jueves, 18 de julio de 2013

Blinded by the Light...



"El mundo necesita oscuridad, porque la luz no nos ilumina, sino que nos ciega y nos abrasa"
Varg Vikernes


Déjenme que les cuente una historia increíble.
Corría el año 2006 (o 2005, no recuerdo muy bien) y en esos años el medio de comunicación más popular era el MSN Messenger. Nuestros amigos de Microsoft sabían del éxito arrollador de su juguete informático y consecuentemente lo enchulaban a menudo, para hacerlo cada vez más entretenido, versátil e interactivo, como llegó a serlo antes de que tuvieran que botar las redes a fines del año pasado, reemplazados irremediablemente por Skype y el feo e incómodo chat de Facebook.
En esos años se podían hacer muchas cosas con el MSN Messenger. Había emoticones animados que uno mismo podía hacer, sonidos grabados o de paquete, se podían hacer vídeo conferencias, conversaciones de a muchos y todas esas cosas entretenidas que hacen que la gente se acueste muy tarde.
En esos años dos amigos míos (amigos, no “conocidos” ni “personas a las que conociera de lejos”; amigos de los de verdad, de los directos) eran asiduos coleccionistas (como muchas otras personas) de emoticones. Entre los dos se compartían los nuevos que obtenían, o buscaban juntos alguno que hubieran visto y quisieran agregar. Su temática eran los emoticones “pícaros” (ellos usaban una palabra menos elegante) o sensuales, que -como se podrán imaginar- eran muchísimos.
Dado que, como dije recién, había para regodearse (además que ellos tenían muchos contactos donde conseguir material), su colección fue creciendo rápidamente y pronto se hizo incómodo recordar todos los atajos de teclado para usar sus valiosas piezas. Finalmente decidieron cambiar los atajos por otros más intuitivos, fáciles de teclear y recordar: combinaciones numéricas. Así fue como a un emoticón (quién sabe de dónde salió) cuyo atajo era originalmente “jejeje” (un smiley que levanta las cejas) le tocó su nuevo nombre clave: “1313”.
Obviamente, había un “1212”, un “1414”, un “2323” y muchos otros. Pero es éste el importante.
Pasó el tiempo, ellos usaban sus emoticones para conversar con todo el mundo, como es natural, y pasó que un día escuchamos todos (¡fue sorprendente!) que en las fiestas pokemonas (la “tribu” de aquellos años) sonaba una canción que en una parte de su letra decía: trece-trece.
Creímos que podía ser una coincidencia, pero rápidamente notamos que no; el emoticón rebautizado “1313” empezaba a dar la vuelta al país, a aparecer en todo tipo de publicaciones, a usarse indiscriminadamente dentro y fuera de Messenger, y cuando la plataforma finalmente cayó, la estúpida cifra mil trescientos trece ya se había convertido en sinónimo abreviado de todo lo que puede expresarse subiendo y bajando las cejas, como el emoticón original.
Así que, créanlo o no, soy amigo personal de las dos personas que bautizaron “1313” al estúpido emoticón ese. Dos osorninos, perfectos desconocidos para la gran mayoría del planeta, son en parte los autores de lo que hoy se considera un todo un icono generacional cuyos orígenes, sin embargo, permanecerán un buen tiempo en el misterio.
Dejemos al 1313 aquí un momento y hagamos un viaje hacia el pasado, unos mil novecientos y tantos años. Me permitiré fantasear un rato.
Imaginemos que allá por el año 30 de nuestra era (poco más o menos) en Palestina, un grupo de personas congregadas por alguna razón insignificante, hayan presenciado sin quererlo el descenso de una nave espacial descomunal, brillante y ruidosa, hecha con la más perfecta y avanzada tecnología. Imaginemos que se abre la nave espacial, que de ella descienden seres verdes de dos metros de altura con trajes de látex, cascos redondos y voces distorsionadas, como si llevaran un pedal wah-wah en la garganta. Imaginemos que los seres verdes bajan, toman algunas muestras de sedimentos -entre ellas uno de los personajes que presenció el hecho- y finalmente deciden retirarse a su lejano planeta, por lo que vuelven a abordar y se van al espacio.
¿Qué es lo primero que estos hombres, en este escenario hipotético que hemos fabricado, comunicarían a sus conocidos, familiares y amigos cuando volvieran a su ciudad (Jerusalén, pongámosle)? Algo más o menos así: “Una cosa brillante bajó del cielo y salieron unos seres verdes gigantes que se llevaron a Jesús”. ¿Alguien les habría creído?
Nadie, probablemente. Porque suena demasiado improbable (aunque no imposible) que las cosas ocurrieran como ellos dicen.
Pero resulta que ellos están seguros de lo que vieron, y la verdad es una fuerza capaz de llevar a los hombres más allá de cualquier límite con tal de defenderla. Pero las personas que los escuchan, seguros del mundo en el que viven y sus regularidades, no estarán dispuestos a transar la estabilidad de su realidad para dar crédito a lo que defiende un puñado de pelafustanes.
Hay una paradoja física que dice: ¿Qué ocurre cuando un cuerpo incontenible se estrella contra un cuerpo inamovible? Aquí debemos suponer que la verdad de quienes vieron es la fuerza infinita del cuerpo incontenible, y el sentido común es la inercia infinita del cuerpo inamovible. Es claro que a punta de encuentros, uno tras otro, ambas partes irán sintiendo la molestia por la situación. Los que dicen haber visto querrán que les crean; los que escuchan querrán que ellos se retracten, o se les de por locos para que dejen de importunar con sus fantasías. Pero si la verdad se defiende con brío (como suele ocurrir) habremos de esperar que ni ella será una fuerza infinita, ni la incredulidad será un bloque inamovible. Al final unos y otros irán arreglando el cuento original, hasta lograr aquella versión “estable”, es decir, “la más creíble”; la que sin dejar de ser “en algún sentido” cierta, al menos respeta un mínimo de regularidades empíricas.
Cabe recordar que en el siglo primero de nuestra era no había televisión, ni computación, ni fotografía ni filmografía y en general el conocimiento se entregaba tanto por vía oral como por vía escrita. Bien, mi tesis es la siguiente: La credibilidad de una afirmación (un hecho, una experiencia, una noticia, etcétera) se basa en dos factores relevantes: primero, que su verdad esté garantizada por un mínimo necesario de pruebas en soportes tecnológicos válidos para el tiempo y el lugar del que se habla. Y segundo, que ella (la afirmación) no destruya o no se salga, en un mínimo suficiente, de lo que consideramos como “lo real posible”. De tal suerte que toda “noticia” necesita, para ser tal, un mínimo necesario de “respaldos” y un mínimo suficiente de “coherencia” con el mundo.
