jueves, 18 de julio de 2013

Blinded by the Light...



"El mundo necesita oscuridad, porque la luz no nos ilumina, sino que nos ciega y nos abrasa"
Varg Vikernes


Déjenme que les cuente una historia increíble.
Corría el año 2006 (o 2005, no recuerdo muy bien) y en esos años el medio de comunicación más popular era el MSN Messenger. Nuestros amigos de Microsoft sabían del éxito arrollador de su juguete informático y consecuentemente lo enchulaban a menudo, para hacerlo cada vez más entretenido, versátil e interactivo, como llegó a serlo antes de que tuvieran que botar las redes a fines del año pasado, reemplazados irremediablemente por Skype y el feo e incómodo chat de Facebook.
En esos años se podían hacer muchas cosas con el MSN Messenger. Había emoticones animados que uno mismo podía hacer, sonidos grabados o de paquete, se podían hacer vídeo conferencias, conversaciones de a muchos y todas esas cosas entretenidas que hacen que la gente se acueste muy tarde.
En esos años dos amigos míos (amigos, no “conocidos” ni “personas a las que conociera de lejos”; amigos de los de verdad, de los directos) eran asiduos coleccionistas (como muchas otras personas) de emoticones. Entre los dos se compartían los nuevos que obtenían, o buscaban juntos alguno que hubieran visto y quisieran agregar. Su temática eran los emoticones “pícaros” (ellos usaban una palabra menos elegante) o sensuales, que -como se podrán imaginar- eran muchísimos.
Dado que, como dije recién, había para regodearse (además que ellos tenían muchos contactos donde conseguir material), su colección fue creciendo rápidamente y pronto se hizo incómodo recordar todos los atajos de teclado para usar sus valiosas piezas. Finalmente decidieron cambiar los atajos por otros más intuitivos, fáciles de teclear y recordar: combinaciones numéricas. Así fue como a un emoticón (quién sabe de dónde salió) cuyo atajo era originalmente “jejeje” (un smiley que levanta las cejas) le tocó su nuevo nombre clave: “1313”.
Obviamente, había un “1212”, un “1414”, un “2323” y muchos otros. Pero es éste el importante.
Pasó el tiempo, ellos usaban sus emoticones para conversar con todo el mundo, como es natural, y pasó que un día escuchamos todos (¡fue sorprendente!) que en las fiestas pokemonas (la “tribu” de aquellos años) sonaba una canción que en una parte de su letra decía: trece-trece.
Creímos que podía ser una coincidencia, pero rápidamente notamos que no; el emoticón rebautizado “1313” empezaba a dar la vuelta al país, a aparecer en todo tipo de publicaciones, a usarse indiscriminadamente dentro y fuera de Messenger, y cuando la plataforma finalmente cayó, la estúpida cifra mil trescientos trece ya se había convertido en sinónimo abreviado de todo lo que puede expresarse subiendo y bajando las cejas, como el emoticón original.
Así que, créanlo o no, soy amigo personal de las dos personas que bautizaron “1313” al estúpido emoticón ese. Dos osorninos, perfectos desconocidos para la gran mayoría del planeta, son en parte los autores de lo que hoy se considera un todo un icono generacional cuyos orígenes, sin embargo, permanecerán un buen tiempo en el misterio.
Dejemos al 1313 aquí un momento y hagamos un viaje hacia el pasado, unos mil novecientos y tantos años. Me permitiré fantasear un rato.
Imaginemos que allá por el año 30 de nuestra era (poco más o menos) en Palestina, un grupo de personas congregadas por alguna razón insignificante, hayan presenciado sin quererlo el descenso de una nave espacial descomunal, brillante y ruidosa, hecha con la más perfecta y avanzada tecnología. Imaginemos que se abre la nave espacial, que de ella descienden seres verdes de dos metros de altura con trajes de látex, cascos redondos y voces distorsionadas, como si llevaran un pedal wah-wah en la garganta. Imaginemos que los seres verdes bajan, toman algunas muestras de sedimentos -entre ellas uno de los personajes que presenció el hecho- y finalmente deciden retirarse a su lejano planeta, por lo que vuelven a abordar y se van al espacio.
