"Now let your mind do the walking
And let my body do the talking,
Let me show you the world in my eyes..."
DEPECHE MODE
Hace unos seis meses pasé una experiencia muy entretenida con unos Testigos de Jehová. Contrario a lo que muchas personas piensan, los Testigos de Jehová no son como otros cristianos que se saben las cosas a medias y defienden su punto de vista con sentimentalismos baratos. En general me ha tocado la grata experiencia de descubrir que al menos éstos estudian muy en profundidad no sólo la Biblia sino también otros textos, y a veces, cuando no son muy viejos y no andan en grupos muy numerosos, se pueden sostener conversaciones bastante interesantes con ellos.
Ese día yo
venía saliendo de una consulta médica y ya estaba atrasado para ir
a una clase que, de todas formas, no me estimulaba demasiado, así
que tenía toda una mañana para llenar. Ahí fue cuando dos jóvenes
que al parecer tampoco tenían clases ni trabajo a esa hora me
abordaron con una serie de complejas preguntas. Aunque estaba
leyendo, consideré que la lógica paraconsistente seguiría ahí
para cuando terminara, así que los invité a que nos apartáramos
del paso de los transeúntes y comencé a responder sus preguntas.
Esa breve
experiencia (cerca de cincuenta minutos de una mañana que no podría
haber sido utilizada de mejor manera) fue sumamente grata para mí
por dos motivos; primero, me recordó que detrás de todo intelectual
mediocre siempre puede existir una persona con genuino interés en
aprender y en cultivarse, y que muchas veces no es culpa de ellos
mismos sino de quienes les enseñan y sobre todo, de quienes los
felicitan más de lo que los critican (cosa que en los últimos meses
he aprendido yo también a valorar); y segundo, porque me ofreció
una oportunidad empírica y sumamente intensa (la charla no fue para
nada superficial) de mirarme a mí mismo y darme cuenta de la
consistencia que ha ido adquiriendo mi propio sistema de creencias.
Puede sonar
como la cosa más pretenciosa del mundo, pero creo que no está
tan mal alardear de algo que, a fin de cuentas, es mérito no
heredado, sino que es el resultado de un profundo y cuidadoso
trabajo.
No quiero
decir que se me vaya la vida en construir mi visión del mundo,
porque en un estudiante de filosofía puede aparecer como lo más
cursi que hay. Pero, sin
duda, durante los últimos... once años ha sido para mí, si no una
preocupación o una angustia, sí un pasatiempo entretenido y una
ocupación emocionante, esto de revisar una y otra vez las cosas que
creo y preguntarme por qué las creo y en qué sentido alteran la
forma en que me comporto.
“Once años” es mi cálculo más aproximado, porque en efecto
creo que como a eso de los doce años tomé ciertas decisiones,
empecé a leer ciertas cosas y me familiaricé con ciertas actitudes
que de forma relevante sirvieron para constituir a la persona que hoy
se presenta en mi nombre.
Las
personas que me conocieron en esos años tal vez vieron con algo de
humor mi paso desde el monoteísmo cristiano hacia el panteísmo, y
de seguro con triste desilusión mi reciente paso desde el panteísmo
hacia lo que primero llamé teísmo lógico y que hoy es, a secas,
agnosticismo crítico. O cuando vieron que dejé de escribir poesía,
que cambié la literatura maravillosa por la ciencia-ficción y que
ya no revuelvo los estantes de esoterismo en las librerías (en busca
de algún volumen de valor entre toda la porquería new
age)
sino los de ciencia (en busca de algún volumen de valor entre toda
la porquería de divulgación) y los de filosofía (en busca de algún
volumen de valor entre toda la porquería continental).
Por otra parte, quienes me han conocido más recientemente se
sorprenden y han tenido la oportunidad hasta de burlarse por mi
costumbre de preguntarle a la gente su signo del zodiaco o por leer
las cartas del Tarot. Parece sorprendente, o tal vez sólo es un
episodio aislado en una lenta transformación hacia el mundo real -me
han dicho a veces- que una persona tan minuciosa en la lógica y tan
crítica de las supersticiones (lo dicen ellos, no yo) todavía haga
y diga cosas así. Cierto es que entre los filósofos analíticos que
he conocido todos tienen alguna fantasía romántica que les calienta
el corazoncito por las noches (la filosofía oriental, los
videojuegos o el socialismo), pero lo mío es lo menos cercano a la
seriedad y, por otra parte, lo más peligrosamente próximo a la
estafa.
Es cierto que desde los quince años me dediqué a leer y estudiar
con mucha más profusa atención y sincero entusiasmo todo lo
relacionado al ocultismo, a la magia y a la religión comparada que
cualquier otra cosa que tuviera que estudiar en el colegio. También
es cierto que por mucho tiempo y en muchos contextos diferentes he
defendido los fenómenos paranormales y las experiencias numinosas,
los misteriosos poderes de la intuición y la precognición. Siempre
he tenido respeto al concepto de Dios aun cuando no me afiliara a
ninguna religión, y siempre me he cuidado de burlarme menos de
Cristo que de los cristianos. Y todas estas cosas, al parecer, casan
mal con mi predilección por los métodos empíricos de la ciencia,
con mi afición por la lógica y mi defensa férrea del racionalismo
y la visión crítica de las creencias de los demás.
Sin embargo, esta combinación tampoco es tan extraordinaria, porque
es un hecho que hay personas en el mundo de la ciencia y de la
filosofía que no abandonan sus inclinaciones románticas por lo
místico y lo sublime, y tienen lugares comunes desde los cuales
defender sus puntos de vista. Precisamente por eso al principio de
este artículo mencioné mi encuentro con los Testigos de Jehová,
porque ese día no sólo pude defenderme contra quienes piensan muy
distinto a mí, sino todo lo contrario, hallé posturas que son muy
parecidas a la mía pero fatalmente distintas, y es sobre aquellas
que quiero escribirles hoy. ¿Por qué hoy? Tal vez haya cierto
sentimentalismo en el hecho de que estoy terminando mi licenciatura y
eso me hace sentir un poco más “filósofo”, pero quizás no,
quizás es sólo porque hoy en la mañana leí las primeras ciento
cincuenta páginas de un libro de matemáticas que me compré para
Navidad (okey, no, me lo regaló el viejito pascuero) y tuve, como se
dice, múltiples “experiencias religiosas”, que me hicieron
volver a valorar lo hermoso que es el mundo visto desde mis ojos.
