En
The Truman Show (esa espectacular película interpretada por
Jim Carrey y dirigida por Peter Weir) vemos una curiosa entrevista al
genio creador y director de la utópica y diabólica Seahaven en la
que vive Truman:
ENTREVISTADOR:
“¿Por qué cree que Truman nunca acierta a descubrir la verdadera
naturaleza de su mundo?”
CHRISTOF:
“Aceptamos la realidad del mundo que nos es presentada”.
¿Por
qué Christof, si sabía que Truman “aceptaría la realidad del
mundo” que él le presentara, lo pone en una grotesca variante del
mundo real?
La
pregunta surge de nuestro propio mundo: los reality shows más
exitosos suelen ser aquellos en los que los participantes son
llevados a condiciones extremas o fantásticas; significan una forma
de evasión para el espectador. Pero no es cierto que la propia
película no entregue una respuesta: “Ya nos hemos cansado de ver a
actores que nos transmiten emociones falsas, estamos cansados de
fuegos artificiales y efectos especiales. Si bien el mundo en que
habita Truman es falso, él no tiene nada de falso. Ni guiones, ni
apuntes. No siempre es Shakespeare, pero es auténtico. De esta
manera se sustenta todo un canal”.
¡Curiosa
paradoja! Sólo en la más grande mentira es posible mostrar al
hombre más puramente auténtico, más puramente real. Christof
afirma que “No sólo nos proporciona un vislumbre de la verdad,
sino un vislumbre de nosotros mismos”. El mundo que vive Truman es
un brave new world; cuando ya está a punto de salir, el
creador de Seahaven intenta todavía convencerlo: “Truman, no
existe más verdad ahí afuera que en el mundo que creé para tí.
Las mismas mentiras y engaños. Pero en mi mundo no tendrás nada que
temer”.
Pero
volvamos un poco atrás, a una frase que destaqué en el párrafo de
más arriba. “De esta manera se sustenta todo un canal”. Y
un poco más adelante: “...como el programa se emite durante
veinticuatro horas al día sin cortes publicitarios, todos sus
asombrosos beneficios proceden de la publicidad indirecta”. Y
Christof responde inmediatamente después: “Sí, todo cuanto se ve
en el programa está a la venta, desde la ropa de los actores y los
productos alimenticios, a las propias casas donde viven...”
¡Bingo!
¿De qué otra forma podría haberse sustentado este programa, si el
mundo presentado no hubiera podido ser un descomunal mostrador? Y
ésta es, para mí, la respuesta definitiva a mi primera pregunta.
La
película busca en cierta forma mostrarnos a un Christof que es algo
más que un titiritero o un Gran Hermano; nos conduce a creer que es
una suerte de artista con poco sentido de la ética y una idea
descomunal con mucho presupuesto disponible. Pero quitemos de en
medio a este Christof y centrémonos exclusivamente en el Truman
Show (“True-man Show”; “Reality Show”). ¿Cabe
preguntarse si es posible concebirlo, sin tener a la cabeza un
romántico buscador del actor sincero?
El
programa genera riquezas iguales al “producto interno bruto de un
pequeño país” (algo que para cuando el guión se escribió debió
sonar espectacular, pero hoy no es ninguna maravilla considerando lo
pobres que son los pequeños países y lo ricos que son unos cuantos
zoquetes en el primer mundo); pasa publicidad todo el día, en una
vitrina cambiante que es capaz de exhibir sin conflicto todas y cada
una de las marcas de todos los rubros imaginables, desde comida
chatarra hasta soda cáustica; y lo mejor de todo: Ilustra de una
forma vívida y grotesca lo feliz que puede ser la vida en el seno de
la sociedad capitalista.
Seahaven
es un comercial de “Papel Confort” de veinticuatro horas por
trescientos sesentaicinco días del año; una pesadilla. Y sin
embargo, ¡tiene récord de audiencia! ¡La gente deja prendida la
televisión mientras Truman duerme! ¡Pero claro que no
necesita a Christof! ¡Cualquier canal de televisión (partiendo por
Canal 13) querría tener al aire semejante mina de oro!
En mi
opinión The Truman Show es la crítica más hermosa y más
despiadada a la cultura (si se le puede llamar tal) televisiva de
nuestro tiempo. Es la pesadilla del mundo feliz, y no porque sólo
“finja” mostrarnos las falsas maravillas de la sociedad de
consumo, sino porque allá adentro hay un pobre weón que se lo
cree.
