"El mundo necesita oscuridad, porque la luz no nos ilumina, sino que nos ciega y nos abrasa"
Varg Vikernes
Déjenme que les cuente
una historia increíble.
Corría el año 2006 (o
2005, no recuerdo muy bien) y en esos años el medio de comunicación
más popular era el MSN Messenger.
Nuestros amigos de Microsoft sabían del éxito arrollador de su
juguete informático y consecuentemente lo enchulaban a menudo, para
hacerlo cada vez más entretenido, versátil e interactivo, como
llegó a serlo antes de que tuvieran que botar las redes a fines del
año pasado, reemplazados irremediablemente por Skype y el feo e
incómodo chat de Facebook.
En
esos años se podían hacer muchas cosas con el MSN
Messenger. Había emoticones
animados que uno mismo podía hacer, sonidos grabados o de paquete,
se podían hacer vídeo conferencias, conversaciones de a muchos y
todas esas cosas entretenidas que hacen que la gente se acueste muy
tarde.
En
esos años dos amigos míos (amigos,
no “conocidos” ni “personas a las que conociera de lejos”;
amigos de los de verdad, de los directos)
eran asiduos coleccionistas (como muchas otras personas) de
emoticones. Entre los dos se compartían los nuevos que obtenían, o
buscaban juntos alguno que hubieran visto y quisieran agregar. Su
temática eran los emoticones “pícaros” (ellos usaban una
palabra menos elegante) o sensuales, que -como se podrán imaginar-
eran muchísimos.
Dado
que, como dije recién, había para regodearse (además que ellos
tenían muchos contactos donde conseguir material), su colección fue
creciendo rápidamente y pronto se hizo incómodo recordar todos los
atajos de teclado para usar sus valiosas piezas. Finalmente
decidieron cambiar los atajos por otros más intuitivos, fáciles de
teclear y recordar: combinaciones numéricas. Así fue como a un
emoticón (quién sabe de dónde salió) cuyo atajo era originalmente
“jejeje” (un smiley que
levanta las cejas) le tocó su nuevo nombre clave: “1313”.
Obviamente,
había un “1212”, un “1414”, un “2323” y muchos otros.
Pero es éste el importante.
Pasó
el tiempo, ellos usaban sus emoticones para conversar con todo el
mundo, como es natural, y pasó que un día escuchamos todos (¡fue
sorprendente!) que en las fiestas pokemonas (la “tribu” de
aquellos años) sonaba una canción que en una parte de su letra
decía: trece-trece.
Creímos
que podía ser una coincidencia, pero rápidamente notamos que no; el
emoticón rebautizado “1313” empezaba a dar la vuelta al país, a
aparecer en todo tipo de publicaciones, a usarse indiscriminadamente
dentro y fuera de Messenger,
y cuando la plataforma finalmente cayó, la estúpida cifra mil
trescientos trece ya se había convertido en sinónimo abreviado de
todo lo que puede expresarse subiendo y bajando las cejas, como el
emoticón original.
Así
que, créanlo o no, soy amigo personal de las dos personas que
bautizaron “1313” al estúpido emoticón ese. Dos osorninos,
perfectos desconocidos para la gran mayoría del planeta, son en
parte los autores de lo que hoy se considera un todo un icono
generacional cuyos orígenes, sin embargo, permanecerán un buen
tiempo en el misterio.
Dejemos
al 1313 aquí un momento y hagamos un viaje hacia el pasado, unos mil
novecientos y tantos años. Me permitiré fantasear un rato.
Imaginemos
que allá por el año 30 de nuestra era (poco más o menos) en
Palestina, un grupo de personas congregadas por alguna razón
insignificante, hayan presenciado sin quererlo el descenso de una
nave espacial descomunal, brillante y ruidosa, hecha con la más
perfecta y avanzada tecnología. Imaginemos que se abre la nave
espacial, que de ella descienden seres verdes de dos metros de altura
con trajes de látex, cascos redondos y voces distorsionadas, como si
llevaran un pedal wah-wah en la garganta. Imaginemos que los seres
verdes bajan, toman algunas muestras de sedimentos -entre ellas uno
de los personajes que presenció el hecho- y finalmente deciden
retirarse a su lejano planeta, por lo que vuelven a abordar y se van
al espacio.
