A todos nos suena más o
menos la historia de Sócrates y los sofistas. Éstos últimos eran
destacados y célebres profesores de retórica y filosofía en la
antigua Grecia, y el primero era un caballero con mucho tiempo libre.
Un día llegó un ateniense, desconcertado, diciendo que el Oráculo
de Delfos (la más importante pitonisa de la antigüedad) había
contestado a la pregunta: ¿Quién es el hombre más sabio de
Grecia? Con: “Sócrates”.
Cuando esto llegó a oídos del susodicho, se asombró bastante; él
mismo no se consideraba sabio, antes bien, sabía que al menos todos
los grandes magistrados y sofistas debían
ser más sabios que él puesto que cobraban mucho dinero por sus
enseñanzas, siempre eran bien recibidos en todas partes, escribían
las constituciones de los Estados griegos y todas esas cosas que
hacen las personas sabias. ¿Por qué al Oráculo se le había
ocurrido decir semejante tontera?
Intrigado,
Sócrates fue a buscar a los Sofistas para demostrarse a sí mismo y
a los demás que la pitonisa se había equivocado. Al encontrarlos,
no le quedaba más que preguntarles por el asunto más pequeño, más
banal, más sencillo... y esperar a que ellos desplegaran su enorme
sabiduría.
Pero
algo salía mal. Cada uno de estos sofistas le hacía bellos y
pulidos discursos, pero ninguno sobrevivía a una corta tanda de
preguntas agudas. Ahí nuestro amigo se dio cuenta que la pitonisa
tenía razón; porque mientras los sofistas decían ser los más
sabios sin serlo, él, que tampoco lo era, al menos lo sabía y lo
reconocía. Así fue como Sócrates se hizo sabio buscando la
sabiduría, nunca poseyéndola. (Al final la gente terminó
cansándose del pobre Sócrates y, haciendo gala del poder que da la
siempre sana democracia, como es bien sabido, lo mataron y siguieron
sus vidas en tranquilidad. Pero eso no viene mucho al caso ahora).
¿Cuál fue la diferencia
crucial entre Sócrates y el Sofista? Sencillamente, esta: el Sofista
es un maestro del convencer;
Sócrates era, en cambio, un maestro del conversar.
Cuando
se trata de entender el mundo siempre hay dos caminos que deben
recorrerse, indiferente de que tomemos uno y el otro después. El
primero va de adentro hacia afuera; sea consciente o
inconscientemente, todos tenemos una forma de ver el mundo, de
entender los hechos, de valorar y de priorizar todas las cosas. La
realidad cobra sentido y toma forma ante nuestros ojos, determinada
siempre, en mayor o menor medida, por nuestra experiencia y nuestros
sentimientos. Y esto es lo que entendemos por configurar un mundo.
Pero
luego viene el segundo sendero. Al final del primero, sólo somos
nosotros y el mundo, un mundo vacío, poblado de sombras. Si nos
quedamos ahí y no recorremos un segundo camino hacia los demás,
entonces caemos en una aburrida y triste tolerancia a la
subjetividad: Todos tienen
razón. El mundo por sí mismo
no existe, sólo los mundos,
el de cada uno, y todas nuestras creencias tienen la misma calidad de
primera persona que
tienen nuestros gustos, por ejemplo, como el gusto por el pan con
mantequilla. También hay otra posibilidad, la que a mi parecer es la
más peligrosa de todas: Una intolerancia objetiva:
Sólo yo tengo razón. El mundo es
como yo lo veo, y todos los demás están equivocados. Todas las
creencias de los demás deben ajustarse a la mía, a mí punto de
vista, para corregirse; de lo contrario, están en un error.
La
primera nos lleva al laxo y cobarde sentimiento de igualdad que llamo
habitualmente “Democracia-con-mayúscula”. La segunda, por otra
parte, nos lleva al lugar opuesto, al prepotente y estéril
sentimiento de superioridad al que podríamos llamar el
“Fascismo-con-mayúscula”.