En una sociedad que no tiene más medios de comunicación que el oral y el escrito, es por tanto indispensable que estos medios cubran la noticia. La versión del secuestro alienígena en la sociedad grecorromana de principios de la Era parece ser una historia por decir lo menos “incómoda”; pero si muchos escritores hablan acerca de ello, y las personas que dicen haberlo visto están dispuestos a morir por no retractarse de sus dichos, entonces es muy probable que “al menos una parte de la noticia” sea verdad. El tiempo irá haciendo su criba, hasta que al final se conserven los textos más centrados, es decir, los que no abandonan del todo la veracidad de la experiencia, pero tampoco la aceptan en todos sus detalles.
Postulo que es imposible discernir (imposible) si el Evangelio que tenemos hoy es una crónica fiel de los hechos acaecidos en torno a la vida de Jesús, o son las versiones “finales” de este proceso de selección del sentido común, de acuerdo a los supuestos de mi conjetura. En términos estrictos, tanto lógicos como históricos, ambas alternativas son igual de posibles.
Del Evangelio al “1313”, la cuestión es siempre la misma; no importa cuánta tecnología poseamos, cuánta información seamos capaces de recolectar, cuántas fotografías, películas, cámaras infrarrojas, detecciones de huellas digitales, respaldos blue-ray podamos hacer de nuestras bases de datos conservando la información; siempre hay un margen, un “umbral” necesario para que algo sea considerado confiablemente cierto. Y siempre habrá hechos, experiencias, recuerdos, que estarán por debajo de dicho umbral: y nuestro conocimiento del mundo siempre estará incompleto, porque no creeremos en la verdad, aunque ella se presente ante nuestros ojos con toda en toda su pureza y desnudez, si ella no viene acompañada de relativos culturales.
Uno de los grandes problemas que veo a diario en nuestra sociedad, es que hemos delegado demasiada -excesiva, diría yo- confianza a nuestros soportes tecnológicos cuando se trata de decidir en qué creer. En general lo que presenta fotos, estudios, firmas especializadas, documentales y publicaciones es tenido por cierto; y lo que sólo tiene pruebas de buena fe de “quien lo vió con sus propios ojos” es descartado como falso, o a lo sumo como “poco probable”. Sin más, confundimos las palabras “probable” (en sentido de probabilidad) con “probable” (en sentido de susceptible de ser respaldado con evidencia) a cada rato y con total naturalidad.
Mentir es siempre posible, tanto cuando se hace de palabra, o cuando se filma un documental con la mayor seriedad y profesionalismo. Por ejemplo tenemos canales que “se dicen serios” (como History Channel o Discovery Channel, ninguno de los cuales veo porque me provocan la misma desconfianza) pero que en su programación presentan documentales abiertamente pseudocientíficos, algunos de ellos contradictorios incluso, y lo hacen con el mismo nivel de soportes tecnológicos en cada caso. Por ejemplo, todos ellos hablaron de las profecías mayas, de las alineaciones planetarias y cuanta tontera más para esperar el 2012; todos se equivocaron monumentalmente.
O tomemos por ejemplo a Salfate y las teorías conspiracionistas que le gusta difundir. Tenemos todos un criterio interno que nos dice: Sí, esa sí puede ser cierta, o No, esa es evidentemente absurda. Todo entra y sale del “umbral” de credibilidad con el cual juzgamos lo que nos dicen.
Finalmente resulta que, contrario a lo que podríamos creer en un principio, y este es el resultado paradójico al que quería llegar, tenemos más tecnología pero no tenemos más maneras de acercarnos a la verdad que antes. ¡Hemos vivido siempre en la misma incertidumbre respecto del mundo!
Hoy (HOY) si una nave espacial baja y secuestra a un hombre, probablemente habrá teléfonos celulares con cámaras para registrar el hecho; habrá satélites fotografiando la superficie de la tierra, habrá vecinos que escucharán, habrá aviones y torres de monitoreo que podrán dar cuenta del hecho. Es casi imposible que si una nave espacial baja del cielo y se lleva a una persona (que, a todo esto, tendrá facebook, carné de identidad, familia, fotografías, teléfono celular y hasta puede que GPS), no tengamos maneras de saberlo. Pero “casi”.
Paradójicamente también, somos capaces de juzgar sobre hechos gigantes (naves espaciales, explosiones, golpes de estado, cataclismos, atentados terroristas) pero perdemos ostensiblemente la capacidad de juzgar sobre hechos pequeños (como el que alguien llame “1313” a un emoticón que antes se llamaba “jejeje”). Incluso sostengo que se podría invertir todo el dinero y todos los recursos informáticos para descubrir quién usó por primera vez el emoticón con ese nombre, y ni aún así darían con mis dos amigos; porque los dos computadores que ellos, en su tiempo, usaron, hoy están en calidad de chatarra; porque ellos no usaban sus identidades reales detrás del computador, ya que en esos años había que mentir sobre la edad para poder abrir cuentas de Hotmail si uno era menor de edad; y porque dudo mucho que en alguna parte una base de datos registre paso a paso todo lo que se hace en internet. Es decir, con toda la tecnología que tenemos, con todos nuestros avances científicos, sigue siendo la palabra de ellos, contra la de otros. Igual que los apóstoles hablando de su Mesías que “se fue al cielo en una nube luminosa”.
Se ha hablado mucho en nuestro tiempo acerca de las tecnocracias y de ese monstruo grande y amorfo que es “El Sistema”. La gente cree que en el Colosionador de Partículas del CERN los físicos del mundo están buscando dar con el “último ladrillo” del edificio del conocimiento; en una palabra, creemos que estamos al borde de descubrirlo todo, y que cuando eso ocurra no podremos huir ya nunca más del ojo avizor del Poder Hegemónico Absoluto, y se “acabará la historia”. Pero esto no es y nunca dejará de ser más que una caricatura, elaborada en la mente de personas que todavía están sorprendidas de ver que en la pantalla las personas hablan y se mueven ¡y es todo tan real!
