Es fácil
defender la libertad de expresión cuando uno cree tener la razón y
le censuran. Dijo Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices;
pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarte”. La
pregunta de esta noche: ¿Es la responsabilidad ante los principios
en los que creemos una forma de legitimarlos ante los demás?
Esta vez no
vamos a hablar en tercera persona sino en primera; porque no soy un
dogmático de la moral (y por eso mismo se me ha llamado antes
“amoral”) y soy consecuente con lo que pienso, así que todo lo
que escribiré lo haré desde mi persona, y que a cada uno le caiga
como le venga en gana. Espero, sin embargo, motivar en quienes
comparten uno o varios puntos en común conmigo una reflexión en
torno al tema que nos reúne.
Por motivos
personales y vivencias archi-requete-contra-conocidas soy un
defensor, racional y consciente, de la libertad de expresión. Pienso
que, más allá de lo que tal-cosa-como-la-realidad sea, y más allá
de las fingidas muletillas del “bien” y el “mal” con las que
se juzgan nuestras acciones, todos somos dueños de nuestra propia
experiencia, testigos de nuestras memorias y fieles servidores de
nuestras decisiones. Más allá de los motivos que tienen los demás
para defender y justificar aquello que han hecho y aquello que con su
testimonio avalan, todos tienen, si no el derecho, al menos la
posibilidad de darlo a conocer al resto. Pienso que la libertad de
expresión no sólo es una piedra angular en la sociedad sino además
una condición de posibilidad de la misma; escuchar al otro es
entender su subjetividad, participar de él, permitir la comunión
con él.
Amo la
libertad y persigo la libertad; me intriga la libertad, me invita a
descubrirla, y los que sigan con frecuencia mis ensayos tendrán más
o menos en mente lo que yo entiendo por esta palabra: la capacidad,
nunca total, pero siempre anhelada, de poder abarcar en el
pensamiento toda la realidad, con todas sus aristas, con todos sus
matices, desde todos sus puntos de vista. Las ideas no muerden; ése
es, para mí, un principio y un motor de la razón.
Creo que el
hombre que aspira con verdadero anhelo esa libertad no puede sino ser
consecuente con ella misma; porque aceptar dogmáticamente una
postura, permitir irracionalmente una prohibición en el alma, es
negar la libertad de probar aquello que se prohíbe. Yo creo en la
libertad y soy consecuente con ella.
Porque creo
en la libertad y soy consecuente con ella, creo que la moral, y de
allí, toda opinión debe construirse: “experimenten de
todo; tomen rápidamente aquello que es bueno”. San Pablo. Creo que
toda prohibición debe ser una renuncia; que toda norma debe
ser una elección. Para que siempre sea libre.
Creo en los
sentimientos, creo en el dolor, creo en todo aquello que es
irracional; creo que ello me conduce por la vida y me trae cada
peligro, cada desafío que deba superar. Pero niego el principio de
inducción, porque él no tiene sentido; lo que yo siento no tienen
por qué sentirlo los demás, lo que a mí me pasa no tiene por qué
pasarle al resto. Lo que yo creo no tienen por qué creerlo los
demás.
Desde
este punto de vista, el otro es una cosa distinta a lo acostumbrado,
pero a la vez, fascinante; ya no se trata de encontrarse con el otro
en aquello que nos parecemos, sino en descubrirlo a través de las
diferencias. ¿Y por qué esto? Porque es la única manera de seguir
siendo consecuente con la libertad en la que creo; descubrir la
realidad tal cual ella sea -o lo más posible-, implica conocer al
otro en tanto él es distinto de mí:
ya que cree cosas diferentes, defiende cosas diferentes, y lucha por
causas diferentes también.
Porque
conocer al otro y entender al otro es para mí un medio de practicar
y ser consecuente con mi libertad, es que defiendo y protejo el
derecho del otro de expresarse con libertad; porque de esa manera soy
capaz de acercarme a él, de fabricar con él un espacio en común, y
darle otra vuelta a la realidad para entenderla, racionalmente, más
allá de como mis emociones la entienden; es decir, como un objeto de
deseo o de desprecio. Más allá del amor y del odio está la razón.
La
super-libertad es un estado nunca-totalmente-adquirido en el cual uno
se posa por encima de toda contingencia, por encima de toda
causalidad y más allá de todo ideal y de toda ideología. Es la
posición, privilegiada o no, del hombre que no vino a las olimpiadas
por el oro y la gloria, o por vender y comprar, sino para mirar.
La
super-libertad no es moral, sino pre-moral; ella determina no la
conducta, sino la disposición con la cual uno determina la conducta;
que yo crea en la libertad y sea consecuente con ella no significa
que “ponga mi otra mejilla”, o esté dispuesto a aceptar el
atropello o renuncie a toda discusión; todo lo contrario, es la
moral que la creencia en la libertad permite construir lo que nos
permite además detectar a nuestros enemigos, e identificar a
nuestros amigos. Y es además ella la que construye finalmente la
forma de aceptar todo deseo, y todo rechazo.
Dijo
Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices; pero daría mi
vida por defender tu derecho a expresarte”, y también ridiculizó
a los humanistas de su tiempo -a sus contemporáneos y cofrades del
pensamiento- diciendo: “Que viva la libertad de expresión y que
muera el que piense diferente”. Éstos últimos defienden la
Libertad de Expresión, pero, a mi juicio, no son consecuentes con
ella; en cambio en los primeros se muestra el pensamiento como siendo
integral -integridad no en el sentido moral sino formal: no hay
contradicción, como en el segundo caso.
En
respuesta a la pregunta del principio, yo digo que sí: Asumir
nuestra responsabilidad -ser consecuentes, en definitiva- con los
principios en los que creemos es nuestra manera de legitimarlos ante
los demás. Pero también es una manera de legitimarlos ante nosotros
mismos. Si somos capaces de dirigir nuestra conducta, hasta donde
podemos hacerlo, para no violar aquello que nosotros mismos
entronizamos al centro de nuestro universo moral, entonces somos
libres, super-libres, en el sentido especial que esa palabra tiene
aquí.
Pero
la polémica no es menor; porque, como comenté al principio, es
fácil defender la libertad de expresión cuando uno cree tener la
razón, y se le censura; pero es mucho más difícil, contra
intuitivo, y conflictivo con el corazón, el defender la libertad del
otro cuando él expresa algo que a uno le molesta, o con lo que no
está de acuerdo.
Siguiendo
mi propio argumento en una forma estrictamente lógica, la necesidad
de comprender al otro nos fuerza a contener el sentimiento de rechazo
y permitirle al otro expresarse; concederle la libertad de darnos a
entender cómo ve él el mundo. Pero cuando duele, cuesta.
Y
eso es todo. No diré más; Los invito a dudar.
Los
invito a reflexionar.
Inti
Målai Perdurabo
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