La simplicidad es signo de la verdad
Dicen
que Albert Einstein dijo una vez: “Hay dos maneras de ver este
mundo: pensar que nada es un milagro, o pensar que todo es un
milagro” (vaya uno a saber si es cierto o no, después de todo,
está en Internet...). Esta frase me gustó mucho en algún momento
de mi vida, en un tiempo en el que, inspirado por la lectura de
Crowley, estaba convencido de que todo acto de voluntad es mágico
(un acto de MagicK),
o que toda creación (cualquiera sea) es poética, inspirado sobre
todo por mis malas lecturas de Huidobro y mi fascinación por el
dadaísmo.
Más tarde, sin embargo, mi fría y calculadora cabeza me hizo notar
un hecho nada despreciable, y es el que con algo de oscura parsimonia
suelo enunciar así: “si todo, entonces nada” (no sé si lo saqué
de alguna parte, pero al menos así está en mi cabeza desde hace
algún tiempo).
Si todo es magia, entonces nada es magia. Si todo es poesía,
entonces nada es poesía. Si todo es un milagro, entonces nada es un
milagro.
Es,
en definitiva, una aplicación de la navaja de Occam, instrumento
mental maravilloso con el que vine a toparme sólo un par de años
después de que mi “si todo, entonces nada” ya estuviera en mi
cabeza (y fue decepcionante descubrirlo, porque quería decir que mi
dictum
en realidad no era un gran descubrimiento como yo pensaba).
Para los que no lo sepan, la navaja de Occam es un criterio de
decisión racional que dice que entre dos explicaciones igual de
buenas de un mismo fenómeno siempre la más simple es la correcta.
El ejemplo del mismo Guillermo de Occam es la ilustración perfecta.
Un día el señor Guillermo de O. notó que no encontraba su navaja
en el lugar donde la había dejado. Entonces pensó: “puede haber
entrado un ladrón a robarse mi navaja. O pude haberla dejado en
algún lugar distinto sin que me haya percatado. Ambas posibilidades
son igual de plausibles, pero ciertamente es más complicado pensar
que entró un ladrón, por lo que la correcta debe ser la segunda”
(esto por supuesto no debe entenderse como que, sin más, esa vaya a
ser la explicación verdadera. Por supuesto que si fue el ladrón,
entonces no es cierto que fue Occam quien perdió la navaja; pero en
ese caso otras pruebas en su casa terminarán avalando la tesis del
ladrón (por ejemplo, cuando luego de revisar todos los lugares
conocidos de su casa no encuentre la navaja)).
Esto
aplica maravillosamente bien, por ejemplo, en el caso de MagicK.
Cuando Crowley dice que todo acto de voluntad es MagicK,
y
concluye luego que es indudable que la magia existe porque hacemos
actos de voluntad todo el tiempo (cuando nos sonamos la nariz, por
ejemplo), pues sí, es cierto, pero no ha hecho más que cometer una
vulgar petición de principio.
De igual forma, cuando más adelante
explica que la única diferencia entre un acto de MagicK
vulgar y un acto de MagicK
ceremonial
(el que incluye las velas y los bailes y, en su caso, probablemente
alguna vejación sexual al asistente del rito) es que este último
llama a concurso a los “espíritus” de los planos elevados. Esto
lleva a otra vulgar falacia, mucho más sutil pero a la vez más
difundida entre los pseudocientíficos (y sobre todo en los magos,
bien y mal intencionados) que dice que sólo el éxito en la
operación es garantía de que la operación misma fue exitosa.
Ilustremos esto último con un ejemplo.
Aleister Crowley |
Yo quiero hacer una complicada operación para obtener el amor de una
señorita que apenas me conoce (los actos de Magia suelen tener esta
clase de objetivos, para todo lo demás esforzarse mucho o
desembolsar dinero basta). Leo a cabalidad la forma de los ritos,
consigo los materiales y en las noches que la astrología me indica
propicias, hago una quíntuple invocación a la diosa egipcia
correspondiente. Al final del ritual, se espera que la señorita la
próxima vez que me vea se acercará a mí y me hablará, y que
cuando yo le proponga un idilio amoroso ella se verá incapacitada a
negarse. Bueno, dejo pasar el tiempo y veo qué pasa.
Resulta que la próxima vez que la veo, ella me saluda, pero no pasa
nada. Todavía confiando en el rito, voy y le ofrezco que seamos
amantes, con lo que me gano un buen merecido puñetazo en la cara o
una patada en el entrepiernas, dependiendo del tono de mi propuesta.
Enojado, concurro al grimorio utilizado para ver qué fue lo que
salió mal.
Al
parecer hice todo bien, pero si lo creyera sería un iluso, porque he
pasado por alto uno de los más importantes teoremas de MagicK
(de
hecho, el tercero) según el cual, si no obtengo el resultado
deseado, es porque
hice algo mal, o la diosa invocada estaba de mal humor, o
sencillamente no es mi destino tener a esa mujer. Como en el mundo de
la magia el universo está poblado de seres caprichosos y
omnipotentes, en realidad es poco lo que puedo hacer al respecto.
La falacia implícita en este argumento es evidente. Si el ritual A
está destinado a causar B y B ocurre, entonces el ritual funciona;
pero si B no ocurre, entonces no es que A no funcione, sino que yo
hice algo mal. El ritual A es infalible, es cierto; pero da lo mismo
hacerlo o no hacerlo porque no me da ninguna seguridad respecto a la
ocurrencia de B, ya que sus motores están fuera de mi control; y por
lo tanto, mejor no hacerlo (por navaja de Occam).
También
funciona en el caso de la poesía. Mi ejemplo favorito viene,
precisamente, de la poesía misma. En los manifiestos DADA Tzará da
las instrucciones para escribir un poema dadaísta. Lo que hay que
hacer es recortar las palabras de una columna del diario, ponerlas
dentro de una bolsa y luego irlas sacando de a una y pegándolas en
una hoja. Al final, en palabras del autor, “el poema
se parecerá a usted. Y es usted un escritor infinitamente original y
de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida por el vulgo”.