¿Qué
es lo primero que estos hombres, en este escenario hipotético que
hemos fabricado, comunicarían a sus conocidos, familiares y amigos
cuando volvieran a su ciudad (Jerusalén, pongámosle)? Algo más o
menos así: “Una cosa brillante bajó del cielo y salieron unos
seres verdes gigantes que se llevaron a Jesús”. ¿Alguien les
habría creído?
Nadie,
probablemente. Porque suena demasiado improbable (aunque no
imposible) que las
cosas ocurrieran como ellos dicen.
Pero
resulta que ellos están seguros de lo que vieron, y la verdad es una
fuerza capaz de llevar a los hombres más allá de cualquier límite
con tal de defenderla. Pero las personas que los escuchan, seguros
del mundo en el que viven y sus regularidades,
no estarán dispuestos a transar la estabilidad de su realidad para
dar crédito a lo que defiende un puñado de pelafustanes.
Hay
una paradoja física que dice: ¿Qué ocurre cuando un
cuerpo incontenible se estrella contra un cuerpo inamovible?
Aquí debemos suponer que la verdad de quienes vieron es la fuerza
infinita del cuerpo incontenible, y el sentido común es la inercia
infinita del cuerpo inamovible. Es claro que a punta de encuentros,
uno tras otro, ambas partes irán sintiendo la molestia por la
situación. Los que dicen haber visto querrán que les crean; los que
escuchan querrán que ellos se retracten, o se les de por locos para
que dejen de importunar con sus fantasías. Pero si la verdad se
defiende con brío (como suele ocurrir) habremos de esperar que ni
ella será una fuerza infinita, ni la incredulidad será un bloque
inamovible. Al final unos y otros irán arreglando el cuento
original, hasta lograr aquella versión “estable”, es decir, “la
más creíble”; la que sin dejar de ser “en algún sentido”
cierta, al menos respeta un mínimo de regularidades empíricas.
Cabe
recordar que en el siglo primero de nuestra era no había televisión,
ni computación, ni fotografía ni filmografía y en general el
conocimiento se entregaba tanto por vía oral como por vía escrita.
Bien, mi tesis es la siguiente: La credibilidad
de una afirmación (un hecho, una experiencia, una noticia, etcétera)
se basa en dos factores relevantes: primero, que su verdad esté
garantizada por un mínimo necesario de pruebas en soportes
tecnológicos válidos para el tiempo y el lugar del que se habla. Y
segundo, que ella (la afirmación) no destruya o no se salga, en un
mínimo suficiente, de lo que consideramos como “lo real posible”.
De tal suerte que toda “noticia” necesita, para ser tal, un
mínimo necesario de “respaldos” y un mínimo suficiente de
“coherencia” con el mundo.
En
una sociedad que no tiene más medios de comunicación que el oral y
el escrito, es por tanto indispensable que estos medios cubran la
noticia. La versión del secuestro alienígena en la sociedad
grecorromana de principios de la Era parece ser una historia por
decir lo menos “incómoda”; pero si muchos escritores hablan
acerca de ello, y las personas que dicen haberlo visto están
dispuestos a morir por no retractarse de sus dichos, entonces es muy
probable que “al menos una parte de la noticia” sea verdad. El
tiempo irá haciendo su criba, hasta que al final se conserven los
textos más centrados, es decir, los que no abandonan del todo la
veracidad de la experiencia, pero tampoco la aceptan en todos sus
detalles.
Postulo
que es imposible discernir (imposible)
si el Evangelio que tenemos hoy es una crónica fiel de los hechos
acaecidos en torno a la vida de Jesús, o son las versiones “finales”
de este proceso de selección del sentido común, de acuerdo a los
supuestos de mi conjetura. En términos estrictos, tanto lógicos
como históricos, ambas alternativas son igual de posibles.