¿Qué es lo primero que estos hombres, en este escenario hipotético que hemos fabricado, comunicarían a sus conocidos, familiares y amigos cuando volvieran a su ciudad (Jerusalén, pongámosle)? Algo más o menos así: “Una cosa brillante bajó del cielo y salieron unos seres verdes gigantes que se llevaron a Jesús”. ¿Alguien les habría creído?
Nadie, probablemente. Porque suena demasiado improbable (aunque no imposible) que las cosas ocurrieran como ellos dicen.
Pero resulta que ellos están seguros de lo que vieron, y la verdad es una fuerza capaz de llevar a los hombres más allá de cualquier límite con tal de defenderla. Pero las personas que los escuchan, seguros del mundo en el que viven y sus regularidades, no estarán dispuestos a transar la estabilidad de su realidad para dar crédito a lo que defiende un puñado de pelafustanes.
Hay una paradoja física que dice: ¿Qué ocurre cuando un cuerpo incontenible se estrella contra un cuerpo inamovible? Aquí debemos suponer que la verdad de quienes vieron es la fuerza infinita del cuerpo incontenible, y el sentido común es la inercia infinita del cuerpo inamovible. Es claro que a punta de encuentros, uno tras otro, ambas partes irán sintiendo la molestia por la situación. Los que dicen haber visto querrán que les crean; los que escuchan querrán que ellos se retracten, o se les de por locos para que dejen de importunar con sus fantasías. Pero si la verdad se defiende con brío (como suele ocurrir) habremos de esperar que ni ella será una fuerza infinita, ni la incredulidad será un bloque inamovible. Al final unos y otros irán arreglando el cuento original, hasta lograr aquella versión “estable”, es decir, “la más creíble”; la que sin dejar de ser “en algún sentido” cierta, al menos respeta un mínimo de regularidades empíricas.
Cabe recordar que en el siglo primero de nuestra era no había televisión, ni computación, ni fotografía ni filmografía y en general el conocimiento se entregaba tanto por vía oral como por vía escrita. Bien, mi tesis es la siguiente: La credibilidad de una afirmación (un hecho, una experiencia, una noticia, etcétera) se basa en dos factores relevantes: primero, que su verdad esté garantizada por un mínimo necesario de pruebas en soportes tecnológicos válidos para el tiempo y el lugar del que se habla. Y segundo, que ella (la afirmación) no destruya o no se salga, en un mínimo suficiente, de lo que consideramos como “lo real posible”. De tal suerte que toda “noticia” necesita, para ser tal, un mínimo necesario de “respaldos” y un mínimo suficiente de “coherencia” con el mundo.
En una sociedad que no tiene más medios de comunicación que el oral y el escrito, es por tanto indispensable que estos medios cubran la noticia. La versión del secuestro alienígena en la sociedad grecorromana de principios de la Era parece ser una historia por decir lo menos “incómoda”; pero si muchos escritores hablan acerca de ello, y las personas que dicen haberlo visto están dispuestos a morir por no retractarse de sus dichos, entonces es muy probable que “al menos una parte de la noticia” sea verdad. El tiempo irá haciendo su criba, hasta que al final se conserven los textos más centrados, es decir, los que no abandonan del todo la veracidad de la experiencia, pero tampoco la aceptan en todos sus detalles.
Postulo que es imposible discernir (imposible) si el Evangelio que tenemos hoy es una crónica fiel de los hechos acaecidos en torno a la vida de Jesús, o son las versiones “finales” de este proceso de selección del sentido común, de acuerdo a los supuestos de mi conjetura. En términos estrictos, tanto lógicos como históricos, ambas alternativas son igual de posibles.
