásico y cursi” tema de todos los rimadores, el que yo quería evadir a toda costa... pero el esfuerzo no me duró más de una treintena de páginas.
En ese mismo tiempo apareció en mi camino el gran maestro, el sombrío personaje que entre malas traducciones en internet y un puñado de poemas que apenas entendía, marcó mi vida para siempre: Aleister Crowley. Fue una cita ocasional; aún no había leído nada de él por referencias a bandas de rock, creo que para ese entonces ni siquiera conocía a Ozzy Osbourne o Led Zeppelin. (La forma como se apareció en mi vida fue tal cual como Dante se entera de la existencia de Beratrix Alkemiax en Verde, la novela). En otros viejos cuadernos (que tengo aquí conmigo mientras escribo) encuentro escrito Do what you will shall be the whole of law en páginas completas (¡maldita sea! ¡Estaba al borde de la esquizofrenia!) y estos, por lo que recuerdo, deben ser de 2006 también. Caligramas, traducciones, dibujos, y en todos: Crowley, Crowley, Crowley.
En 2005 escuché por primera vez al grupo Mägo de Oz, y en una canción de ellos es que aparece la cita. Nada consigue evadir dicha fecha; y por lo mismo, puedo decir con toda confianza que hacia atrás: hay nada.
Hoy me doy cuenta que en esos años no sabía nada de Crowley. Descargué sus libros, me compré otros, abordé con arrogancia sus galimáticos poemas y a pesar de todos mis esfuerzos nunca entendí una sola palabra. Todavía hoy muchos pasajes son para mí, por decirlo menos, oscuros. Pero en ese entonces, no era Crowley el que necesitaba ser entendido; era yo.
Algo que me consolaba era darme cuenta de que sólo yo -al parecer- entendía a Frater Perdurabo. Cuando me empecé a relacionar con los metaleros (esa curiosa especie de la fauna urbana que siempre me ha simpatizado bastante) empecé a descubrir lo desviado de sus lecturas, lo inexacto de sus referencias, y mientras más personas me hablaban de él, más me convencían de que su oscuridad se desvelaba sólo para mí. En cierta forma la oscuridad que rodeaba a la Bestia 666 era la misma oscuridad que yo sentía que me rodeaba en ese momento. The key of joy is disobedience. Love is the Law; Love under Will. Citas, citas, citas. Frases que amalgamaba en mi cabeza con completo descuido, que interpretaba a mi sazón, que leía como yo quería... para salvar mi sanidad mental.
Al final eso fue lo que hice; salvarme a mí mismo, a despecho de los demás. Pasé por encima del respeto y la compañía de mis mejores amigos (y hoy entiendo y agradezco su buena disposición de quedarse a mi lado), de mi familia, de todos mis conocidos, y me encerré en mi cabeza, en mi mundo, en Osorno, en mi musa: y en mi Poesía.

Quiéreme como a tu madre,
Y admírame como a un mentor.
Cuídame como a tu perro
y adórame como a tu dios

Estos cuatro versos (del poema Esquirla de un sinécdoque profético) condensan todo lo que fue ese desmedido, rayano en lo enfermizo, colérico y apasionado episodio de megalomanía que caracterizó casi toda mi adolescencia. Ahora que lo veo con más claridad me doy cuenta que no es más que una respuesta natural, tal vez no la más sensata pero sí la menos dolorosa, de evitar reconocer los propios defectos: reducir la realidad al estatus de la mente.
Creo que fue por eso que leí tanto de ocultismo en aquellos años. “Todo es mente”, “el templo de Tebas está cerrado para los profanos”, “no déis perlas de comer a las bestias” y todo ese menú de frases oscuras y sectarias con las que los escritores perseguidos conseguían fanáticos eran para mí una manera de hacer lo mismo frente a ese colegio que me odiaba, esa niña que me despreciaba, y esos compañeros de curso que se burlaban de mí: todos están mal, decía, y yo estoy bien; soy un hombre del pasado mañana.