Del
Evangelio al “1313”, la cuestión es siempre la misma; no importa
cuánta tecnología poseamos, cuánta información seamos capaces de
recolectar, cuántas fotografías, películas, cámaras infrarrojas,
detecciones de huellas digitales, respaldos blue-ray podamos hacer de
nuestras bases de datos conservando la información; siempre hay un
margen, un “umbral” necesario para que algo sea considerado
confiablemente cierto. Y siempre
habrá hechos, experiencias, recuerdos, que estarán por debajo de
dicho umbral: y nuestro conocimiento del mundo siempre
estará incompleto, porque no creeremos
en la verdad, aunque ella se presente ante nuestros ojos con toda en
toda su pureza y desnudez, si ella no viene acompañada de relativos
culturales.
Uno
de los grandes problemas que veo a diario en nuestra sociedad, es que
hemos delegado demasiada -excesiva, diría yo- confianza a nuestros
soportes tecnológicos cuando se trata de decidir en qué creer. En
general lo que presenta fotos, estudios, firmas especializadas,
documentales y publicaciones es tenido por cierto; y lo que sólo
tiene pruebas de buena fe de “quien lo vió con sus propios ojos”
es descartado como falso, o a lo sumo como “poco probable”. Sin
más, confundimos las palabras “probable” (en sentido de
probabilidad) con
“probable” (en sentido de susceptible de ser respaldado
con evidencia) a cada rato y con
total naturalidad.
Mentir
es siempre posible, tanto cuando se hace de palabra, o cuando se
filma un documental con la mayor seriedad y profesionalismo. Por
ejemplo tenemos canales que “se dicen serios” (como History
Channel o Discovery
Channel, ninguno de los cuales
veo porque me provocan la misma desconfianza) pero que en su
programación presentan documentales abiertamente pseudocientíficos,
algunos de ellos contradictorios incluso, y lo hacen con el mismo
nivel de soportes tecnológicos en cada caso. Por ejemplo, todos
ellos hablaron de las profecías mayas, de las alineaciones
planetarias y cuanta tontera más para esperar el 2012; todos se
equivocaron monumentalmente.
O
tomemos por ejemplo a Salfate y las teorías conspiracionistas que le
gusta difundir. Tenemos todos un criterio interno que nos dice: Sí,
esa sí puede ser cierta,
o No, esa es evidentemente absurda.
Todo entra y sale del “umbral” de credibilidad con el cual
juzgamos lo que nos dicen.
Finalmente
resulta que, contrario a lo que podríamos creer en un principio, y
este es el resultado paradójico al que quería llegar, tenemos más
tecnología pero no tenemos más maneras de acercarnos a la verdad
que antes. ¡Hemos vivido siempre en la misma incertidumbre respecto
del mundo!
Hoy
(HOY) si una nave espacial baja y secuestra a un hombre,
probablemente habrá teléfonos celulares con cámaras para registrar
el hecho; habrá satélites fotografiando la superficie de la tierra,
habrá vecinos que escucharán, habrá aviones y torres de monitoreo
que podrán dar cuenta del hecho. Es casi imposible
que si una nave espacial baja del cielo y se lleva a una persona
(que, a todo esto, tendrá facebook, carné de identidad, familia,
fotografías, teléfono celular y hasta puede que GPS), no tengamos
maneras de saberlo. Pero “casi”.
Paradójicamente
también, somos capaces de juzgar sobre hechos gigantes (naves
espaciales, explosiones, golpes de estado, cataclismos, atentados
terroristas) pero perdemos ostensiblemente la capacidad de juzgar
sobre hechos pequeños (como el que alguien llame “1313” a un
emoticón que antes se llamaba “jejeje”). Incluso sostengo que se
podría invertir todo el dinero y todos los recursos informáticos
para descubrir quién usó por primera vez el emoticón con ese
nombre, y ni aún así darían con mis dos amigos; porque los dos
computadores que ellos, en su tiempo, usaron, hoy están en calidad
de chatarra; porque ellos no usaban sus identidades reales detrás
del computador, ya que en esos años había que mentir sobre la edad
para poder abrir cuentas de Hotmail si
uno era menor de edad; y porque dudo mucho que en alguna parte una
base de datos registre paso a paso todo
lo que se hace en internet. Es decir, con toda la tecnología que
tenemos, con todos nuestros avances científicos, sigue siendo la
palabra de ellos, contra la de otros.
Igual que los apóstoles hablando de su Mesías que “se fue al
cielo en una nube luminosa”.