Tardé mucho
tiempo en darme cuenta que esto no probaba que todo era poesía sino
todo lo contrario, o en realidad, lo que se sigue lógicamente de
esta idea, y es que en realidad, si todo es poesía, entonces nada es
poesía. Puedo, en efecto, programar computadores para que escriban
poemas sacando palabras al azar de un artículo escrito, pero eso no
hará poeta al computador, ni a quien haya escrito el artículo. Ni
siquiera yo, que habré programado al computador para hacer la tarea.
En realidad, la poesía tiene que ser algo más que sólo palabras
puestas una delante de la otra en renglones quebrados.
En realidad
la crítica desde las vanguardias menos radicales que la de Tzará
(que, a mi parecer, es la única que ve con claridad el problema) es
hacia el academicismo teórico que, como en la cómica escena al
principio de La Sociedad de los Poetas Muertos, intentaba
hacer gráficos con la fuerza expresiva y la calidad estética del
poema. Pero eso tiene la contrapartida no siempre sana de volver
inútil toda crítica, y lleva a las personas mediocres a decir:
“bueno, no es que yo sea un mal escritor (músico, filósofo,
pintor, etc.) sino que los demás no comprenden mi poesía”. Yo en
particular defendí una visión así en algún momento, y cuando me
di cuenta de esto, bueno, dejé de escribir poesía.
De igual
forma, cuando digo que todo es poesía, de alguna forma le quito a la
poesía su valor. Porque si todo es poesía, entonces no es necesario
que venga en renglones quebrados, ni siquiera que venga escrita. Pero
entonces todo lo que todos hacen es poesía, y yo vivo dentro de un
museo vivo de arte, pero precisamente por eso, todo lo que hacen los
artistas en realidad no tiene ningún valor especial, sólo es una
cosa más dentro del todo. Quizás a alguien esto le guste, suena
lindo, pero no, un papel en el suelo no es poético, sólo es un
papel en el suelo. Si yo lo miro y yo lo encuentro bello, y yo
escribo una égloga al respecto, mi égloga puede ser poesía, pero
la poesía está en mi égloga, no en el estúpido papel. La escena
de la bolsa de plástico atrapada por el viento es hermosa sólo
dentro de la película, afuera es sólo una estúpida bolsa de
plástico atrapada por el viento. Si piensan con cuidado lo que estoy
diciendo, se darán cuenta de que tengo razón.
Por lo
tanto, cuando decimos que todo es un milagro, ¿exactamente qué
queremos decir? Yo miro mi mano y me asombro de que exista, de que
esté aquí, en lugar de la nada, y sí, realmente puede asombrarme,
apenas por un momento y una vez en la vida, cuando me doy cuenta de
ello. Pero ese asombro, ¿qué es lo que significa? Si todo en el
mundo, si el mundo mismo es un “milagro”, ¿qué es un milagro?
¿existir? Si un milagro es sólo existir, entonces sí, convenido,
todo es un milagro, pero ocurre que un papel en el suelo no es menos
milagroso que el que una señora cure de cáncer de la noche a la
mañana sólo rezando. No hay nada de especial en lo segundo que lo
haga radicalmente diferente a lo primero. En realidad, si todo es un
milagro, entonces paradójicamente todas las cosas que no existen
serán las cosas triviales, las no-milagrosas, como los unicornios o
los carpinteros que caminan por encima de las aguas.
Yo puedo
tener una visión optimista respecto de la vida, respecto del cosmos
y de la naturaleza. Pero no creo que existir sea un milagro, porque
de hecho existimos. Y precisamente porque existimos, en realidad
existir es lo más trivial de
todo, lo menos extraordinario.
El diseño inteligente
Cuando, en Estados Unidos, ocurrieron los litigios legales por la
enseñanza del creacionismo en las clases de ciencias naturales (una
práctica nefasta que en algunos colegios de Chile también se usa) y
los creacionistas -gracias a Dios- perdieron, sus “científicos”
comenzaron a elaborar versiones más digeribles de sus doctrinas y
crearon lo que hoy se conoce como la tesis del “diseño
inteligente”. Este consiste, básicamente, en afirmar que la
belleza de la naturaleza, las proporciones y el equilibrio ecológico
son pruebas (vestigios) de la existencia de un diseñador inteligente
que condujo todos los fenómenos físicos hacia su estado de máximo
balance posible. Y ese diseñador inteligente es, por supuesto, el
tatita Dios.
La tesis del Diseño Inteligente en realidad es más antigua. La
verdad es que casi todas las escuelas esotéricas del mundo
sostuvieron ideas parecidas inspiradas en lo mismo, los famosos
“vestigios” (este es el nombre que utiliza San Buenaventura) en
la perfección de la creación; cabría decirse que es la forma más
simple de justificar algo que, de otra manera, no pasa sino por ser
una acumulación absolutamente innecesaria de entidades (o al menos
una) en nuestra ontología (suponer que existe un Dios... porque sí).
Este argumento me lo sacaron ese día
los Testigos de Jehová, porque es de sus favoritos. Quienes lo
sostienen se estrechan de manos y se sonríen, porque creen haber
llegado a la prueba máxima de la existencia de Dios. Dicen, en
efecto: “un mundo tan perfecto, con regularidades tan precisas, no
puede ser el resultado fortuito de procesos aleatorios”. Luego
sacan a colación varias teorías científicas que, con el sesgo
suficiente, consiguen avalar su postura (como la segunda ley de la
termodinámica). Pero yo les pregunto: ¿dónde dice que
regularidades de alto nivel no pueden surgir a partir de procesos
inferiores aleatorios y cambiantes? Y ellos responden: “es obvio,
es imposible que un
mundo tan complejo se haya formado completamente al azar por la
interacción libre de partículas que se movían sin orden ni
dirección”.
Su respuesta, por supuesto, es completamente falsa, y hace un tiempo
encontré un ejemplo simple y elegante para demostrarlo.
Imaginemos una cuadrícula que se extiende infinitamente en todas
direcciones (una hoja de cuaderno infinita). En ella puedo pintar
algunos cuadrados. Luego, jugaré conmigo mismo a lo siguiente: en
cada turno, revisaré todos los cuadrados que he pintado. Si un
cuadrado en blanco está junto a tres cuadrillas pintadas, lo pintaré
a él también. Por otra parte, si algún cuadrado pintado está
junto a dos o tres cuadrados en blanco, lo borraré. El juego sigue
por turnos, haciendo sólo esto, tanto como yo quiera.