La pérdida paulatina de la capacidad de crítica, de reflexión y sobre todo de la fe en la libertad (esa libertad última, irreductible, del hombre dentro de su propia cabeza) está haciendo que nuestras gentes “quieran” jugar a que son robots, sin que realmente nadie los esté obligando y no haya, en realidad, forma de lograrlo. La pesadilla orwelliana del gobierno que es capaz de entrar hasta en el último rincón de tu habitación e incluso toma la precaución de colocar la sal -que dejas intencionalmente en el borde del libro- después de leerlo para que no notes su presencia, ha ido creciendo a medida que la tecnología se ha ido emplazando en nuestros medios de comunicación. Creemos que no es posible delinquir sin ser descubierto; que no es posible mentir, ni engañar, y sin embargo, las mentiras, los crímenes sin resolver y los engaños de todo tipo están ahí, dentro y fuera de la verdad, dentro y fuera del campo visual de su míope ojo Avizor.
Lo mismo cabe decir para la ciencia. Ella mide todo lo que se puede medir, ella registra todo lo que se puede registrar; pero un niño sana su enfermedad gracias a que una vieja quemó sahumerios en su choza, y es coincidencia. Una casa expulsa a sus habitadores mediante sucesivas fugas de agua, y es imaginación. Un hombre sale de su casa y vuelve a la media hora con barba de tres días, y es anecdótico, pero demasiado improbable que lo hayan secuestrado los extraterrestres. Otra vez lo mismo: Nadie vio la nave espacial, ninguna cámara lo registró, ningún satélite la detectó, ningún celular la filmó. Por lo tanto, no hubo nave. Pero el hombre y su barba están allí, vivitos y coleando.
En la escena final de la película Contacto, la protagonista atraviesa por el portal interespacial y ve y filma un viaje de dieciocho horas (si mal no recuerdo) hasta un mundo a miles de millones de años luz de la tierra, donde se entrevista con un ser que se le presenta bajo la forma de su difunto padre. Al retorno ella descubre que quienes la esperaban sólo vieron a su módulo espacial pasar por dentro del portal directo al mar sin que nada especial ocurriera, y que su cámara sólo filmó estática, por lo que la toman por loca y desechan como alucinación lo que llegó contando. Sin embargo, una de las científicas, bien avispada, pide de todas formas copia de la cinta. No está interesada, dice, en la estática; sino en el hecho de que filmó aproximadamente dieciocho horas de estática.
Vivimos constantemente de cara al misterio. El mundo se nos hace cada día más basto, más lleno de cosas, pero seguimos siendo igual de pequeños e indefensos ante lo desconocido. Hemos de suponer que el hombre primitivo construyó su dolmen y creyó estar en el centro del universo; el astrónomo babilonio miró el cielo, el geómetra griego calculó el diámetro de la tierra, y el filósofo afirmó que estábamos en el planeta al centro del Universo. Hoy, el astrofísico asegura que estamos en el Universo, en el tiempo-espacio dentro del cual un hombre se pregunta por el universo; pero en todos los casos es siempre lo mismo: trazamos un círculo dentro del cual todo es conocido y fuera del cual la oscuridad, el misterio y lo novedoso se prolongan hasta el infinito. No hemos dejado de trazar, en nuestras mentes, el mismo mapa caricaturesco medieval, que ponía dragones en los bordes del mar; sólo que nuestros dragones están cada vez más lejos; pero ¡son cada vez más grandes!
Es fácil ser realista y cientificista cuando se vive en la ciudad y se aprende de cara al laboratorio; pero en medio de una tormenta, acosado por los vientos y las respiraciones en lo alto de una montaña del Sur de Chile, uno empieza a dudar si el volcán Osorno es sólo un accidente de terreno, o acaso es efectivamente un dios dormido que nos protege y nos guarda. Ningún espectroscopio ha podido verificar que exista el alma, ningún espiritista ha podido entregar el código Houdini, y sin embargo, hay quienes saben cosas que no tendrían cómo saberlas; hay quienes curan lo incurable, hay quienes cierran los ojos, duermen, y a la mañana siguiente pueden relatar con lujo de detalles lo que ocurrió a miles de kilómetros. Y no tienen más que su palabra para probarlo, y el hecho incómodo de que han acertado. ¿Verdad, mentira, engaño? Decidirlo no es más difícil hoy que hace dos mil, o tres mil, o cinco mil años.
La oscuridad siempre ha estado allí. Ya sea como duende, como monstruo, como lobo; como bárbaro, como bruja, como licántropo; como asaltante, como delincuente juvenil, como terrorista paramilitar. Sabemos muchas más cosas pero seguimos durmiendo con las puertas atrancadas. Tenemos más libros, más explicaciones, más testimonios, pruebas y garantías, pero el miedo no ha disminuido. Nada nos ha asegurado la inmortalidad, nunca hubo rapto ni piedra filosofal ni conflagración universal. No hubo dictadura del proletariado ni tercera guerra mundial, y no es todavía el fin de la historia. En cavernas tibetanas de tiempos védicos (una chorrera de siglos antes del tiempo de los egipcios) se han encontrado representaciones de nubes negras que arrojan fuego sobre los hombres provocando enfermedades a la piel y horribles deformidades. Que hoy conozcamos la energía nuclear no da prueba de profecías cumplidas ni de Sectas Orientales escondiendo el conocimiento ancestral para prevenir la aniquilación de la humanidad; sólo nos invita a reflexionar acerca de cómo nuestra especie, nuestra civilización, ha sido capaz y se ha empeñado con meta fija a cumplir y hacer realidad sus más terribles pesadillas, a actualizar los más profundos miedos. Sin ir más lejos, el psicoanalista Carl Jung sostuvo en uno de sus libros que los platillos voladores eran otro acto de transferencia por parte de mentes enfermas, prisioneras de una sociedad que es cuna y madre de sus peores traumas.
Creemos que estamos acercándonos al final, pero en realidad es sólo el principio. La humanidad no ha terminado siquiera de despertar, de ver con sus propios ojos. Cada verdad viene cargada de nuevos y más difíciles misterios, como una trampa china donde cada caja contiene a otra caja en su interior, sólo que el fondo no se hace más pequeño, sino más grande.
Cada vez más grande.
El total de la reflexión podría resumirse como sigue: Mientras haya respuestas, siempre quedarán preguntas.
Tenemos trabajo que hacer. Muchas gracias.