Se
ha hablado mucho en nuestro tiempo acerca de las tecnocracias y de
ese monstruo grande y amorfo que es “El Sistema”. La gente cree
que en el Colosionador de Partículas del CERN los físicos del mundo
están buscando dar con el “último ladrillo” del edificio del
conocimiento; en una palabra, creemos que estamos al borde de
descubrirlo todo, y
que cuando eso ocurra no podremos huir ya nunca más del ojo avizor
del Poder Hegemónico Absoluto, y se “acabará la historia”. Pero
esto no es y nunca dejará de ser más que una caricatura, elaborada
en la mente de personas que todavía están sorprendidas de ver que
en la pantalla las personas hablan y se mueven ¡y es todo tan real!
La
pérdida paulatina de la capacidad de crítica, de reflexión y sobre
todo de la fe en la libertad (esa libertad última, irreductible, del
hombre dentro de su propia cabeza) está haciendo que nuestras gentes
“quieran” jugar a que son robots, sin que realmente nadie los
esté obligando y no haya, en realidad, forma de lograrlo. La
pesadilla orwelliana del gobierno que es capaz de entrar hasta en el
último rincón de tu habitación e incluso toma la precaución de
colocar la sal -que dejas intencionalmente en el borde del libro-
después de leerlo para que no notes su presencia, ha ido creciendo a
medida que la tecnología se ha ido emplazando en nuestros medios de
comunicación. Creemos que no es posible delinquir sin ser
descubierto; que no es posible mentir, ni engañar, y sin embargo,
las mentiras, los crímenes sin resolver y los engaños de todo tipo
están ahí, dentro y fuera de la verdad, dentro y fuera del campo
visual de su míope ojo Avizor.
Lo
mismo cabe decir para la ciencia. Ella mide todo lo que se puede
medir, ella registra todo lo que se puede registrar; pero un niño
sana su enfermedad gracias a que una vieja quemó sahumerios en su
choza, y es coincidencia.
Una casa expulsa a sus habitadores mediante sucesivas fugas de agua,
y es imaginación. Un
hombre sale de su casa y vuelve a la media hora con barba de tres
días, y es anecdótico,
pero demasiado improbable que
lo hayan secuestrado los extraterrestres. Otra vez lo mismo: Nadie
vio la nave espacial, ninguna cámara lo registró, ningún satélite
la detectó, ningún celular la filmó. Por lo tanto, no
hubo nave. Pero el hombre y su
barba están allí, vivitos y coleando.
En
la escena final de la película Contacto,
la protagonista atraviesa por el portal interespacial y ve y filma un
viaje de dieciocho horas (si mal no recuerdo) hasta un mundo a miles
de millones de años luz de la tierra, donde se entrevista con un ser
que se le presenta bajo la forma de su difunto padre. Al retorno ella
descubre que quienes la esperaban sólo vieron a su módulo espacial
pasar por dentro del portal directo al mar sin que nada especial
ocurriera, y que su cámara sólo filmó estática, por lo que la
toman por loca y desechan como alucinación lo que llegó contando.
Sin embargo, una de las científicas, bien avispada, pide de todas
formas copia de la cinta. No está interesada, dice, en la estática;
sino en el hecho de que filmó aproximadamente dieciocho
horas de estática.
Vivimos
constantemente de cara al misterio. El mundo se nos hace cada día
más basto, más lleno de cosas, pero seguimos siendo igual de
pequeños e indefensos ante lo desconocido. Hemos de suponer que el
hombre primitivo construyó su dolmen
y creyó estar en el
centro del universo; el astrónomo babilonio miró el cielo, el
geómetra griego calculó el diámetro de la tierra, y el filósofo
afirmó que estábamos en el planeta al
centro del Universo. Hoy, el astrofísico asegura que estamos en el
Universo, en el
tiempo-espacio dentro del cual
un hombre se pregunta por el universo; pero en todos los casos es
siempre lo mismo: trazamos un círculo dentro del cual todo es
conocido y fuera del cual la oscuridad, el misterio y lo novedoso se
prolongan hasta el infinito. No hemos dejado de trazar, en nuestras
mentes, el mismo mapa caricaturesco medieval, que ponía dragones en
los bordes del mar; sólo que nuestros dragones están cada vez más
lejos; pero ¡son cada vez más grandes!