Toda la óntica de este universo consiste en dos estados, pintado y
no-pintado. Su física es absolutamente simple, sólo tiene dos
reglas, y el estado inicial puede ser perfectamente aleatorio, si
pinto aquí y allá sin preocuparme de lo que pasará cuando empiece
a jugar.
Este sistema que he descrito fue propuesto por primera vez por John
Conway en 1970, y se llama “el Juego de la Vida”. La razón de
este nombre tan sugerente es que, cuando hacemos que un computador
juegue y hacemos correr los turnos lo suficientemente rápido, vemos
cosas como ésta:
El ejemplo, espero, es ilustrativo por sí mismo. Demuestra, en
definitiva, que fenómenos de alta complejidad, estabilidad y hasta
armonía estética pueden surgir de forma espontánea y no
premeditada de reglas sumamente simples y ónticas sumamente
reducidas. En particular, no es para nada imposible (aunque sí,
ciertamente, asombroso, y en eso estoy de acuerdo) que a partir de
una simple y casual singularidad física surja un universo completo
en el que yo esté aquí escribiendo este artículo para ustedes, o
estén ahora mismo ustedes leyéndolo.
Por lo demás, y como le dije a los Testigos de Jehová ese día,
también hay que tener cuidado con la forma en que se toma razón de
las apreciaciones estéticas. Muchas de esas experiencias que se
aducen como “vestigios” no están tanto en la naturaleza sino
dentro de nosotros mismos. Un buen ejemplo son los fenómenos óptimos
estudiados por la psicología de la Gestalt.
De
igual manera, las proporciones áureas sólo se encuentran en
las caracolas y en los girasoles si creemos, como los antiguos
místicos, que los números son realidades subyacentes a la realidad
y no son en cambio, como yo estoy dispuesto a sostener, un aparato
conceptual que nos hemos fabricado para comprender y estudiar el
mundo.
Psicología de la Gestalt. En realidad, es nuestra mente la que cierra las formas |
Esto de las proporciones áureas es
bien sugerente, pero quisiera utilizar un ejemplo más sencillo,
aunque ciertamente relacionado con él: la secuencia de Fibonacci.
Como es mundialmente conocido hasta para los más incultos (luego de
la popularidad de la película de El Código Da Vinci),
la secuencia de Fibonacci se
obtiene partiendo de 1 y agregando cada vez la suma de los dos
números anteriores. Así, los primeros términos son:
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55...
Y se puede seguir tanto como se quiera.
Algunas personas piensan que el
hecho de que esta secuencia aparezca en el orden de los tallos de las
plantas, en las medidas de una concha de mar o en la dirección de
las dendritas de las hojas de algunos árboles es cosa que prueba que
dichos números fueron colocados ahí por un ingeniero con muy poca
imaginación, que utilizó un mismo esquema para fabricar todas las
cosas. Esta idea está también íntimamente relacionada con otro
mito new age, cada día
más popular, que atribuye a la geometría fractal ciertos
significados místicos por el hecho de “encajar” perfectamente
con muchos fenómenos de la naturaleza.
Pero esto, nuevamente, es poner la carreta delante de los bueyes. O,
por usar una comparación más elegante, es como el tirador que
primero dispara las balas y después dibuja los blancos.
El hecho de que la secuencia de Fibonacci funcione muy bien en muchos
casos de la naturaleza no es, realmente, más sorprendente que el
hecho de que nuestro número cinco funcione tan bien que siempre
sirva para contar conjuntos de cinco cosas. El hecho de que haya
patrones en la naturaleza no tiene que ver (necesariamente) con la
existencia de un plan divino, sino con el hecho científico
demostrado y avalado por la experiencia de que las formas de vida y
los procesos naturales en general pasan por procesos de adaptación,
y que los medios en los que se enfrentan son diferentes en lo
particular pero muy parecidos en lo general. Si es cierto que todos
venimos de un antepasado común que fue acuático, eso explica
bastante bien por qué tenemos ojos cóncavos. Lo mismo pasa con las
plantas y con las piedras y con casi cualquier otra cosa sobre la
tierra; es muy raro que alguna de las cosas que existen hoy, incluso
las fabricadas por el hombre, no esté emparentada estructuralmente
con ninguna otra, si al fin y al cabo venimos todos de las emisiones
de gases de una enorme roca caliente girando alrededor de una joven
estrella.
La única dignidad especial de la secuencia de Fibonacci sobre otras
secuencias numéricas y otros modelos matemáticos es que resulta muy
útil para observar una enorme cantidad de procesos. Nada de raro,
puesto que su idea básica (toma los dos últimos resultados y
agrégalos. Hazlo tantas veces como quieras) puede replicarse sin
problema en infinidad de procesos recursivos, implementados en
muchos, muchos soportes físicos distintos. Y no es raro que si una
planta logra adaptarse al medio siguiendo un crecimiento ordenado
recursivamente de acuerdo a dicho algoritmo, sus descendientes lo
hagan también. Contra más primitiva es dicha planta, más plantas
en nuestro universo conservarán ese rasgo, tan hermoso pero sobre
todo tan útil para la supervivencia.
Fibonacci en las plantas |
Pero incluso aceptando que los aducidos vestigios fueran,
efectivamente, vestigios que hablan de la mano de un creador, ello no
es suficiente para afirmar nada acerca de dicho creador. Identificar
ese arquitecto universal con cualquier personaje de cualquier mito es
un paso completamente ilegítimo; lo mismo podría tratarse de JHVH,
de Odín, de Arceus o de Tuberculón el Terrible.
(El argumento del Diseño Inteligente tiene también mucho que ver con lo de las probabilidades que ya comenté en un artículo anterior de este blog. Algunas personas piensan que, como es altamente improbable que por el puro azar este universo tan perfecto haya llegado a existir, entonces es imposible que no haya sido creado por Dios. Pero este argumento es devastadoramente erróneo, y se debe a una comprensión incorrecta del concepto de probabilidad. Cada mano posible de doce cartas en el carioca tiene una probabilidad de 1 sobre 2.788.629.694.000.605 (un número ampliamente mayor que la cantidad de años que lleva existiendo el universo) de aparecer; pero el que sea improbable o muy poco probable no lo hace imposible, o tendríamos que aceptar que es imposible recibir cualquier mano de carioca, lo que es evidentemente absurdo).