La
alternativa a estas dos soluciones es la del segundo sendero que en
breve voy a describir. Es la solución de Sócrates, a diferencia de
la de los Sofistas, que se quedan pegados en las anteriores
(Protágoras de Abdera, uno de los más eminentes sofistas, dijo: El
hombre es medida de todas las cosas; de las que son en cuanto que
son, y de las que no son en cuanto que no son.
No hay, a mi parecer, mejor manera de ilustrar la tolerancia a la
subjetividad).
Si
yo estuviera solo en el mundo, y todo a mi alrededor fuera un huracán
de colores y formas, luces y sonidos desconcertantes, yo podría
preguntarme el por qué de todas esas cosas y conformarme a mi sazón
con cualquiera de las respuestas; en efecto, qué
cosa sea aquello sólo será importante, relevante y valioso, para
mí.
De
la misma forma, si yo estuviera en ese mundo y a mi lado hubiera
otros, pero yo no pudiera comunicarme con ellos... cada uno de
nosotros tendría ante sus ojos un mundo
diferente, y para cada uno los demás no serían otra cosa que
manchas particulares en ese telón de manchas que se nos presenta
ante los ojos.
En
“La Máquina de Escribir Averiada” ilustré, hace muchos años
ya, una poderosa intuición que sólo en el último tiempo he podido
concretar y formular con mayor precisión; no podemos negar
que el Mundo se configura por entero en nuestra subjetividad,
por lo tanto, no hay realmente razón para creer que no pueda la
realidad completa ser consumida por nuestros pensamientos (como le
ocurre, al final, a Ying Ian, mi extraña protagonista que se queda
sola en una isla, rodeada de gaviotas y en compañía de una
calavera). Sin embargo, esa reducción del afuera
al adentro sólo opera
(en la práctica) para personas que están solas en una isla, o se
pasan la vida en una cómoda habitación junto al fuego, o se marchan
a la montaña o se pierden en el bosque para hallar “la verdad”.
¡Cómo no hallar la verdad en tales condiciones! Pues en la soledad
el asceta no necesita más que a sí mismo para llegar a una
conclusión y decidirse, en cualquier momento: Sí, es ésta. La he
encontrado.
Pero
ocurre diferente aquí, en el mundo donde estamos. Tenemos personas a
nuestro alrededor, compartimos espacios comunes, presuponemos que
ellos también viven y también piensan (no son autómatas
cartesianos, ni zombies, ni actores de un gigantezco Truman Show).
Pero no lo presuponemos en vano; lo presuponemos porque de hecho
tenemos una forma de comunicarnos;
tenemos Lenguaje.
Consideremos
una vez más al hombre solo en medio de su mundo de luces y sonidos.
Tomémoslo, y coloquémoslo en una silla, en un banquete, junto a
Sócrates. Este hombre, que cree ser el poseedor de “la verdad”,
se la expondrá a Sócrates, y ¿qué es lo que pasará? Sócrates le
preguntará de vuelta, le propondrá problemas que él no ha sido
capaz de responder. Y entonces su mundo
se tambaleará, y se dará cuenta de que tal vez no estaba tan en la
verdad como parecía. Pero ¿qué le queda por hacer? Sócrates le
ofrece una nueva visión de las cosas, al menos, la visión de una
persona diferente a él. Si antes era él el que miraba y se
respondía a sí mismo, ahora tiene a Sócrates. Tiene tres
alternativas: Dejar a Sócrates en su mundo y quedarse con el suyo
propio (tolerancia a la subjetividad). Si no, puede tratar de
convencer a Sócrates
de que está en un error, y obligarlo a que vea las cosas como él
las ve (intolerancia objetiva). O puede recorrer el sendero que le
falta, y conversar con
Sócrates, fijar aquello en lo que están de acuerdo, y a partir de
ello, configurar un mundo
que tanto él como Sócrates compartan. ¿Significa esto que renuncia
él a sus convicciones anteriores? No, para nada. ¿Significa que
abandonará la pasión, el compromiso y el sentimiento íntimo de
sentido que su búsqueda tenía en un principio, para conformarse con
una fría y calculada discusión bizantina? No, tampoco; significa
sencillamente que recibirá los puntos de vista de Sócrates e
intentará conciliarlos lógicamente
con los suyos; al final, es cierto, algunas cosas tendrán que ser
desechadas. Pero no porque Sócrates le convenza de
quitarlas, sino porque a la luz de lo que Sócrates intente
mostrarle, se hará evidente para él que aquellas cosas no cuadran
bien con la evidencia. ¿Y qué es la evidencia? Pues, lo “dado”:
Esas cosas que andan por ahí, desde el cielo y las estrellas hasta
el pelo y las uñas, y desfilan ante nuestros sentidos interactuando
con nosotros y diciéndonos constantemente: somos algo distinto a tí,
estamos afuera.