Del Evangelio al “1313”, la cuestión es siempre la misma; no importa cuánta tecnología poseamos, cuánta información seamos capaces de recolectar, cuántas fotografías, películas, cámaras infrarrojas, detecciones de huellas digitales, respaldos blue-ray podamos hacer de nuestras bases de datos conservando la información; siempre hay un margen, un “umbral” necesario para que algo sea considerado confiablemente cierto. Y siempre habrá hechos, experiencias, recuerdos, que estarán por debajo de dicho umbral: y nuestro conocimiento del mundo siempre estará incompleto, porque no creeremos en la verdad, aunque ella se presente ante nuestros ojos con toda en toda su pureza y desnudez, si ella no viene acompañada de relativos culturales.
Uno de los grandes problemas que veo a diario en nuestra sociedad, es que hemos delegado demasiada -excesiva, diría yo- confianza a nuestros soportes tecnológicos cuando se trata de decidir en qué creer. En general lo que presenta fotos, estudios, firmas especializadas, documentales y publicaciones es tenido por cierto; y lo que sólo tiene pruebas de buena fe de “quien lo vió con sus propios ojos” es descartado como falso, o a lo sumo como “poco probable”. Sin más, confundimos las palabras “probable” (en sentido de probabilidad) con “probable” (en sentido de susceptible de ser respaldado con evidencia) a cada rato y con total naturalidad.
Mentir es siempre posible, tanto cuando se hace de palabra, o cuando se filma un documental con la mayor seriedad y profesionalismo. Por ejemplo tenemos canales que “se dicen serios” (como History Channel o Discovery Channel, ninguno de los cuales veo porque me provocan la misma desconfianza) pero que en su programación presentan documentales abiertamente pseudocientíficos, algunos de ellos contradictorios incluso, y lo hacen con el mismo nivel de soportes tecnológicos en cada caso. Por ejemplo, todos ellos hablaron de las profecías mayas, de las alineaciones planetarias y cuanta tontera más para esperar el 2012; todos se equivocaron monumentalmente.
O tomemos por ejemplo a Salfate y las teorías conspiracionistas que le gusta difundir. Tenemos todos un criterio interno que nos dice: Sí, esa sí puede ser cierta, o No, esa es evidentemente absurda. Todo entra y sale del “umbral” de credibilidad con el cual juzgamos lo que nos dicen.
Finalmente resulta que, contrario a lo que podríamos creer en un principio, y este es el resultado paradójico al que quería llegar, tenemos más tecnología pero no tenemos más maneras de acercarnos a la verdad que antes. ¡Hemos vivido siempre en la misma incertidumbre respecto del mundo!
Hoy (HOY) si una nave espacial baja y secuestra a un hombre, probablemente habrá teléfonos celulares con cámaras para registrar el hecho; habrá satélites fotografiando la superficie de la tierra, habrá vecinos que escucharán, habrá aviones y torres de monitoreo que podrán dar cuenta del hecho. Es casi imposible que si una nave espacial baja del cielo y se lleva a una persona (que, a todo esto, tendrá facebook, carné de identidad, familia, fotografías, teléfono celular y hasta puede que GPS), no tengamos maneras de saberlo. Pero “casi”.
Paradójicamente también, somos capaces de juzgar sobre hechos gigantes (naves espaciales, explosiones, golpes de estado, cataclismos, atentados terroristas) pero perdemos ostensiblemente la capacidad de juzgar sobre hechos pequeños (como el que alguien llame “1313” a un emoticón que antes se llamaba “jejeje”). Incluso sostengo que se podría invertir todo el dinero y todos los recursos informáticos para descubrir quién usó por primera vez el emoticón con ese nombre, y ni aún así darían con mis dos amigos; porque los dos computadores que ellos, en su tiempo, usaron, hoy están en calidad de chatarra; porque ellos no usaban sus identidades reales detrás del computador, ya que en esos años había que mentir sobre la edad para poder abrir cuentas de Hotmail si uno era menor de edad; y porque dudo mucho que en alguna parte una base de datos registre paso a paso todo lo que se hace en internet. Es decir, con toda la tecnología que tenemos, con todos nuestros avances científicos, sigue siendo la palabra de ellos, contra la de otros. Igual que los apóstoles hablando de su Mesías que “se fue al cielo en una nube luminosa”.