(El argumento del Diseño Inteligente tiene también mucho que ver con lo de las probabilidades que ya comenté en un artículo anterior de este blog. Algunas personas piensan que, como es altamente improbable que por el puro azar este universo tan perfecto haya llegado a existir, entonces es imposible que no haya sido creado por Dios. Pero este argumento es devastadoramente erróneo, y se debe a una comprensión incorrecta del concepto de probabilidad. Cada mano posible de doce cartas en el carioca tiene una probabilidad de 1 sobre 2.788.629.694.000.605 (un número ampliamente mayor que la cantidad de años que lleva existiendo el universo) de aparecer; pero el que sea improbable o muy poco probable no lo hace imposible, o tendríamos que aceptar que es imposible recibir cualquier mano de carioca, lo que es evidentemente absurdo).
Re-evolución
Y ya que sacamos a colación la evolución, vamos ahora a ese otro
tema, que también suele causar polémica entre creyentes y
cientificistas (yo no me considero ninguno de los dos, recuérdese).
Se ha dicho en algunas ocasiones, y yo no lo percibí como un error
sino hasta hace muy poco tiempo, que la evolución bien podría ser
“la forma en la que Dios creó a las especies”; esta por supuesto
una forma bastante vulgar y poco ingeniosa de salvar el problema y
darle pega al tatita Dios. Esto es en esencia como decir que la
Evolución creó a las especies y Dios creó la Evolución (como si
“Evolución” fuera el nombre de una deidad menor).
Aquí viene bien al caso una anécdota que ya conté en otro artículo
de este blog. Escuché un día a un periodista que estaba en un
zoológico decir lo siguiente: “Las cebras tienen rayas gracias a
un proceso evolutivo que les permitió esconderse de los
depredadores”. Debo haber escuchado muchas veces frases como esa,
pero sólo en ese momento (hará más o menos un año de eso) me di
cuenta del profundo error conceptual que implicaba. Así como está
enunciado, pareciera ser que el proceso evolutivo fue para que
la cebra pudiera esconderse de los depredadores. Es como si hubiera
habido, en la aparición de las rayas, un acto de voluntad, o al
menos de intencionalidad, que quiso procurarle a la cebra un
camuflaje.
Esto me demostró con prístina claridad por qué, aunque la
evolución se enseña en los colegios y suena mucho en nuestro medio,
la gente no logra imaginarse cómo funciona y sólo aprende que el
mito del Génesis se reemplaza por una salvaje carrera por la
supervivencia a lo largo de los eones. Desde este punto de vista
hasta el error de creer que la evolución fue inventada por un
diseñador inteligente hay sólo un pequeño y no tan descabellado
paso, como resulta evidente.
El error está, como podrán haber adivinado, en la forma misma en
que se ha enunciado la oración. Los “procesos evolutivos” no
describen transformaciones uniformes y direccionadas, como podría
ser el paso desde un Charmander hasta un Charmeleon. El concepto de
“proceso evolutivo” es de alto nivel, describe cambios en la
especie, no en los individuos. Así, no puede decirse:
“La cebra tiene rayas para protegerse de los depredadores”
Sino esto otro:
“La cebra tiene rayas porque a las que no tenían rayas ya
se las comieron”
Este hecho es crucial. En realidad el hecho de que la cebra sea el
resultado de un proceso evolutivo implica necesariamente que no hubo
un plan de cebra, una idea de cebra preconcebida al comienzo del
desarrollo universal, de la misma forma como no hay, a lo largo de la
vida de una persona, uno solo de sus momentos, de sus cualidades
físicas o sus estados de ánimo, que pueda decirse que es su
ser-en-totalidad. Todo en el universo se transforma, la permanencia
sólo es relativa al poco tiempo que tenemos para mirar, pero todo en
la naturaleza seguirá inevitablemente su curso igual como todos
nosotros; igual como yo, que hace seis años creía en el Diseño
Inteligente y hoy lo rechazo enérgicamente.
El Dios de los agujeros
El último subterfugio del romanticismo teísta está en esta última
afirmación, increíblemente oscura y nada inspiradora: “al final
tienes que reconocer que la ciencia no lo sabe todo. Hay cosas que
nunca llegará a saber. Ese misterio eterno es Dios”.
En primer lugar, yo no creo que la ciencia sea una sola institución,
un dogma que viene a instalarse sobre otro dogma. La ciencia es una
ocupación, una forma de enfrentar algunos problemas y de explicar
las cosas, una actividad que nos descubre ciertas cosas acerca del
mundo que nos rodea y que nos permite comprenderlo mejor. Yo no creo
que la ciencia lo “sepa” todo, porque en realidad la ciencia no
“sabe” cosas, la ciencia no es un nuevo dios artificial que
estemos intentando entronar en el lugar del antiguo Señor de los
Ejércitos. Siempre me ha parecido que confrontar a la ciencia con la
religión es, por esta misma razón, un error categorial; es casi
como querer comparar a los buenos modales con la literatura
fantástica. Sencillamente no hay categorías comunes donde
contrastarlas.
Pero entonces vienen y me dicen: “¿Pero qué dices? ¡Si la
ciencia y la religión sí se invaden una a otra, desde el momento en
que la ciencia con sus teorías pretende decir algo verdadero
acerca del mundo, y rechaza por consiguiente la verdad revelada
de las sagradas escrituras!”. Bueno... sí y no. Tomemos por
ejemplo la ley de gravedad. Yo creo que la “ley” de gravedad es
verdadera, pero no porque la ciencia, la institución científica
respaldada por las sacrosantas academias de física del mundo, lo
haya prescrito. Yo creo que la ley de gravedad es cierta porque sé
lo que dice, porque he visto el universo y porque creo que sí, que
en realidad explica de forma uniforme e integral una serie de
fenómenos que me llaman bastante la atención, como por ejemplo que
las cosas caigan. ¿Y el Big Bang? Bueno, no lo sé, pero confío en
que si hombres tan inteligentes consideran que es una buena
explicación del origen del tiempo y del universo, bueno, tendrán
sus razones. Pero, ¡cierto! Se me olvidaba, esa idea choca con la
versión de la Biblia. Bueno, no lo sé, un día conocí a un niño
que defendía que el universo se expandía para poder comprar muchos
juguetes. Es una hermosa idea, pero creo que los físicos deben tener
más razones que él para sostener sus ideas.