Ahora
ejercitemos un poco la imaginación y traslademos Seahaven a nuestras
ciudades, por ejemplo a Santiago de Chile, a menor escala, sin
cámaras de televisión, no como un escenario gigante sino como un
parque temático. Un parque temático donde todo está a la venta;
donde cada puerta, cada ventana, incluso el suelo que pisas es una
marca comercial. Donde, al igual que en el mundo de Truman, la
sociedad de consumo es perfecta: la gente trabaja feliz, no hay
sindicatos ni derechos laborales, todos reciben sueldos que pueden
invertir en consumir lo que sus vecinos y amigos venden en la puerta
del lado. Una ciudad sin barrios residenciales: todo está destinado
al trabajo, a la producción y al flujo de dinero. Y como guinda de
semejante torta: es para niños.
Damas
y caballeros, este Seahaven no es sólo una elucubración macabra de
mi mente, es real, se llama KidZania y abre en Santiago de
Chile durante este año 2012. No en el centro, no en La Florida, sino
que en el corazón comercial de Las Condes: El parque araucano. Un
mundo a pequeña escala donde sus hijos (o los hijos de los padres
que podrán pagar la entrada) aprenderán el valor del dinero y
del trabajo. Desde chiquititos. Para que tengan las cosas claras
desde abajo. “Para que sepan cómo es el mundo real”.
El
proyecto no es para nada nuevo; nació en México en 1999.
Curiosamente, coincide con la fecha en que el parque temático más
hermoso que ha tenido Chile, “Mundo mágico”, cerró sus puertas
para siempre. Y hoy, doce años después, ya se preparan las nuevas
minoritarias generaciones para recibir lo último en entretención
fictiva: una figuración en miniatura de cómo debe ser el mundo en
el que vivir es perfecto.
Son
los mismos niños que ven Disney Channel y que piensan que
para ser estrella de rock no necesitas talento, ni esfuerzo; sólo
tener una buena pinta y esperar a que un productor inescrupuloso te
descubra. Los mismos niños que entrarán a estudiar a universidades
privadas porque “no se van a paro”; los mismos niños que quizás
participen de las pastorales de los colegios y vayan a hacerles casas
a los pobres porque “no tuvieron la misma suerte al nacer”. Los
mismos niños que se casarán por la Iglesia y manejarán autos
lujosos (como los que pueden manejar en KidZania) desde su casa hacia
el trabajo.
Y
ante este espectáculo uno calla, ríe por lo bajo, y luego -no queda
otra cosa- reflexiona.
Durante
el régimen nacionalsocialista en Alemania existía algo llamado las
Hitlerjugend (juventudes hitlerianas); una especie de
programa para niños parecido al de los scouts donde los
jóvenes alemanes aprendían los valores del liderazgo y la
camaradería, el goce de la vida al aire libre, la disciplina y la
obediencia, y los principios morales del pensamiento nacionalista.
Algo parecido vemos en 1984 de Orwell, donde los niños eran
adiestrados en el amor al Gran Hermano y así el Estado se
proporcionaba una manera de vigilar a sus ciudadanos desde su propia
casa.
La
Hitlerjugend era maravillosa; los niños pasaban tiempo de
calidad en la montaña y hacían grandes amistades. En KidZania pasa
algo similar, sólo que está en la falda de una montaña y debajo de
un galpón.
Se
podría argumentar: “Las Hitlerjugend enviaron a niños a una
muerte segura al frente; y les enseñaron cosas execrables para la
moral cristiana y civilizada del mundo libre, tales como el racismo y
la violencia”. Yo respondo: “No lo matará a él, pero disparar y
acaparar riqueza son sólo dos maneras diferentes -una más directa
que la otra- de matar al prójimo. Y si hablamos de racismo, y si
hablamos de violencia, no darle la mano al empleado o no darle
trabajo al chico de pelo largo son, de ellos, las formas más
despiadadas que conozco”.
Donde
ellos ven -o quieren ver- líderes emprendedores, yo veo futuros
ricos despiadados e inescrupulosos. Viejos de mierda de esos que no
necesitamos más en este país, los unos ocupando cargos políticos,
los otros ganando plata en lo alto de una oficina con vista a la
cordillera.
Y sin
embargo, quiero creer que no es intencional; quiero creer que en
estos doce años nadie se ha dado cuenta de lo que KidZania
significa; quiero creer que no es cierto que esto está hecho y
pensado en vistas a lo único que veo cuando observo lo que KidZania
significa, y que aquí denuncio.
Quiero
creer que esto es una consecuencia histórica, es sólo un síntoma
más de la enfermedad social que asola a Chile y que se llama
Liberalismo; quiero creer que el mercado hizo su elección ciega, que
todo esto es sólo la consecuencia lógica del mismo proceso que
lleva a los hombres de negocios a decir que “este podría ser uno
de los mejores países del mundo”. Quiero creer que en sus pequeños
y limitados cerebros existe la ingenua y ridícula convicción de que
KidZania es un inocente parque de diversiones.