Releo mis cuadernos de poesía y encuentro señales de eso en todas partes. Comenzó por ser una broma, pero después de un tiempo creo que había terminado por creerme, efectivamente, “la reencarnación de Jesucristo” (tomé al mesías de la religión que había abandonado, lo traje a la que empezaba a abrazar, y no contento con eso, lo sumergí en mi nueva cosmología ¡y después lo identifiqué conmigo mismo! ¿Qué clase de arrebato de egocentrismo es ése?). Transitaba entre la luz y la oscuridad, entre la biblia y la música de Black Metal, entre el servidor público que escribe el Clarín del Gallo y el vándalo juvenil que patea cuadernos y arroja sillas por los pasillos. En definitiva, intentaba hacerme cargo de la Ley de Thelema que creía ser el único en entender: Haz lo que quieras.
Al final todo era una estúpida gimnasia mental para nunca equivocarme, para nunca asumir mis errores, para nunca enfrentar mis defectos. Lo que luego llegaría a ser un retorno al geocentrismo comenzó en el microcosmos, con esa frase despreciable que algunos todavía me sacan en cara y que quedó (vergonzosamente) inmortalizada entre mis apodos del anuario de colegio: “yo soy el punto de referencia”.
En ese tiempo empecé también a referirme a mí mismo como “el gran mentiroso”. Una idea que no era mía pero con la que me identifiqué plenamente (se la debo a dos de mis grandes amigos de ese entonces) era que la verdad era relativa a las mentiras bien contadas. Todo se fue desintegrando a mi alrededor, y yo me fui quedando como el eje, el Sol, el centro del universo que decía: La única verdad es que todo se puede negar. O, como quedó más fielmente expresado en la Máquina de Escribir averiada: “La realidad es un acuerdo de caballeros donde todos hemos convenido imaginar lo mismo”; “la verdad es la mentira que nadie pone en duda”; de suerte que mentir era hacer Magick: provocar cambios en conformidad con la Voluntad. Así, yo, (“¡yo! ¡a mí! ¡a mí!”) el gran mentiroso, me convertía silenciosamente en Dios.
Todo lo que hice, dentro y fuera del colegio, durante el año 2007, fue una manera de probarme eso a mí mismo. Nadie podía atraparme; todos mis actos vandálicos quedaron impunes (salvo uno o dos que comprometieron la ineptitud de otros, o así lo veía yo entonces), todas las autoridades fueron burladas por mis (nuestros, mejor dicho, pues nunca estuve solo) envites, todas las huellas fueron borradas; y aunque todos los ojos pesaban sobre nosotros, podíamos llegar en la mañana, esbozar una sonrisa gigante y saludar con perfecta y horripilante hipocresía. El Gran Mentiroso en gloria y potestad.
Mi cuasi-expulsión hacia fines de Mayo de 2008, lejos de bajarme los humos, los subieron a fronteras insospechadas. No fue una herida a mi orgullo, todo lo contrario: ahora no sólo era un Dios, sino que además era un mártir. ¡Yo era más grande que el sistema! ¡Un títere de la Democracia! ¡El Príncipe Feliz, el Espantapájaros Inmolado! Un sentido retorcido del altruismo había campeado en mi alma: Proteger a los míos, hacerme grande en el sacrificio, en la inmolación, en la causa justa. Ya no era como cualquier otro pendejo egocéntrico con delirios de grandeza: era uno que se sacrifica por los demás.
Los dos meses que pasé en el limbo de no tener colegio ni futuro fueron caldo de cultivo de todas estas ideas. Debo reconocer que la soledad de ese período me hizo sumamente mal, aunque a mis ojos en esos días era sumamente bueno. Había llegado a fundar mi propia religión, y ahora tenía una historia para que el profeta fuera recordado. Fue en ese tiempo que acogí en mi nombre el de mi maestro, Perdurabo, para renovar la misma promesa que él: Perduraré.
Cuando volví a entrar a clases, en un colegio nuevo, lo hice aparentemente renovado, pero en realidad no era cierto; sólo había trastocado mi conducta para que estuviera a la altura de un dios avatárico, de un ser perfeccionado que sabe quién es y que no tiene que rendirle cuentas al mundo. Pero esa faceta rápidamente me empezó a tambalear; conocí personas nuevas, diferentes de las que yo había conocido hasta entonces, y me di cuenta del enorme valor que puede tener el empezar de cero. Nadie sabía de mí ni del Clarín del Gallo, nadie había escuchado hablar de mi religión, de mis libros, de mi musa, de mis actos vandálicos. Venía llegando fresco y la gente me daba una oportunidad (¡la que tanto necesitaba!) para hacerme reputación desde la nada.