Inti Målai Perdurabo



Quiso avanzar, tropezó con una pared invisible. Quiso retroceder, le pasó lo mismo. Palpó arriba, abajo, a los costados: estaba encerrado en una jaula de cristal. Dio golpes sin perder nunca las esperanzas, insistió una y otra vez en el mismo sitio, hasta que sintió un crujido y pudo atravesar la superficie fría con el puño. Se abrió paso y, por fin, salió al exterior. Avanzó feliz, sonriente, libre, pero se dio un frentazo contra una pared invisible: ¡Estaba dentro de una jaula mayor! Pensó, consolándose: “¡Por lo menos es más grande y está creciendo! ¡Crecerá tanto que un día desaparecerá!”
Pero la jaula no crecía: el señor iba empequeñeciendo.

“La Jaula”, de Alejandro Jodorowsky.

miércoles, 19 de junio de 2013

¡...pero debería serlo!

El martes 18 de Junio (ayer) la página de blogs del diario “El Mercurio” publicó un artículo titulado “¡La educación no es un derecho!” y firmado por un tal Axel Kaiser. No sé quién es este hombre, ni qué es lo que hace, sólo tengo una foto suya junto a la breve columna y su nombre al pie de la misma. Les dejo el link del dicho artículo:
En general no me dejo estimular ni conmover por esta clase de cosas, creo que nunca he escrito una réplica (salvo una que otra en forma de breve comentario al final de los blogs que permiten hacerlo) pero debo decir que la lectura de la columna del señor Kaiser me ha llegado a lo profundo del corazón y aunque estoy cayéndome de sueño y cansancio me gustaría dedicarle algunas palabras. No sé si él llegue a leer mi artículo, pero la dejaré a disposición de mis estimados comensales por si a alguno le interesa saber qué me produjeron las palabras de este enigmático tocayo del ex vocalista de Guns 'n Roses.
No quiero que se me malinterprete. No creo que la discusión que deba tener lugar aquí sea ideológica o filosófica (nada estaría más lejos de serlo, créanme) sino que es (para mi gusto personal) estrictamente lógica. No voy a entrar a descalificar al señor con apellido germánico porque no es mi estilo; caras vemos, corazones no sabemos. Sea pues su palabra la única garantía de su peso intelectual.
“El Estado es esa gran ficción en virtud de la cual todo el mundo intenta vivir a expensas de todos los demás”. La cita (según él, no lo he comprobado) es de Claude Frédéric Bastiat. ¿Quién es este hombre, se preguntarán? Bueno, nunca soy muy exhaustivo en mis búsquedas pero Wikipedia tuvo la bondad de sugerirme esta breve presentación: “escritor, legislador y economista francés al que se considera uno de los mejores divulgadores del liberalismo de la historia”. Me hace sentido, considerando las opiniones vertidas por el señor con apellido de naipe, y por el hecho de que haya sido publicado bajo el alero del “diario de Agustín”.
Dejando un poco al margen el hecho poco favorable de la escasa falta de seriedad que puede tener una afirmación de este calibre, más cuando proviene de un personaje que no conoció a Marx (murió en 1850, si Wikipedia no me miente) ni alcanzó a vivir la decadencia de la Revolución Industrial y el Imperialismo que degeneró en las dos grandes guerras mundiales, vamos a brindarle a nuestro caucásico amigo el beneficio de la duda y le concederemos su punto de partida (aunque me gustaría tomarla como epígrafe y no como premisa argumental, pero le daré en el gusto para que explaye su punto).
El argumento de este señor puede resumirse de la siguiente forma: El Estado no es sino una gran ficción en virtud de la cual todo el mundo desea vivir a expensas de todos los demás. Los “derechos sociales” por tanto no son derechos en sentido legítimo sino que se trata de una exigencia de beneficios materiales que un grupo determinado de individuos plantea a otro grupo en general indeterminado de individuos sin ofrecer una contraprestación a cambio, justificados moralmente por la existencia (ficticia) de este Estado.
En un mundo sin Estado pues, la única forma en que un grupo A podría obtener sin causa de un grupo B un beneficio material sería recurriendo directamente al uso de la violencia física. Y en un mundo con Estado (al que previamente aludió como una ficción) son los políticos quienes se encargan de ejercer dicha violencia, seleccionados en función de los “derechos sociales” que ofrecen antes de su elección.
Un bien económico es un bien escaso que satisface necesidades o deseos. Para nuestro amigo de ojos pequeños la educación es tal, y no un “derecho” (que ya mostró que no existen) sin importar lo que los políticos digan cuando hacen sus promesas electorales.
Para nuestro amigo, un “derecho negativo” (en contraposición a los falsos derechos “sociales”) es aquel que exige del resto el abstenerse de realizar una conducta. El rol auténtico del Estado en este caso es el de proteger al individuo de que su derecho sea violado. Pero en cambio un derecho “social” es lo contrario, y obliga a los individuos a dar a otros lo que estos quieren y que en una relación de cooperación voluntaria probablemente no podrían obtener. De esta forma, concluye que la visión colectivista de los derechos “sociales” constituye una perversión del rol del Estado, el cual no actúa ya como protector de la libertad personal, sino, por el contrario, como su principal agresor. Propone al final una profecía político-económica de escaso valor teórico así que prescindiré de ella.
Como espero mostrar, el argumento de este hombre es contradictorio. Por una parte nos dice: la única forma en que un grupo A podría obtener sin causa de un grupo B un beneficio material sería recurriendo directamente al uso de la violencia física. Yo replico: ¿y por qué es “sin causa”? ¿No es acaso la violencia física causa suficiente para ceder un beneficio material a otro? La primera y más esencial caracterización de la condición social del hombre se cae, pues, por esta sencilla confusión conceptual. Me parece por tanto mucho más correcto afirmar que la violencia física es una de las formas que tiene un grupo A de obtener un beneficio material de un grupo B sin ofrecer una contraprestación a cambio, lo que encaja con la forma en la cual él ha caracterizado el “derecho social” (y asumiendo que la violencia no es una contraprestación, claro está).