Si nos olvidamos del principio absolutamente caprichoso de creer que las Sagradas Escrituas son ciertas porque un Dios las
inspiró, veremos que ninguna de las tesis defendidas allí (al menos
en lo concerniente al mundo y la naturaleza) puede sostenerse por sí
sola. Ni siquiera las crónicas de los pueblos son acertadas, y se
supone que las escribieron personas que vivieron esas cosas en carne
propia. No hay ninguna prueba arqueológica o histórica, en la
crónica de Egipto o de Roma, que avale muchos de los hechos
mencionados en los dos Testamentos; para qué hablar del relato del
Génesis, tan fantástico como cualquier otro mito creacional de
cualquier otra cultura. Razón de sobra para creer que incluso en
esas cosas hay errores sustanciales.
Bueno, después salen con otra que es muy divertida: “es que la
Biblia es un libro para iniciados. Lo que tú tienes que hacer es
leerla de tal forma que desaparezcan todas las contradicciones e
inconsistencias, y allí comprenderás su verdadero sentido”. ¡Muy
bien! ¡Otra petición de principio! Esto es casi tan absurdo como
decir: “en esta sopa de letras está escrito el nombre de tu madre.
Si ordenas las letras de tal forma que den el nombre de tu madre,
entonces verás que era cierto lo que yo te decía”. Salvo que a la
sopa de letras le falte una letra o no tenga suficientes repeticiones
de cada una, veo difícil que eso pueda no ser cierto.
Esta idea de que Dios es todo lo que la ciencia no puede explicar, o
que es lo que nunca explicará, es una versión más bien disminuida
y bastante patética del Dios omnipotente y creador de todo lo que
existe. Incluso yo, que en algún momento tuve una idea de muy alta
calidad de Dios, lo considero ofensivo. El “Dios de los agujeros”,
como se le ha llamado recientemente, la idea de que Dios permanece en
lo oculto, en el amor o en la sinceridad, es como vestirlo de mendigo
y confundirlo entre una multitud para que no lo tomen preso.
El mundo a través de mis ojos
Pese a todo esto, yo no vivo en un mundo frío regido por las
macabras leyes implacables y poco románticas de la ciencia tal como
éstas suelen ser presentadas por los fanáticos religiosos y los
corazones sensibles. Siempre me ha dado un poco de pena cuando veo
que personas de espíritus encantadores e inquietos se quedan estancados y toman
los caminos más fáciles hacia las respuestas menos racionales,
utilizando argumentos a medio camino entre el sentimentalismo y la
soberbia poética. Es como si creyeran que un mundo de números es un
mundo triste y sin color; pero se equivocan. El mundo a través de
mis ojos es, en realidad, mucho más hermoso de lo que ellos piensan.
Así como yo lo entiendo (de acuerdo a su primera definición), ser
agnóstico significa no aceptar nada acerca del mundo sin antes mirar
al mundo; mirar siempre dos veces, desconfiar siempre de toda
doctrina extranjera, de toda verdad demasiado clara o demasiado
evidente. En definitiva, nunca comprar un sistema de creencias
prefabricado sino darte siempre a la misión de construirlo con tus
propias manos sobre el terreno firme de tu experiencia y tus
sentimientos.
Por eso, como les decía más arriba, estoy realmente muy conforme
con el sistema de creencias que al cabo de todos estos años he
diseñado; porque ha sido el fruto cuidadoso de una muy ardua
reflexión y contrastación. Por supuesto, no son respuestas lo que
tengo, no he reemplazado dogmas por otros dogmas, sino más bien he
ampliado mi perspectiva y he aprendido a mirar las cosas de una forma
diferente, más integral, más realista. Precisamente, y al igual que
hice ese día con los Testigos de Jehová, me permitiré compartir
con ustedes algunas de las más bellas imágenes de mi visión, a ver
si logro convencerlos o no de las maravillas que me rodean.
Hay un antiguo precepto filosófico y esotérico que manda que “todo
es uno”. A lo largo de estos años he comprendido esta unidad de
maneras más bien diversas, primero en su sentido más vulgar y
superficial, es decir, que todas las cosas son una sola cosa: todo es
mental, todo es poesía, todo es magia, todo es un milagro, etc. Sin
embargo, con el paso del tiempo he ido decantando esta idea y he
llegado a una versión un poco más sofisticada, y que sería ésta:
“sólo hay una naturaleza, una misma realidad y una única forma de
verdad detrás de todas las apariencias”.
Así fue como comprendí finalmente el primer principio de Levi, que
durante años leí y que sólo hace poco llegué a comprender: que lo
sobrenatural no existe, y que lo “paranormal” es sólo una forma
arbitraria de llamar a fenómenos con los que no tenemos costumbre
(que no son, en definitiva, “normales”). Con sus bellas palabras,
él lo dice así: Creo que una misma verdad se oculta bajo todos
los símbolos.
Esta idea puede parecer banal, pero en realidad es muy importante. En
primer lugar, obliga a rechazar toda forma de dualismo: entre lo
mental y lo corporal, entre lo sutil y lo concreto, entre lo físico
y lo espiritual, etc. Así, no es posible que las leyes de la física
operen en algunos ámbitos y no en otros; no es posible que haya
leyes de la ciencia oculta y leyes de la ciencia normal; y no es
posible, en definitiva, que por el “interior” de las cosas corran
energías o fantasmitas que la ciencia no pueda (ahora o en algún
momento) llegar a ver.
El surgimiento de la diversidad a partir de la unidad, el orden a
partir del caos, ha sido uno de los misterios más oscuros a los que
me he enfrentado, y la respuesta que creo tener para él (la
hipótesis hasta ahora no refutada) es una de las cosas más hermosas
con las que me he encontrado.
Un poco más arriba mencioné el ejemplo del Juego de la Vida de
Conway. Expliqué allí que se trata de un sistema muy simple, que
puede evolucionar rápidamente hacia la complejidad. Esto es, en
esencia, lo que ocurre también en un computador, donde un bajo nivel
compuesto por circuitos que tienen sólo dos estados de transición
(encendido y apagado) pueden configurar fenómenos de alto nivel como
los bordes de las pantallas que vemos o la forma del cursor con el
que pinchamos botones en nuestro escritorio.
La forma en que los niveles se montan unos sobre otros puede ser
múltiple. No hay una sola forma de que la reducción ocurra, como
tampoco hay una sola forma de modelarla. Otra idea maravillosa que
conocí leyendo el fantástico libro de Douglas Hofstadter es la de
jerarquía enredada; es decir, cuando esta construcción desde
los niveles inferiores hacia los superiores no ocurre en una sola
dirección, y se dan bucles circulares, parcialmente circulares o
extraños.