Es
curioso notar que los Kidzos (el dinero que se maneja al interior de
KidZania, similar a la plata de papel que viene con los monopoly)
traen impresos los “derechos del niño”. Pues bien, aquí les dejo uno que se les quedó en el tintero: Dejen que los niños sueñen. ¡NO! Con ser doctor
o policía. ¡Maldición, de esos ya tenemos tantos! No; permitan que
nuestros niños sueñen con mundos hermosos, con mundos llenos de
magia, con mundos llenos de seres fabulosos y piratas del espacio
exterior. En las grandes epopeyas están los grandes arquetipos. Que
nuestros hijos lean a Tolkien, lean a Dahl, que vean películas
llenas de colores y carentes de significado para que descubran ese
mundo “muy complejo” que está en su imaginación.
Una
persona que no conoce la poesía, que no vive la creatividad, es un
muerto. Se mueve, come, se ríe, pero vuelve a la tumba igual como
salió de la vagina de su madre. En el arte está la verdadera vida,
en la libertad de conciencia está la verdadera libertad; más allá
del capitalismo, más allá de la democracia, hay un mundo encima y
alrededor del mundo al cual es posible llegar escapando de éste.
Nadie
puede decirse a sí mismo “he crecido” sin leer a Hesse o ver La
Guerra de las Galaxias. De igual forma, uno de mis más influyentes
mentores me dijo una vez que no se puede salir a la calle sin haber
visto Digimon o Terminator.
Si
quiere entretener a su hijo o hija el fin de semana, no lo lleve a
KidZania; siéntense juntos a ver una película (le recomiendo mi
vecino Totoro, o El Castillo ambulante, ambas de Ayao
Miyasaki). Si no puede llevarlo a KidZania por distancia o
dinero, o si no tiene plata para comprar o descargar una película,
consígale un libro (le recomiendo los Harry Potter, fáciles
de conseguir fotocopiados en buena calidad). O por último salga con
él a chutear la pelota. Y si no quiere o no puede pasar tiempo con
él, llévelo a Scout; tiene todos los beneficios de la
Hitlerjugend, pero sin el adoctrinamiento ideológico.
No
dejemos que muera la magia, que muera la fantasía en la infancia. No
llevemos a nuestros niños a probar “un poco de lo que les espera
cuando grandes”. No tratemos de hacerles creer que podría ser
entretenido. Dejemos que abran la puerta, que crucen el cielo. No los
entreguemos al Christof de manos invisibles, líder emprendedor,
caníbal y asexuado, que busca hacerles creer que el sentido de la
vida es tener plata para poder pagarse una buena tumba.
“–
Sí, Bigelow, uno de aquéllos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y
Hawthorne y
Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de
fantasía y de horror, y con ellos
los cuentos del futuro.
Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al
principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta.
Primero censuraron
las revistas de historietas, las novelas
policiales, y por supuesto, las películas,
siempre en nombre de
algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos,
los intereses profesionales. Siempre había una minoría
que tenía miedo de algo, y
una gran mayoría que tenía miedo de la
oscuridad, miedo del futuro, miedo del
presente, miedo de ellos
mismos y de las sombras de ellos mismos.
– Ya.
– Tenían miedo de
la palabra “política”, que entre los elementos más
reaccionarios
acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que
pronunciar esa palabra
podía costarle a uno la vida. Y apretando un
tornillo aquí y una tuerca allá,
presionando, sacudiendo,
tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto
como una gran
pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin
sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron,
los teatros
quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes
inundaban el mundo con un
Niágara de material de lectura, brotó
una materia inofensiva e insípida, como de
un cuentagotas. ¡Oh,
hasta el “entretenimiento” era extremista, se lo aseguro!
– ¿De veras?
–
Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad.
¡Ha de afrontar el Aquí y el
Ahora! Todo lo demás tiene
que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias,
las ilusiones
de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las
alinearon
contra la pared de una biblioteca un domingo por la
mañana, hace treinta años.
Alinearon a Santa Claus, y al jinete
sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a
Mi Madre la Oca....
Oh, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los
sapos
encantados y a los viejos reyes, y a todos los que “fueron felices
por siempre”, pues estaba demostrado que nadie fue feliz por
siempre, y el “había una
vez” se convirtió en “no hay más”.
Y las cenizas del fantasma Rickshaw se
confundieron con los
escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los
huesos
de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Polícromo en un
espectroscopío y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de
merengue
en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó
con el beso de un hombre
de ciencia y expiró con el fatal pinchazo
de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera
algo de una botella que
la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando
“más
curioso y más curioso” y rompieron el Espejo de un martillazo y
acabaron
con el Rey Rojo y la Ostra.
”
Ray Bradbury, CRÓNICAS MARCIANAS. Abril de 2005: Usher II.
(las negritas son mías)
Inti
Målai Perdurabo
PS: Espero que disculpen lo elevado del tono en algunos pasajes, pero
he de reconocer que estas cosas francamente me sacan de quicio.
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