Por otra parte, su visión del Estado es asimismo contradictoria. Nos dice que él es una ficción cuya finalidad (no la única, pero ciertamente una de ellas) es justificar moralmente ciertas exigencias materiales gratuitas que un grupo A hace a otro grupo B. Pero luego lo vuelve a caracterizar como la institución (o así creo que nos invita a entenderlo) encargada de proteger los derechos negativos de las personas. Pero estos derechos negativos son, esencialmente, la coerción de la libertad del otro: pues exigen del resto el abstenerse de realizar una conducta. Entonces resulta que el Estado, al actuar como protector de la libertad personal, es también el principal agresor de la misma y esto se sigue directamente de sus premisas aunque es la tesis que busca destruir.
El rol del político es también contradictorio en su forma de presentación. Por una parte, constituyen el grupo encargado de controlar el poder del estado y ejercer la violencia necesaria para cumplir su rol (proteger las libertades negativas de los individuos, como ya dijimos). Sin embargo, son elegidos en función de algo completamente distinto: los beneficios prometidos bajo el argumento de satisfacer “derechos”. Entonces tenemos a un grupo de personas que primero promete “falsos derechos” (pues así los ha caracterizado) para poder permanecer en el poder (que es una necesidad para ellos); luego, una vez electos, controlan el poder coactivo y coercitivo del Estado, y fallan en sus promesas “para preservar el orden económico y democrático del sistema”. ¡Vaya democracia la que se obtiene!
El tipo de orden social que el señor de corbata tiene en mente nos recuerda aquella caricatura del Leviatán sobre los pueblos que aparece en las ediciones antiguas del homónimo de Hobbes. Presupone un orden según el cual la existencia del Estado es esencialmente la necesidad de coerción, es decir, la represión de ciertas actividades en favor del libre desarrollo de otras.
La educación es, hoy por hoy, un bien de mercado; él lo da por sentado, y es cierto. Pero ¡es eso precisamente lo que está en discusión! Su título no puede por tanto ser más tautológico: La educación no es un derecho. Pues claro que no es un derecho, ¡o todas estas cosas no estarían pasando! Lo que cabe preguntarnos realmente es, ¿cómo debemos enfrentar un argumento de este tipo? En vistas de sus errores (pues no son más que eso), ¿cómo debemos plantearnos el Estado?
Como dijera Aristóteles (no es que quiera hacer gran hincapié en esto, pero véase la diferencia entre mi cita y la suya, en términos de lo poco que exige la mía recurrir a Wikipedia) el hombre es un animal social, y aunque no sea una frase que agrade mucho en nuestros días vamos a concederle al Estagirita al menos que tuvo razón en apuntar (como harían muchos otros después, entre ellos Rousseau, compatriota de ese tal Bastiat) el hecho de que es la familia el primer modelo de “sociedad” humana, ya sea esto en lo histórico como en lo formal.
Es en la familia un hecho también (y esto no lo someteré a crítica) que existen ciertas exigencias materiales por parte de un grupo hacia otro, en particular de los hijos a sus padres. Tales pueden muy bien ser alimenticias, de vestimenta, de techo, etc. Si el Estado es una ficción que justifica moralmente exigencias materiales gratuitas, ¿es entonces la familia otro tanto? ¿O hay en la “obligación de la madre” de alimentar a su hijo algo más que la satisfacción de un deseo ilegítimamente impuesto por el lactante mediante la apelación a falsos “derechos”?
Nada obliga a una madre (o a un padre, o a dos madres y dos padres; no quiero ser heteronormativo en esto) a alimentar a su hijo. Pero cuando no lo hace, el niño muere y no hay ya “familia”. Por lo tanto la “familia” no es una ficción que justifica la concesión de derechos sino el resultado de dicha concesión; es, por lo tanto, fruto de una convención y asunción de roles.
Lo mismo podemos decir de las sociedades. Un grupo humano puede someter a otro por medio de la violencia, pero si no se provee la obediencia del otro, sólo obtendrá masacrar hombre tras hombre hasta que no quede ya hombre que masacrar y no haya sociedad posible. En la asunción de roles de todo tipo (entre ellos económicos, origen de las Clases Sociales) se sustenta la existencia de un orden social y el Estado es la abstracción (la ficción, si se quiere) que armoniza estos acuerdos.
No veo cómo encaja en la visión ficcional y estrictamente coercitiva del Estado que el señor Kaiser propone la existencia de bienes públicos y de instituciones civiles. Posiblemente no las crea necesarias y sueñe (como su admirado Bastiat parece hacerlo) con un mundo pacífico y liberal donde la “mano invisible del mercado” nos lleve por la senda segura del progreso científico y tecnológico hacia un mayor bienestar social, libre y democrático. Pero en la forma como vemos las cosas las personas que vivimos en el siglo XXI el Estado debe proteger y asegurar nuestro bienestar aquí y ahora, y qué sea tal bienestar surgirá (como es verdaderamente democrático hacerlo) de la reflexión que la sociedad pueda hacer respecto de sí misma y sus necesidades particulares.
Él dice: la diferencia esencial entre un derecho colectivo o "social" y derechos negativos, como la libertad de expresión, la vida o la propiedad, es que los primeros, al referirse a bienes económicos, exigen que alguien sea forzado a trabajar para satisfacerlos. Esta afirmación, por el hecho de considerar a la educación como un bien económico, es falsa. El Estado en tanto institución cobra impuestos y por lo mismo paga sueldos. Nadie será forzado a trabajar como profesor para los pobres cabros, como las caricaturas de los sistemas socialistas les achacan a estos últimos.
Ya al margen de todo y como breve apreciación personal me sorprende y me parece lamentable la incapacidad de personas como mi amigo de nombre alóctono de ver y entender problemas, abordar temáticas y adoptar una postura crítica frente al mundo en que vivimos. Es triste ver como se suele olvidar que, en última instancia, esto se trata de personas que viven y que -sea por naturaleza o casualidad- se ven obligadas a vivir juntas.
Ya es, de cualquier forma, una victoria moral del movimiento estudiantil el haber conseguido que se den esta clase de discusiones. Nos permiten ponernos al tanto del tipo de personas con las que tenemos que compartir esta estrecha y -por estos días- fría franja al este del océano pacífico.
Buenas noches.