Yo no sé cómo se conforma la naturaleza ni creo estar seguro de
cuál de las opciones hasta ahora considerada sea la más acertada.
No estoy seguro de que haya una partícula última, simple e
indivisible con la que estén hechas todas las cosas; bien podrían
darse en los niveles inferiores jerarquías enredadas o recursiones
infinitas, y nuestro mundo podría ser entonces un abismo reductivo
sin fin (opción que, en lo personal, me parece muy atractiva).
Por otra parte, la reducción tampoco implica necesariamente, como
algunos creen, determinismo (esta idea también la aprendí leyendo a
Hofstadter). Que un nivel A se reduzca a un nivel B quiere decir que
todos los fenómenos del nivel A pueden ser descritos usando
el vocabulario teórico del nivel B (como ocurre, por ejemplo, entre
la biología y la química); pero que un nivel A esté determinado
por un nivel B quiere decir que todos sus fenómenos pueden ser
explicados con el vocabulario teórico del nivel B. Y hay una
enorme diferencia entre describir y explicar.
Una partida de ajedrez está regida por las reglas del juego pero no
determinada por ellas; con las reglas del ajedrez puedes
describir una jugada genial de Kasparov, pero no puedes explicarla,
mucho menos predecirla. De igual manera, yo creo que aquellos
fenómenos que llamamos “mentales” se reducen a fenómenos
bioquímicos y fisiológicos, pero no creo que estén determinados
por ellos; no creo que haya una manera de predecir, mirando sólo las
configuraciones neuronales de una persona, qué decisión tomará
respecto a cualquier asunto, incluso el más trivial, en un futuro
lejano o cercano. Pero tampoco creo que esto nos obligue a aceptar
que lo “mental” es esencialmente distinto de lo “corporal”.
En realidad, todos los fenómenos son corporales, porque todos los
fenómenos son físicos, porque la palabra física viene del
griego físis, que significa naturaleza. Y la naturaleza es
una sola.
De esto se sigue también que, si el alma es el piloto inmortal del
cuerpo físico, entonces yo no creo en el alma. Pero ciertamente que
la “experiencia de la conciencia” (como diría Hegel) es de las
cosas más seguras y más extrañas que me han pasado en la vida. Sea
lo que sea eso que está ahí cada vez que digo “yo” u oigo
hablar de mí, esa cosa a la que a falta de un mejor nombre llamo “mi
alma”, es indudable que algo es, seguramente de un nivel muy alto
en la jerarquía, y tratar de explicarlo es todo un desafío, y acaso
el más trascendental de todos. Pero a pesar de eso no soy más -y no
me avergüenza decirlo- que un enorme y complejo cúmulo de
información.
La información. ¡Ah, otro de los grandes misterios! No en vano
Gregory Bateson afirmaba que la cibernética (la rama de la
matemática que estudia los problemas relacionados con el flujo e
intercambio de información) es el más grande mordisco que la
humanidad ha dado al Árbol del Conocimiento en los últimos dos mil
años. Al lado de la cibernética las viejas teorías del animismo y
el vitalismo son fantasías pueriles; todo (todo, ¡todo!) contiene
información, todo porta información, todos los procesos de la
naturaleza están saturados de intercambios de información, pero
ella no es ninguno de los elementos que participan de dicho
intercambio. Cada parte del sistema contiene información acerca del
sistema completo, y a la vez el sistema completo contiene toda la
información de todos sus constituyentes. Pero la información
en sí no está en “sentido físico”, no es un gasparín sutil ni
una huella en el áura de las cosas, ella está sin estar, es a la
vez origen, medio y resultado de la abstracción.
El silbido de la tetera contiene información acerca de la
temperatura del agua, la transmite, hace posible que el complejo
intercambio ocurra en el acto altamente sofisticado de hacerse un té,
pero nada en el sistema (ni el vapor, ni el agua, ni la cocina ni la
forma del pito, ni las leyes que describen el calentamiento de los
cuerpos, etc.) es la información, y sin embargo, ella está en todas
esas cosas, todas ellas la rebosan. La cibernética es la forma más
cuerda y racional de aproximarnos a la locura del holismo: a la
comprensión de que todo, al fin y al cabo, está contenido en todo.
Si el alma es información, no es descabellado pensar que esta
información se transmita de un lugar a otro dentro del sistema
complejo en el que el cuerpo participa, que es el sistema del mundo
real completo. Cuando un cuerpo muere, ¿qué ocurre con esa
información? ¿Se pierde? ¿Se dispersa? ¿O se transmite, alimenta
otros canales y se copia imperfectamente en otras partes del
complejo? Yo creo en la reencarnación, si se me concede que en
realidad nada se está reencarnando: cuando leo un libro, ciertamente
que es su autor quien me habla, a través del tiempo y del espacio.
Esas palabras, que son las suyas, es parte de la misma información
que conformó su alma. A veces siento que mi vida es sólo un
capítulo en el registro de un ser mucho más complejo, de un alma
que mira mi vida como un episodio en su propia vida más grande, más
larga e infinitamente más complicada que la mía. Y en cierta forma,
yo soy también él.
Aprendí una vez, en un sueño (esas fantásticas experiencias que a
veces tanto pueden enseñarnos de nosotros mismos y de los demás)
que los fantasmas son nostalgia líquida. Información recogida por
sistemas más amplios, fragmentos de almas registrados de forma
imperfecta en los muros de una casa, en las pertenencias de un
difunto, en sus cartas, en sus tesoros personales. Cada día, por mi
casa, el fantasma de mi abuelo camina en las fotos, en los sillones,
en la disposición de los muebles; en la forma en como mi abuelita,
todos los días, se acuerda de él.
Si todas las cosas son una, no hay manera de que haya ciencia de lo
sobrenatural; una y la misma ciencia debe explicar todos los
fenómenos de la realidad. A lo largo de los últimos años me he
convencido de que la ciencia moderna y la magia son una y la misma
cosa en estadios distintos de su evolución; en definitiva, el
intento sistemático de descubrir los motores ocultos de la
naturaleza para aprender a utilizarlos a nuestro favor. El tránsito
desde la analogía hacia la causalidad es quizás el único cambio
estructural que debemos aducir para que, estudiando con cuidado ambos
lados de la línea, se descubra que ella es continua. La medicina
moderna es, en sus aplicaciones más nobles, sólo una forma
perfeccionada de la ciencia maravillosa de Paracelso.