Se ha hablado mucho en nuestro tiempo acerca de las tecnocracias y de ese monstruo grande y amorfo que es “El Sistema”. La gente cree que en el Colosionador de Partículas del CERN los físicos del mundo están buscando dar con el “último ladrillo” del edificio del conocimiento; en una palabra, creemos que estamos al borde de descubrirlo todo, y que cuando eso ocurra no podremos huir ya nunca más del ojo avizor del Poder Hegemónico Absoluto, y se “acabará la historia”. Pero esto no es y nunca dejará de ser más que una caricatura, elaborada en la mente de personas que todavía están sorprendidas de ver que en la pantalla las personas hablan y se mueven ¡y es todo tan real!
La pérdida paulatina de la capacidad de crítica, de reflexión y sobre todo de la fe en la libertad (esa libertad última, irreductible, del hombre dentro de su propia cabeza) está haciendo que nuestras gentes “quieran” jugar a que son robots, sin que realmente nadie los esté obligando y no haya, en realidad, forma de lograrlo. La pesadilla orwelliana del gobierno que es capaz de entrar hasta en el último rincón de tu habitación e incluso toma la precaución de colocar la sal -que dejas intencionalmente en el borde del libro- después de leerlo para que no notes su presencia, ha ido creciendo a medida que la tecnología se ha ido emplazando en nuestros medios de comunicación. Creemos que no es posible delinquir sin ser descubierto; que no es posible mentir, ni engañar, y sin embargo, las mentiras, los crímenes sin resolver y los engaños de todo tipo están ahí, dentro y fuera de la verdad, dentro y fuera del campo visual de su míope ojo Avizor.
Lo mismo cabe decir para la ciencia. Ella mide todo lo que se puede medir, ella registra todo lo que se puede registrar; pero un niño sana su enfermedad gracias a que una vieja quemó sahumerios en su choza, y es coincidencia. Una casa expulsa a sus habitadores mediante sucesivas fugas de agua, y es imaginación. Un hombre sale de su casa y vuelve a la media hora con barba de tres días, y es anecdótico, pero demasiado improbable que lo hayan secuestrado los extraterrestres. Otra vez lo mismo: Nadie vio la nave espacial, ninguna cámara lo registró, ningún satélite la detectó, ningún celular la filmó. Por lo tanto, no hubo nave. Pero el hombre y su barba están allí, vivitos y coleando.
En la escena final de la película Contacto, la protagonista atraviesa por el portal interespacial y ve y filma un viaje de dieciocho horas (si mal no recuerdo) hasta un mundo a miles de millones de años luz de la tierra, donde se entrevista con un ser que se le presenta bajo la forma de su difunto padre. Al retorno ella descubre que quienes la esperaban sólo vieron a su módulo espacial pasar por dentro del portal directo al mar sin que nada especial ocurriera, y que su cámara sólo filmó estática, por lo que la toman por loca y desechan como alucinación lo que llegó contando. Sin embargo, una de las científicas, bien avispada, pide de todas formas copia de la cinta. No está interesada, dice, en la estática; sino en el hecho de que filmó aproximadamente dieciocho horas de estática.
Vivimos constantemente de cara al misterio. El mundo se nos hace cada día más basto, más lleno de cosas, pero seguimos siendo igual de pequeños e indefensos ante lo desconocido. Hemos de suponer que el hombre primitivo construyó su dolmen y creyó estar en el centro del universo; el astrónomo babilonio miró el cielo, el geómetra griego calculó el diámetro de la tierra, y el filósofo afirmó que estábamos en el planeta al centro del Universo. Hoy, el astrofísico asegura que estamos en el Universo, en el tiempo-espacio dentro del cual un hombre se pregunta por el universo; pero en todos los casos es siempre lo mismo: trazamos un círculo dentro del cual todo es conocido y fuera del cual la oscuridad, el misterio y lo novedoso se prolongan hasta el infinito. No hemos dejado de trazar, en nuestras mentes, el mismo mapa caricaturesco medieval, que ponía dragones en los bordes del mar; sólo que nuestros dragones están cada vez más lejos; pero ¡son cada vez más grandes!