Inti Målai Perdurabo

sábado, 8 de junio de 2013

ESSE AUT NON ESSE; ITA QUAESTIO EST




Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno

Gn 1:31

Es de sobra conocido que soy un enemigo declarado de los imperativos morales. Pero tampoco soy, como alguna vez me dijeron (personas con más edad y más títulos universitarios que yo), un ser amoral. No es un tema que me agrade mucho –digamos que “no hiere las suficientes susceptibilidades”– pero me entretendré con él un momento.
Un imperativo moral es toda sentencia del tipo: “Haz esto” o “No hagas esto”. El tipo de moral que presupone el imperativo (en cualquiera de sus múltiples variables posibles) es una moral de arriba a abajo. El imperativo, que es moral porque distingue nuestros actos entre [al menos] dos tipos de valores excluyentes (buenos y malos, correctos e incorrectos, preferibles y despreciables, etc.) se presenta como una sentencia de tipo universal, que rige de manera uniforme sobre el resultado de nuestras decisiones, aquello que constituye el particular o el momentum de nuestra conducta, que no es otra cosa que el “acto” mismo.
Cada uno de estos actos es evaluado, en particular, de forma aislada como un ejemplar de nuestra conducta; esto es bueno, esto es malo; su valoración, aunque se disfraza de cualidad, es mera cantidad: “por sus frutos los conoceréis”.
Contra esta moral de arriba a abajo yo propugno una moral egocéntrica, en la cual no son los actos los calificados de “buenos” o “malos” sino que es la conducta en sí misma, ya no como el total de nuestros “actos” sino como el devenir de nuestro comportamiento consciente, aquello que se revisa y se perfecciona para “bien” (en un sentido personal) o se descuida (lo que vendría a ser un relativo equivalente al “para mal”).
Somos el todo coherente de las decisiones que tomamos. En la relación constante y turbulenta con el mundo sostenemos posiciones respecto de él y de nosotros mismos, así como de todo orden de cosas; lo que constituye nuestro sistema de creencias, lo que groseramente puede ser representado como nuestro conocimiento sumado a nuestras experiencias, fundamento último de nuestra opinión y nuestra conducta.
Todo sistema de creencias es susceptible de ser revisado. La conducta no es una relación de coherencia entre nuestros actos particulares (como pretende la moral del imperativo) sino que es, más bien, la relación de cada uno de nuestros actos con el momentum del sistema de creencias que la respalda. Así entonces, por poner un ejemplo, rechazar el imperativo “No matarás” (y su correspondiente juicio valorativo: “matar es malo”) no me convierte en un ser amoral, ya que en este momento no me parece necesario o no veo como una vía de conducta coherente con aquellas creencias que HOY sostengo, el matar a alguien.
Cuando un acto contradice el sistema de creencias que debería fundamentarlo, no es el “acto” lo contradictorio en sí sino el sistema de creencias; porque (y esto lo defiendo a priori, aunque admito que es susceptible de crítica) todo “acto”, al ser la concreción de una “decisión” particular, está en concordancia con (al menos) una creencia o “motivo suficiente para actuar”.
Ningún sistema de creencias es perfecto; pero en la eliminación de las contradicciones, que son el fruto de la incoherencia, reside el summum bonum de nuestra moral: la capacidad, como dije antes, de mejorar. NO en relación con estándares impuestos, sino con respecto a nosotros mismos.