Mi concepción de la magia ha crecido desde la confianza ingenua al
optimismo crítico que hoy defiendo y que, en esencia, consiste en
esperar obtener de las doctrinas del ocultismo perspectivas novedosas
o no consideradas de ciertos aspectos de la realidad. Si pregunto a
la gente por sus signos del zodiaco no es porque crea en la
Astrología, sino porque me interesa el estudio de ciertos fenómenos
que (con algo de pompa) he llamado anastrológicos (de la
horrible palabra “Anastrología”, que es algo así como
“astrología sin estrellas”), esto es: la forma en que las
caracterologías y otras categorías de la astrología pueden usarse
de manera abstracta para modelar fenómenos complejos como, por
ejemplo, las relaciones personales. (Por supuesto, desde este enfoque
pedir la fecha es inocuo, y suelo hacerlo sólo como una humorada).
Lo mismo puedo decir de la adivinación. Mi pasaje menos favorito de
Levi la primera vez que lo leí es hoy mi favorito, porque me
demuestra que detrás del “último mago de Europa” había un
hombre sumamente inteligente y sumamente sensato; se trata de un
capítulo de su Gran Arcano (libro escrito hacia el final de
su vida) en el que rechaza todos los métodos de adivinación como
supersticiones superfluas (algunas hasta dañinas) y proclama el
único auténtico método de adivinación: la analítica, tal como la
presenta Poe al comienzo de Los asesinatos de la Rue Morgue.
En un poema llamado Tarot lo puse en estos términos: “el
que lee en los ojos de lo evidente es capaz de descubrir el
porvenir”.
Esta es, para mí, la gran verdad detrás de la adivinación; una
verdad que, sin embargo, no está menos cargada de maravillas que la
“tradicional”. Yo todavía leo el Tarot y cobro por ello, y sin
embargo no me considero un estafador, porque de hecho puedo ayudar y
he ayudado a mucha gente. No sé cómo funciona, no sé qué es
exactamente lo que pasa allí, pero en la dinámica de la lectura
ocurren cosas que ponen cierta información de manifiesto; me gusta
creer que las cartas del Tarot son como las manchas de Rorschach o
las fórmulas de un lenguaje lógico: un espejo de la realidad, un
lenguaje vacío capaz de decirlo todo, una puerta hacia el interior
de uno mismo donde sacar a relucir lo que, en el fondo, el
consultante ya sabe pero no se atreve (o no quiere) reconocer.
¿Puede el adivino predecir el futuro? No más que un meteorólogo.
Ambos métodos son el mismo, sólo que mientras uno mira al cielo, el
otro mira en el interior del alma.
Es por todas estas cosas que soy, también, tan férreo opositor y
proscriptor de la falsa brujería, de la superchería y la
charlatanería que existe en el medio. No basta con creer para poder
ver; la intuición, que en definitiva es lo que determina el talento
en este arte, debe ser entrenada y disciplinada por la teoría, por
la práctica pero sobre todo por la racionalidad que busque y
destruya el intento de auto-engaño siempre que él aparezca. A
fuerza de no querer engañar a los demás tuve que aprender a no
engañarme a mí mismo, y eso me llevó a revisar todos los sistemas
de adivinación que quise dominar para ajustarlos a mis propios
estándares. Hasta la fecha sólo la cartomancia ha pasado las
pruebas. Mi idea de la magia es una magia no mística, no iluminada,
una magia crítica, una auténtica magia blanca, porque es ésta (y
sólo ésta) la que puede estar segura de nunca herir a los demás.
Finalmente...
De lo que siempre quiero cuidarme es de estar tranquilo. De un día
conformarme con una respuesta, y dejar de buscar, dejar de dudar,
dejar de poner a prueba todo lo que creo. Temo equivocarme, pero más
temo un día no poder equivocarme. Mi gran lección de estos
últimos años, dentro y fuera de la filosofía, es ésta: nunca
rechazar ninguna idea sin probarla primero, sin revisarla o
analizarla, pero tampoco aceptar una idea sin haber hecho lo mismo.
Creo que la realidad siempre puede sorprendernos, que el mundo
siempre es un poco más grande de lo que nosotros pensamos. Creo que
los niveles en que se estructura la realidad son infinitos, que los
fenómenos y los procesos son interminables, creo que nunca dejaremos
de aprender. He vivido cosas extrañas en este viaje, he atisbado el
amor y el odio, me he estremecido con la música, con la literatura y
el cine y me he quitado el sombrero ante la belleza; y espero ver,
sentir y preguntarme acerca de muchas cosas más todavía, en un
viaje que, en definitiva, recién comienza. El trayecto que llevo ha
sido hermoso, y espero que nunca se termine.
Una pequeña bibliografía sugerida
Les voy a compartir algunos títulos que de una forma u otra han
influido en las ideas que expuse en este artículo. Están en el
orden que yo los leí. Espero que, si cualquiera de ellos cae en sus
manos, puedan leerlo con detenimiento y aprender de él tanto como yo
lo hice:
El Gran Arcano o el Ocultismo Revelado
de Eliphas Levi.
El Reencantamiento del Mundo
de Morris Berman.
Gödel, Escher, Bach: un Eterno y Grácil Bucle de
Douglas Hofstadter.
El amanecer de los Magos de
Louis Pauwels y Jacques Bergier. (Traducido a veces también como “El
despertar de los brujos”).
El Concepto de lo Mental de
Gilbert Ryle.
Ciencia y cordura de Alfred
Korzybski (no traducido (que yo sepa) al español; en inglés se
llama Science and Sanity).
El hombre anumérico de John
Allen Paulos (mi regalo de Navidad).
Por otra parte, no hay mejor manera de “encantarse” con la magia
de la ciencia moderna que leyendo a los científicos mismos;
recomiendo a tales efectos estos dos fabulosos libros:
La Tragedia de la Luna de
Isaac Asimov.
Contacto de Carl Sagan.
Créditos
El ejemplo de la mano de cartas se lo tomé prestado a Paulos.
El ejemplo del ajedrez se lo tomé prestado a Ryle.
Inti Målai Perdurabo