Hubo personas infinitamente valiosas para mí en esa transición, algunas de las cuales a estas alturas conservan sólo ese lugar nostálgico en mi vida, si bien los menos son quienes hoy todavía están y a los que todavía puedo llamar amigos.
En mi colegio (mi colegio) tuve, además, la oportunidad, no censurada sino celebrada, de manifestar mi ego hasta sus últimas consecuencias. Leía poesía, compartía mis poemas, pero sobre todo, era reconocido en mis méritos por lo que hacía. Lejos de potenciar mi egoísmo eso obró de una forma completamente distinta; me ayudó a abrirme a los demás, a enfrentar con un poco más de valor la realidad, y el dictum del “acuerdo de caballeros” empezó a tambalearse satisfactoriamente.
Mi religión poco a poco fue quedando en el olvido, y comencé, como un enfermo mental grave, a sublimar y transferir mis traumas hacia el mundo exterior, el mundo más lejano, con el fin de proteger y preservar el interior, el círculo cercano de mi familia, mis amigos -los antiguos y los nuevos- y el colegio que (en ese momento) ya tanto amaba. En ese tiempo se me empezaron a escuchar cosas como el politeísmo egipcio, el animismo, y mi delirante creencia de que los dioses (“los” dioses) huilliches estaban detrás de mi afamado talento para escribir. Lo que era arriba era como lo que era abajo, y lo que era abajo ya había sido arreglado por mi cabeza para que fuera tal cual como yo lo necesitaba.
Si en el primer colegio se me condenaba todo lo que hacía por propia iniciativa, en el segundo me lo celebraban. Nunca más me tiraron las orejas por responder irreverentemente una prueba, o no entrar a clases, o cambiar la música de ambiente en un evento escolar (en uno de esos intercambios, dicho sea de paso, perdí mi atom heart mother y mi antichrist superstar, ambos pirateados). Si en el primer mundo iba por ahí, delirando y sufriendo la indiferencia de la musa ingrata, aquí tuve la oportunidad de hacer la prueba de jugármelas por alguien y obtener frutos de dicho esfuerzo; una moraleja para nada despreciable.
A mediados de 2009, como mis íntimos saben, un episodio desagradable marcó el fin definitivo del Gran Mentiroso, y la destrucción afortunada de mi propensión insana a las mentiras. Una frase fue la que derrumbó para siempre ese bastión de mi espíritu, y me la dijo uno de mis mejores y más queridos amigos: “Eres muy buen mentiroso. Te he visto mentir de forma descarada a casi todo el mundo, sin un sólo gesto que te delate; así que no puedo creerte que estés arrepentido”.
Pero para ese tiempo ya no necesitaba mentir. ¡Todo empezaba a caer bajo su propio peso! Me daba cuenta que quizás ser yo mismo no era tan malo después de todo, a ojos de los demás. Gané premios de poesía y de literatura, participé con excelentes personas en cortometrajes y documentales y eventos públicos. Incluso tuve la oportunidad de pararme frente a un público y leer poesía, siendo presentado por fin no como Miguel Álvarez, sino como Inti Målai Perdurabo.
Pero seguía siendo el mismo megalómano semidiós de siempre.
A menudo digo que cuando entré a estudiar filosofía fue para aprender algo nuevo. En parte eso es cierto, pero quizás no tanto. En esos momentos yo estaba tan seguro de quién era, de lo que haría con mi vida, y de lo que conseguiría con ella, que el camino se me mostraba grande y sencillo; era cosa de llegar a Santiago, seguir escribiendo, poner al mundo a mis pies con mi talento, y triunfar en lo que siempre había triunfado, para honrar así a esos dioses huilliches que vivían en mi imaginación. Por lo tanto, estudiar filosofía sólo era otra manera de llamar la atención. Podría haber sido cualquier cosa; pero tomé la precaución de no elegir literatura, para poder marcar siempre mi desprecio por el academicismo; yo estaba más allá del academicismo. Ellos debían leerme a mí, no al contrario.