Es
fácil ser realista y cientificista cuando se vive en la ciudad y se
aprende de cara al laboratorio; pero en medio de una tormenta,
acosado por los vientos y las respiraciones en lo alto de una montaña
del Sur de Chile, uno empieza a dudar si el volcán Osorno es sólo
un accidente de terreno, o acaso es efectivamente un dios
dormido que nos protege y nos
guarda. Ningún espectroscopio ha podido verificar que exista el
alma, ningún espiritista ha podido entregar el código Houdini, y
sin embargo, hay quienes saben cosas
que no tendrían cómo saberlas; hay quienes curan lo
incurable, hay quienes cierran
los ojos, duermen, y a la mañana siguiente pueden relatar con lujo
de detalles lo que ocurrió a miles de kilómetros. Y no tienen más
que su palabra para probarlo, y el hecho incómodo de que han
acertado. ¿Verdad, mentira, engaño? Decidirlo no es más difícil
hoy que hace dos mil, o tres mil, o cinco mil años.
La
oscuridad siempre ha estado allí. Ya sea como duende, como monstruo,
como lobo; como bárbaro, como bruja, como licántropo; como
asaltante, como delincuente juvenil, como terrorista paramilitar.
Sabemos muchas más cosas pero seguimos durmiendo con las puertas
atrancadas. Tenemos más libros, más explicaciones, más
testimonios, pruebas y garantías, pero el miedo no ha disminuido.
Nada nos ha asegurado la inmortalidad, nunca hubo rapto ni piedra
filosofal ni conflagración universal. No hubo dictadura del
proletariado ni tercera guerra mundial, y no es todavía el fin de la
historia. En cavernas tibetanas de tiempos védicos (una chorrera de
siglos antes del tiempo de los egipcios) se han encontrado
representaciones de nubes negras que arrojan fuego sobre los hombres
provocando enfermedades a la piel y horribles deformidades. Que hoy
conozcamos la energía nuclear no da prueba de profecías cumplidas
ni de Sectas Orientales escondiendo el conocimiento ancestral para
prevenir la aniquilación de la humanidad; sólo nos invita a
reflexionar acerca de cómo nuestra especie, nuestra civilización,
ha sido capaz y se ha empeñado con meta fija a cumplir y hacer
realidad sus más terribles pesadillas, a actualizar los más
profundos miedos. Sin ir más lejos, el psicoanalista Carl Jung
sostuvo en uno de sus libros que los platillos voladores eran otro
acto de transferencia por parte de mentes enfermas, prisioneras de
una sociedad que es cuna y madre de sus peores traumas.
Creemos
que estamos acercándonos al final, pero en realidad es sólo el
principio. La humanidad no ha terminado siquiera de despertar, de ver
con sus propios ojos. Cada verdad viene cargada de nuevos y más
difíciles misterios, como una trampa china donde cada caja contiene
a otra caja en su interior, sólo que el fondo no se hace más
pequeño, sino más grande.
Cada
vez más grande.
El
total de la reflexión podría resumirse como sigue: Mientras haya
respuestas, siempre quedarán preguntas.
Tenemos
trabajo que hacer. Muchas gracias.
Inti Målai Perdurabo
Quiso avanzar, tropezó
con una pared invisible. Quiso retroceder, le pasó lo mismo. Palpó
arriba, abajo, a los costados: estaba encerrado en una jaula de
cristal. Dio golpes sin perder nunca las esperanzas, insistió una y
otra vez en el mismo sitio, hasta que sintió un crujido y pudo
atravesar la superficie fría con el puño. Se abrió paso y, por
fin, salió al exterior. Avanzó feliz, sonriente, libre, pero se dio
un frentazo contra una pared invisible: ¡Estaba dentro de una jaula
mayor! Pensó, consolándose: “¡Por lo menos es más grande y está
creciendo! ¡Crecerá tanto que un día desaparecerá!”
Pero la jaula no
crecía: el señor iba empequeñeciendo.
“La
Jaula”, de Alejandro Jodorowsky.
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