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Hice esta breve disertación acerca de la moral (y mi concepto de moral) para dejar en claro que el ensayo que leerán a continuación no quiere ser, en modo alguno, impositivo. Es la sencilla exposición de mi propia experiencia (en relación al tema propuesto) y no busca convencer a nadie de hacer lo mismo; sin embargo, tiene también (y por eso lo escribí, o sería sólo una sencilla curiosidad) el propósito de servir de ejemplo o argumento posible para quienes se han visto en disyuntivas similares y buscan una solución posible a sus entuertos. O más aún, para quienes disfrutan de escuchar (leer, en este caso) los argumentos que otros tienen para defender sus posiciones personales. Para todos ellos va dirigido este ensayo.
Por todo lo que expuse más arriba queda claro que, a mi modo de ver, una retractación no es en modo alguno una muestra de debilidad del espíritu sino todo lo contrario, un acto de perfeccionamiento. Fui cristiano, luego fui politeísta y hoy soy agnóstico (o algo así); fui comunista, luego fui fascista, y hoy he vuelto a ser una especie de socialista (anómalo); me presenté alguna vez como poeta, hoy, como dejé de escribir poesía, ya no lo hago; podría seguir indefinidamente. Alguien podría decirme: “entonces eres inconsecuente”. Pero yo le respondo, “¿Qué es para ti la 'consecuencia'? ¿Elegir un ideal y marchar ciegamente en su defensa, aunque me cueste la vida? ¿O hacer que la propia conducta cambie (mejore) a medida que mi experiencia crece y que mi conocimiento se acrecenta?” Yo digo: todo lo que he hecho, todo lo que he dicho y he defendido ha estado en perfecta armonía con lo que he creído en su momento, y toda vez que no lo ha estado (porque ha pasado, indudablemente), ello ha significado una revisión del sistema de creencias, un cambio profundo en mí que me ha llevado a tomar nuevos senderos y a mejorar.
Cuando los Procesos de Nuremberg dejaron al descubierto los pormenores del holocausto, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, muchos de los mismos alemanes afiliados al partido Nacionalsocialista renunciaron voluntariamente a su membresía, como una forma de corregir su participación indirecta (su complicidad) en los actos. Esta retractación es, para mí (indiferente de los motivos) una muestra de sana moral, porque aquellos hombres y mujeres en un solo acto admiten su participación y deciden su no-participación a partir de aquel momento; demuestran ser consecuentes consigo mismos. (Que luego se haya declarado como un acto criminal la sola afiliación al partido es harina de otro costal).
Contra esta moral sana está la moral enferma de, por ejemplo, aquellos chilenos que después que el régimen militar de Pinochet terminara y se abrieran los casos de violación a Derechos Humanos (los que tampoco defiendo como “buenos a priori”, nótese), para evitar retractarse de su simpatía por el régimen pero no tener que reconocer su implícita complicidad con los actos perpetrados, prefieren negar dichos actos, argumentando que son mentiras de los comunistas, o que las víctimas eran paramilitares preparados por los rusos y los cubanos. Esta es la mentalidad de personas que consideran una retractación como una debilidad, como un “darle la razón” al otro, al enemigo: una derrota del espíritu, y encuentra preferible autoengañarse y vivir en una mentira. Más loable y respetable es el asesino que mata, reconoce que mata y asume las responsabilidades penales de sus actos con altura de mira, orgullo y desprecio por las familias de sus víctimas. Será un hijo de puta, ¡pero al menos un hijo de puta consecuente consigo mismo!
Debo decir que me gusta la carne, que me agrada su sabor, su textura, y que siempre he sabido de dónde viene. En general no veo los documentales acerca de maltrato animal porque “no me gustan esas cosas”, pero entiendo más o menos qué es lo que ellos muestran. No en desmedro de lo anterior recientemente he decidido desplazarlas definitivamente de mi dieta, y hoy quiero contarles por qué.
Me parece un hecho de evidencia incontestable el que la naturaleza mande que unos seres vivos deban destruir a otros para asegurar su preservación y estilo de vida; es, en resumidas cuentas, lo que significa “alimentarse”; ningún animal come piedras, y las plantas están tan vivas como los animales. Pero es un error argumental creer que porque debamos comernos a algunos, podamos comerlos a todos. (De lo particular no se sigue lo universal: lógica de nivel escolar).
Otro postulado (al menos para mí, no sé si para el resto) que sirve de fundamento a mi decisión es aquel que me gusta resumir con el siguiente dictum: “Disminuye el daño ajeno al mínimo posible”. Si para conseguir P debo pasar por encima de diez personas, procuraré pasar por encima de diez y no de once. Esto no sólo aplica en la consumición de carne sino en todo ámbito de la vida; porque es evidente que todo acto de apropiación es un acto de despojamiento de “otro”; cada cosa que compro es una cosa menos que “otro” puede comprar, cada pan que como es un pan que no come un niño con hambre; pero yo también tengo que comer.
Llevo un tiempo conviviendo con vegetarianos y veganos, en mi casa y entre mis amistades e incluso en mi relación, porque mi polola es vegetariana, y por mucho tiempo no me alejé de mi dieta. Ellos tuvieron que ver con mi conversión pero de una forma indirecta: en realidad lo único que me mostraron es que es posible vivir sin comer carne. (Sobre todo mi polola, que se ha convertido en una experta culinaria del vegetarianismo, debo decir).
Entonces me dije un día: Si encuentro un solo argumento lo suficientemente fuerte para seguir comiendo carne, lo haré. Asi fue como salí, igual que Sócrates, a buscar a los orgullosos carnívoros y a escuchar sus motivos para perseverar en su postura, y si acaso alguno de esos argumentos se mostraba como incontestable, yo lo aceptaría sin renuncias y seguiría con mi dieta normal. (Por todo lo antedicho se entenderá que no lo encontré; y aquí viene el detalle de mi indagación, que es por lo demás bastante gracioso).
El más estúpido de todos los argumentos que me presentaron fue el de: “Pero si la carne es rica”. Sí, la carne es rica, a mí me gusta mucho... pero hay otras cosas que me gustan y a las cuales he tenido que renunciar en miras a motivos más elevados y bienes mayores. Como dijera Leví: “El que puede y se abstiene puede dos veces”. Otros decían: “Es muy difícil hacerse vegetariano; en todas partes venden carne, es más fácil seguir comiendo carne”. Sí, era más fácil para mí pedir disculpas y quedarme en el colegio francés. Si lo hubiera hecho sería menos de la mitad de quien soy ahora. No le hago el quite a los caminos pedregosos, todo lo contrario, han demostrado ser mucho más enriquecedores que las escaleras automáticas.
Otro argumento también débil pero menos evidentemente absurdo es el de: “Pero no porque dejes de comer carne la matanza y el maltrato animal van a terminar”. Sí, es cierto; pero yo respondo: “No porque yo tire la basura en el basurero la gente va a dejar de contaminar el mundo”; pero no me parece un motivo de peso para empezar a botar mi basura donde me venga en gana. En lo que a mí concierne, no dejo una sola lata de cerveza en el pasto, aunque a mi alrededor haya cientos de ellas. Después están los que dicen: “Sólo comiendo lechuga te mueres”. ¡Pero claro que sí! ¡Nadie puede vivir sólo comiendo lechuga! Pero no todo lo que no es carne es lechuga. En particular existen los cereales, los vegetales, las legumbres y otras varias vías de alimentación que sustituyen los nutrientes que la carne aporta. Y otros me dirán: “Los vegetales no aportan todos los nutrientes básicos”. Yo respondo: “las dietas omnívoras tampoco”. Dependiendo de cada uno, serán necesarios más o menos nutrientes, y es un hecho incontestable que gran parte de la población necesita consumir complementos alimenticios. Una vez más, apelo a mi dictum del mínimo daño posible.
Otra instancia del dictum del mínimo daño posible es para contestar este argumento: “Pero entonces vas a tener que dejar de usar ropa de cuero, y cosas hechas en China (porque lo hacen niños esclavos) y otras muchas cosas que también suponen sufrimiento”. Yo respondo: “Cuando aprenda a hacer mis propios zapatos a partir de materias ciento por ciento inorgánicas, o no necesite usar zapatos; cuando pueda dejar de vestir, dejar de usar papel y cepillos de dientes, lápices y muchas otras cosas, lo haré”. Pero el hecho de no poder hacer todo eso de una vez no es un argumento suficiente para tranquilizar mi conciencia y, además, convencerme de comer carne, a sabiendas de de dónde viene y cómo llega a mi mesa. Una vez más, el particular no implica el universal.