El
segundo sendero requiere algunos acuerdos metodológicos, que no
necesariamente tienen que ver con los acuerdos de fondo a los que la
conversación espera llegar. Por ejemplo, necesita asumir que hay tal
cosa como un lenguaje que permite la comunicación. Un sordo que
escribe chino y un ciego analfabeta probablemente seguirán viviendo
en sus propios mundos
toda la vida, y su conversación no llegará muy lejos. Pero también
necesita asumir algo que, de un modo sumamente laxo, llamaremos
“lógica”. Cuando uso esta palabra no estoy pensando en algún
sistema formal en específico sino en lo que más intuitivamente
entendemos por ella; que cada paso que da la argumentación es
consistente con lo anterior, y que hay algunos pasos que no son
lícitos, por ejemplo, los que llevan a contradicción (Aristóteles
decía que el principio de no-contradicción es tan evidente que
nadie puede negarlo sin contradecirse a su vez; Avicena, de una forma
mucho más ilustrativa, decía que todo aquel que niega la
no-contradicción debería ser azotado y quemado hasta que
reconociera que no es lo mismo ser azotado y quemado, que no ser
azotado y quemado).
Este
último punto -el de la lógica- es para mí el más importante de
todos, porque es el que distingue la conversación del
convencimiento (propio
de la intolerancia objetiva). Todos tenemos una forma de ver y
entender el mundo, pero la disposición a girar el ángulo de
observación y notar
cosas diferentes sólo conversando con los otros es lo que permite y
faculta a la inspección lógica, y en última instancia, a la
claridad conceptual. La lógica es, me atrevo a decir, la única y
más poderosa herramienta de aquel que busca dar con una teoría
total de la realidad y ser a la vez capaz de defenderla.
Sin
embargo hay otra cosa que no es precisamente una configuración
de mundo aunque muchas veces se
presenta como tal: los modelos de interpretación.
La diferencia crucial radica en esto: las configuraciones de mundo
son nuestra manera subjetiva de construir lo que “hay” y hacer
coherente “lo dado”; son, por lo mismo, susceptibles de ser
defendidas, criticadas, analizadas, ampliadas y corregidas en una
conversación o en la sencilla experiencia de la vida (como la del
hombre que abandona o abraza una fe después de una experiencia
límite. Ya en otro ensayo* defendí que la creencia o no creencia en
Dios no es una mera cuestión de gusto, es un compromiso ontológico
de la más alta importancia). Pero un modelo de interpretación es
una nomenclatura cerrada (ya
aclararé qué entiendo por eso) que explica máximamente la realidad
en términos abstractos.
En el
siglo II después de Cristo surgió una secta llamada “Gnosticismo”
en el seno del emergente movimiento cristiano. Hubo incluso un tiempo
en que la gente, en el imperio romano, decía que ser gnóstico era
indistinto de ser cristiano; a tal punto llegó su difusión. Pero
llegaron tarde o temprano a desaparecer. ¿Por qué? Porque mientras
las doctrinas de los cristianos, en diálogo con la filosofía
neoplatónica, se enriquecieron y prosperaron hasta convertirse en un
poderoso canon metafísico y soteriológico, los gnósticos
perseveraron férreamente en sus convicciones y al final se quedaron
sin adeptos; en efecto, a la luz de las conclusiones racionales de
los neoplatónicos y los cristianos helenizados las doctrinas
gnósticas eran evidentemente falsas.