Es fácil ser realista y cientificista cuando se vive en la ciudad y se aprende de cara al laboratorio; pero en medio de una tormenta, acosado por los vientos y las respiraciones en lo alto de una montaña del Sur de Chile, uno empieza a dudar si el volcán Osorno es sólo un accidente de terreno, o acaso es efectivamente un dios dormido que nos protege y nos guarda. Ningún espectroscopio ha podido verificar que exista el alma, ningún espiritista ha podido entregar el código Houdini, y sin embargo, hay quienes saben cosas que no tendrían cómo saberlas; hay quienes curan lo incurable, hay quienes cierran los ojos, duermen, y a la mañana siguiente pueden relatar con lujo de detalles lo que ocurrió a miles de kilómetros. Y no tienen más que su palabra para probarlo, y el hecho incómodo de que han acertado. ¿Verdad, mentira, engaño? Decidirlo no es más difícil hoy que hace dos mil, o tres mil, o cinco mil años.
La oscuridad siempre ha estado allí. Ya sea como duende, como monstruo, como lobo; como bárbaro, como bruja, como licántropo; como asaltante, como delincuente juvenil, como terrorista paramilitar. Sabemos muchas más cosas pero seguimos durmiendo con las puertas atrancadas. Tenemos más libros, más explicaciones, más testimonios, pruebas y garantías, pero el miedo no ha disminuido. Nada nos ha asegurado la inmortalidad, nunca hubo rapto ni piedra filosofal ni conflagración universal. No hubo dictadura del proletariado ni tercera guerra mundial, y no es todavía el fin de la historia. En cavernas tibetanas de tiempos védicos (una chorrera de siglos antes del tiempo de los egipcios) se han encontrado representaciones de nubes negras que arrojan fuego sobre los hombres provocando enfermedades a la piel y horribles deformidades. Que hoy conozcamos la energía nuclear no da prueba de profecías cumplidas ni de Sectas Orientales escondiendo el conocimiento ancestral para prevenir la aniquilación de la humanidad; sólo nos invita a reflexionar acerca de cómo nuestra especie, nuestra civilización, ha sido capaz y se ha empeñado con meta fija a cumplir y hacer realidad sus más terribles pesadillas, a actualizar los más profundos miedos. Sin ir más lejos, el psicoanalista Carl Jung sostuvo en uno de sus libros que los platillos voladores eran otro acto de transferencia por parte de mentes enfermas, prisioneras de una sociedad que es cuna y madre de sus peores traumas.
Creemos que estamos acercándonos al final, pero en realidad es sólo el principio. La humanidad no ha terminado siquiera de despertar, de ver con sus propios ojos. Cada verdad viene cargada de nuevos y más difíciles misterios, como una trampa china donde cada caja contiene a otra caja en su interior, sólo que el fondo no se hace más pequeño, sino más grande.
Cada vez más grande.
El total de la reflexión podría resumirse como sigue: Mientras haya respuestas, siempre quedarán preguntas.
Tenemos trabajo que hacer. Muchas gracias.

Inti Målai Perdurabo



Quiso avanzar, tropezó con una pared invisible. Quiso retroceder, le pasó lo mismo. Palpó arriba, abajo, a los costados: estaba encerrado en una jaula de cristal. Dio golpes sin perder nunca las esperanzas, insistió una y otra vez en el mismo sitio, hasta que sintió un crujido y pudo atravesar la superficie fría con el puño. Se abrió paso y, por fin, salió al exterior. Avanzó feliz, sonriente, libre, pero se dio un frentazo contra una pared invisible: ¡Estaba dentro de una jaula mayor! Pensó, consolándose: “¡Por lo menos es más grande y está creciendo! ¡Crecerá tanto que un día desaparecerá!”
Pero la jaula no crecía: el señor iba empequeñeciendo.

“La Jaula”, de Alejandro Jodorowsky.