“Hay que comer carne porque se ha comido carne desde siempre”. Sí, pero en algún momento se creyó que la tierra era plana y hoy no; en algún momento se pensó que los negros no eran humanos, y hoy ya no; en algún momento se creyó que los homosexuales eran enfermos, y hoy por fin estamos empezando a convencernos de que no lo son. Una vez más, Leví: “Errar es humano, perdonar es Divino; pero perseverar en el error es diabólico”. Otros dirán: “tarde o temprano volverás a comer carne; es pura moda”. ¿Perdón? ¿Yo, hacer algo por MODA? Incluso si así fuera... no encuentro que comer carne sea muy underground tampoco.
El otro argumento, ya no tanto origen de la estupidez sino de la ignorancia (aunque es increíble ver cómo ambos conceptos se aproximan), es el que dice: “La hambruna en el mundo hace necesaria la producción de carne para el consumo humano”. Damas y caballeros, por si no lo saben, el 90% de los recursos de la tierra son consumidos por el 10% de la población mundial, y por el sólo hecho de tener dinero en el bolsillo o en el banco somos parte del 5% más rico de la población del planeta: no veo en qué forma la consumición de carne está paleando el problema de la hambruna. Con todo, he de defender lo siguiente: Problema de matemáticas de nivel escolar: Planto un terreno con A cantidad de vegetales, y hago comer de él a B vacas. Luego mato a las vacas y doy de comer a C personas con las B vacas ya engordadas. Si B come A y C come B, ¿por qué no alimentar directamente con A a las C personas? Algunos dicen (medio en broma, espero): “¡no te comas la comida de mi comida!” pero acompañan sus asados con ricas papas y ensalada de tomates. Además, por si no lo han notado, un kilo de porotos es harto más barato y rinde mucho más que un cuarto de kilo de carne de vacuno; si quiere saber cuantas proteínas aportan los porotos: googlee. Se llevará una sorpresa.
“La naturaleza manda que el más fuerte debe destruir al más débil para preservar su existencia”. Sí, se llama “alimentación” y estoy ciento por ciento de acuerdo. Hitler consideraba que los judíos estaban utilizando el espacio vital de los alemanes y los echó de su país; me parece justo. Ahora: ¿cómo se pasa de “echarlos” de su país a envenenarlos en masa, quemarlos, experimentar con sus cuerpos y hacer jabón y botones con sus despojos corporales? No me queda del todo claro. Una vez más: reducir el daño al mínimo posible.
Lo divertido del argumento anterior es que algunos saltan y dicen: “Una vaca no es lo mismo que una persona”. Bueno, Hitler consideraba que el “judío” no era lo mismo que un “ario”; sólo pone la barrera de “importancia” un poco más acá (en terreno de lo que ya se empieza a considerar racismo, pero sigue siendo vulgar especieísmo). O sino, hay quienes dicen: “¿Pero cómo pueden los hindús estarse muriendo de hambre, y tener a las vacas caminando libres por sus ciudades?” Pero olvidan que en nuestras propias ciudades la gente igual muere de hambre y los perros caminan libres por el mundo (muertos de hambre también). ¡Un chino lo encontraría igual de descabellado! Vivimos en una sociedad que no sólo se reconoce a sí misma especieísta (=considerar a algunas especies superiores a otras) sino que es inconsecuente con su propio especieísmo. Desde que asumimos que todos los seres vivos compiten con esa misma calidad ontológica (como dimos por sentado con el principio de alimentación) todos estos argumentos se derrumban por su propio peso.
El otro es el argumento visceral (una falacia asquerosa pero que comentaré sólo por el placer de poner en vergüenza su debilidad): “Si te hicieran elegir entre comerte a tu mamá o comerte a una vaca, ¿qué elegirías?” Yo respondo: “Si te hicieran elegir entre comerte a tu perro o a una persona que no conoces, ¿qué elegirías? ¿Si tuvieras que comerte a tu mamá o a tu papá, a tu perro o a tu gato, o a un tigre blanco o una paloma?” Es como cuando en el colegio los niños juegan a preguntar: “Qué prefieres, ¿darle un beso a un amigo o a la mina más fea del curso?”. Se llama Falacia de pregunta compleja y por su naturaleza de “falacia” no me daré el trabajo de demostrar su falsedad aquí; de cualquier forma no es argumento suficiente para hacerme volver a comer carne.
“Las plantas también sufren”. Otra vez, alimentación y mínimo daño posible. Si pudiera vivir de comer piedras, lo haría (mientras no se demostrara que también sufren). El paso siguiente es: “Hay personas que cosechan esas plantas y sufren, ¿por qué su sufrimiento es menos importante que el de los animales?” Mi respuesta es exactamente la misma. Además, los animales no se crían, almacenan, asesinan, faenan y envasan solos; toda línea de producción implica la explotación del hombre por el hombre, así que la constante del sufrimiento humano queda fuera de la ecuación.
Luego llegan los argumentos biológicos: “Hay otros animales que también comen carne”. Sí, pero es una falacia del hombre de paja. Véase el argumento siguiente: “Somos animales carnívoros, está en nuestros genes”. Yo respondo: “En primer lugar (y esto lo ví en un video pro-veganismo que me llamó bastante la atención) por la forma de nuestros dientes somos más herbívoros que carnívoros, sin quitar el hecho de que tenemos que cocer la carne para poder triturarla. En segundo lugar, es cierto que podemos comer carne y que en muchos aspectos nos hace bien: pero no es ese mi motivo para dejar la carne (y éste es el “hombre de paja” de la falacia) sino la forma en que se procesa dicha carne. En particular, cuando yo tenga mi predio y críe a mis animales, y sea capaz de asesinar a un cordero, despellejarlo, desmembrarlo y cocinarlo, veré si soy capaz de comérmelo”. Me parece evidente que el ser humano es omnívoro porque o sino sencillamente no comeríamos carne; pero podemos hacernos herbívoros gracias a que la ciencia nos deja reemplazar, sustituir y complementar los aportes de nuestras diferentes dietas.
El otro argumento biológico es más bien antropológico y es interesante: “El mono se hizo hombre cuando comió carne”. ¿Entonces fue la carne el fruto prohibido, el del árbol del conocimiento del bien y del mal? Al margen de ese comentario (que es más bien una charada) yo respondo: “¿Comía carne el hombre antes de descubrir el fuego? ¿Comía carne el hombre antes de perfeccionar sus técnicas de caza, de desarrollar sus primeras armas y herramientas? Porque no me figuro a un cro-magnon desnudo y flacuchento asesinando, descuartizando y devorando crudo a un mamut adulto”. Ahora se me podría objetar: “tal vez fuimos en principio carroñeros”. Puede ser. Pero al margen de todo esto (que, además, presupone más teorías antropológicas y biológicas de las que estoy dispuesto a aceptar), que la necrofagia o la sarcofagia hayan sido determinantes en nuestro desarrollo evolutivo no significa que no puedan ser desplazadas como conductas; en particular (si aceptamos una visión evolucionista del desarrollo de las especies) los animales terrestres perdieron la habilidad de respirar bajo el agua cuando dejaron de ser anfibios pero eso no significó una involución, sino todo lo contrario.
Estos argumentos fueron los menos débiles y los menos estúpidos que escuché, y no hubo uno solo que se parara por sí mismo. Ergo, heme aquí como estoy ahora.
Debo hacer una puntualización: mi conversión al vegetarianismo (si cabe llamarla así) y mi futura conversión al veganismo tiene por tanto un carácter racional y mana de una decisión personal. No hay ninguna motivación pachamámica ni religiosa ni se fundamenta en algún imperativo moral externo a mi propia racionalidad; porque el dictum del mínimo daño posible es una decisión personal, fruto de mi propia reflexión. Decidí dejar la carne porque es posible vivir sin comer carne y porque me parece que la forma en que se trata a los animales para abastecer la demanda es cruel, y no estoy dispuesto a ser cómplice de dicha crueldad. ¡Tal vez! Sigo siéndolo, ya que mi dinero va a parar a manos que manejan muchas industrias y no todo es tan simple como parece... pero la posibilidad de tal no me parece un argumento real para seguir comprando, comiendo y perpetuando directamente la industria de la carne.

Inti Målai Perdurabo


"Firmo: Cuando me enteré por los que venían a verme, de que habías desechado la alimentación sin carne y que de nuevo habías vuelto a un régimen de comidas a base de ella, no me lo creía en un principio: por el reparo que tengo de tu sensatez y en el respeto que hemos profesado a unos hombres venerables por su vejez, y a la vez temerosos de los dioses, que marcaron una línea de conducta. Pero, puesto que también otros, (sumándose a los primeros en sus denuncias), me confirmaban la noticia, me parecía tosco y en desacuerdo con una persuasión fundada en el razonamiento reprenderte por no haber encontrado lo mejor, alejándote del mal –según el proverbio– y por no añorar (de acuerdo con Empédocles) tu vida anterior, volviendo a otra mejor. Por el contrario, juzgaba digno de nuestra mutua amistad y en consonancia con las personas que han acompasado sus vidas a la verdad el poner en claro la refutación de tus errores, mediante el raciocinio, y mostrar hasta qué punto habías descendido...

Porfirio,
Acerca de la abstiencia de comerse a los animales, I,1.
Siglo IV d. C.