Pero Santiago, afortunadamente, tuvo la forma y la sequedad hostil del mundo real. Desnudó mi egolatría con una ráfaga impertinente de seriedad e indiferencia, y cuando llegué ya no era “el poeta”, ya no era el “Espantapájaros Inmolado” ni nada: no era nadie, es decir, era cualquiera. Mis ideas, mis convicciones, mis definiciones violentas de poesía, mis alucinaciones mágicas de los parajes del sur y de las tormentas huilliches fueron sólo eso: alucinaciones. “Otro sureño chauvinista”, y nada más.
Nada me gustaba más que tener enemigos, gente que me odiara, que me mirara de reojo, que pensara en mí. Aquí no había ni siquiera eso: sencillamente, yo importaba menos que una cáscara de castaña.
Pero lo mejor, lejos lo mejor de todo, fue que conocí (y ¡oh, las escuelas de humanidades son zoológicos de este tipo!) a otros avataras. Como estudiar humanidades es tan alternativo, tan especial, tan diferente, osado, rompedor, muchos de quienes allí estaban (excepción hecha de los que habían llegado a asumir cargos políticos designados previamente por sus sectarios partidos, y los que dando bote fueron a parar a lo más “fácil” en la institución más “difícil”) eran otros que, como yo, sentían que habían llegado para predicar verdades, superar adversarios y conquistar el mundo. Y vi en sus desagradables gestos, en su molesta forma de expresarse, sólo un reflejo grotesco de todo lo que yo creía ser... y me di asco.
Una a una todas mis pretensiones, todos mis delirios de grandeza, se han ido derrumbando. Hasta hace poco la última y más persistente, la de creerme músico, también terminó por desaparecer. Sólo ahora, después de la desagradable experiencia de notar que me odiaba a mí mismo (¡como si mi maestro me lo hubiera estado susurrando todo este tiempo!), puedo darme cuenta y reconocer en qué -y por qué- he cambiado. Y se siente bien.
Dejé de escribir poesía, como les confesaba, y debo decir que no me siento mal por ello; tal vez era cierto lo que dijo alguna vez Rimbaud, y la poesía es para la adolescencia. Me he dado cuenta de una cosa, muy importante, y es que, como dicen que dijo Beethoven, el genio es 5% talento y 95% esfuerzo. Quedarse con el 5% que la naturaleza da (o la reencarnación hereda, o los dioses huilliches conceden, da lo mismo) es, y debo decirlo con estas palabras: Cobarde.
“Podría vivir encerrado en una cáscara de nuez, y sentirme rey de un espacio infinito”, decía Hamlet. Bueno pues, creo con Hesse que “para nacer hay que romper un mundo”, y ese mundo no es sino la cáscara de nuez, la “tortícolis metafísica” de la que me advirtió alguna vez Fernando Riveros aludiendo a Parra (o a Jodorowsky, mi memoria no es tan buena).

Creo que el dolor es un esfuerzo para nacer;
que el mal es la sombra o el error del bien;
que el hombre trabajando debe conquistar su ser;
que el bien es el amor, y que Satán no es nada”.

Nada puede caracterizar mejor mi espíritu en el momento actual que este pasaje de Eliphas Leví. Lo contrasto, por fin, en toda su belleza y simplicidad, con los cuatro versos que más arriba cité de mí mismo. ¡El hombre trabajando debe conquistar su ser! ¡Trabajando!
Me aburrí de los pasajes oscuros, de los escritores iluminados, de los Zoroastros y los Budas que “han visto” y ahora han bajado a profetizar. Me aburrí de los artistas al peo que dicen: “mi arte no es malo, sólo es demasiado profundo para ser entendido”, me aburrí de los poetas que escriben puras webás y de los músicos que llaman “progresivo” a sus mediocres abusos de las escalas pentatónicas. Me aburrí de los semidioses a los que “todavía no les llega la hora”, porque ya que vengo saliendo de esa marisma me doy cuenta que sólo es cobardía, inmadurez, y un recatado sentido de la mediocridad.
Es por eso que decidí aplicarme en una rama completamente diferente: la así llamada Filosofía analítica. ¡Nada de oscuridades, nada de misticismo! Hable claro, sea conciso, hágase entender y si no tiene nada que decir: calle. Me quedo con la lógica y la matemática, porque hay algo que decir al respecto, porque hay una manera de equivocarse, de comparar resultados, de discriminar. No basta con hallar la verdad; hay que demostrarla.
Así, los nuevos desafíos que tengo a la vista en este momento son quizás más hermosos, por cuanto será más difícil alcanzarlos, que antes. En efecto, “el verdadero espíritu del deleite, de exaltación, el sentido de ser más grande que el hombre, que es el criterio con el cual se mide la más alta excelencia, puede ser encontrado en la matemática tan seguramente como en la poesía” (B. Russell). La pregunta hoy entonces es: ¿Cómo retornar a esas verdades sublimes, delicadas, brillantes y escurridizas que hay detrás de una tormenta en el sur de Chile, o en los ojos de una mujer, o en lo preciso de una bajada de medio tono o en la palabra aplastante dentro de la rima perfecta, sin embriagarse con su contemplación y sin auto vanagloriarse de su conquista? ¿O será que quizás no hay nada que explicar, nada que conquistar, que quizás baste con disfrutarlas, deleitarse con ellas, y que para el escritorio, el mundo, el libro, mejor es escribir de aquello que puede decirse, comprenderse, debatirse, defenderse?
Esta es la gran conclusión que saco de los últimos siete años de mi vida, y me gusta. No quiero tener discípulos, ni adeptos, ni escribir gruesos volúmenes llenos de ambigüedades y sofismas para que pendejos inadaptados me lean y vayan por ahí creyendo ser más grandes que los demás por ser incomprendidos; para eso tienen a Nietzsche. Si llego a ser alguien, si llego a merecerme un aplauso, un estrechón de manos, un premio, una felicitación, que sea por mi esfuerzo y no por mi misterioso y siempre agradecido talento de escribir bonito.
Hay misterios allá afuera, en la naturaleza, en el mundo, e incluso en la mente humana, que por el monopolio de los místicos y los escritores rebuscados han permanecido varados en la rivera de la literatura; pero hay algo que decir al respecto. Algo hacen las cartas del Tarot, algo hace temblar las ollas en las casas embrujadas; algo nos observa allá afuera, desde lo alto, algo se pasea por nuestras nubes... y no está tripulado por seres humanos. Todavía hay algo que saber acerca del mundo; mi concepto de “ciencia” pues no debe ser confundido con eso a lo que hoy llamamos ciencia, eso que los científicos hacen y que los ateos, los positivistas y los desencantados tristes hombres de nuestro tiempo admiran y temen tanto. ¡No! La ciencia es una disposición anímica, una creencia primigenia, una fe inquebrantable; la misma que guía el sentido original de la Filosofía, de la Gran Obra, y de todo el quehacer humano comprometido con el sentido puro y más perfecto del saber: Conocerlo todo, en el más desnudo y completo sentido de la realidad.
En este sentido he cambiado; en esta dirección voy. Agradezco la compañía infinitamente sana y enriquecedora de los que en todo este tiempo han seguido cerca, no me han descuidado una palabra y a los que yo también he tratado de no descuidar jamás. Esos con los que nos vemos poco pero siempre que nos volvemos a reunir, es como si nunca nos hubiéramos separado. Esos que todavía me escuchan. Esos que todavía me discuten. Esos que todavía me critican, no por burlarse de mí, sino por no temer decirme lo que piensan. Será agradable el día en que nos volvamos a encontrar, nos volvamos a conocer, y pese a todo, sigamos siendo amigos.
Hay diez nombres a los que va dirigida esta dedicatoria. Sé que ellos saben quiénes son.
Y bien, eso sería todo. Gracias por su atención y ¡feliz año nuevo!


Inti Målai Perdurabo

El fin de la poesía parece ser una obra poética de incalculable valor...

(Anotación en mi último cuaderno de poesía)