Pero
la terquedad de los gnósticos no era sólo consecuencia de su
espíritu y su convicción, sino de algo que llamaré nomenclatura
cerrada: en la configuración de
mundo de los gnósticos la gente que no compartía sus
creencias era explicada en
términos de su misma configuración del mundo. En efecto, para los
gnósticos las encarnaciones eran por grados: los que estaban en el
más alto grado eran los elegidos, los iluminados, los gnósticos; y
los grados inferiores eran los cristianos y los paganos. Todos tenían
un rol místico y un fin predefinido. Las doctrinas con esta
característica también se conocen como autodefensivas;
Si te conviertes al gnósticismo, pues, ¡genial! Eras de los
bacanes. Y si no crees en el gnosticismo, o lo encuentras estúpido,
o tienes razones para no creer en él, no te preocupes; ya
reencarnarás en una forma más elevada que te permita ver
la verdad.
Las
doctrinas cerradas (autodefensivas, de “tómalo o déjalo”, o
como se las quiera llamar) comparten todas la insana cualidad de no
ser susceptibles de crítica, porque toda crítica está presupuesta
y explicada dentro del mismo sistema. La mayoría de los
fundamentalismos cristianos y religiosos en general gozan (o
adolecen) de este trágico defecto, así como las teorías holísticas
que incurren en la falacia del historicismo (cuya forma típica
es esta: “Tu tesis es falsa y tu argumento inválido, pero crees en
uno y otro porque estás condicionado por el espíritu de tu época
para hacerlo”).
Si la
verdad no puede ser descripta en su totalidad; si no es posible
llegar a un sistema metafísico capaz de explicarlo todo (como me
gusta creer), al menos tenemos que aceptar que podemos acercarnos
cada vez más a esa verdad, por medio de la investigación
científica, filosófica, y las experiencias numinosas y espirituales
(las tres a un mismo nivel de importancia y relevancia). Y para poder
acercarnos (a menos que queramos ser como el asceta en su cueva) a
esa verdad, cada vez más, es necesario aceptar que tenemos medios
para hacerlo.
Alguien
ahora podría decirme: ¡Ah! Todo esto que has hablado y normado es
una doctrina cerrada a su vez; intentas abarcar todo lo que se puede
decir o no se puede decir acerca del mundo, y dejas un lugar
reservado para los que no piensan como tú. Considero que esta
crítica no aplica, puesto que no estoy proponiendo ninguna teoría o
concepción del mundo, sino una metodología de análisis, que no es
lo mismo. Por decirlo así, estoy haciendo descripciones a un “nivel”
del lenguaje, no del tema a tratar; en ningún momento me he
pronunciado acerca de qué es lo que creo que “hay” en el mundo,
o cual es el sentido de la existencia. Sin embargo, si a alguien no
le parece, le invito a que me escriba y me argumente
fundamentadamente por qué piensa que estoy en un error.
Todos
tenemos el derecho y la libertad (me parece evidente) de no querer
discutir acerca de estas cosas; siempre hablar de fútbol o de cine
va a ser más entretenido. Mientras podamos seguir haciendo lo que
siempre hacemos, no hay necesidad -al parecer- de meterse en estos
temas. Pero para quienes sienten la pulsión y la necesidad de
resolver los misterios y de llegar al fondo de este como de todos los
asuntos, la puerta permanece siempre abierta; o mejor dicho, cerrada,
pero sin llave. Tan sólo hay que descubrir qué se empuja para que
se abra. Para los que quieren cruzarla solos, está la montaña. Pero
para los que quieran seguir viviendo, aquí está la plaza, la mesa,
el bar. Todo lo que pueda discutirse será discutido, todas las ideas
se remecerán, todas las convicciones dudarán, y al final quizás
quede menos que al principio; pero será inconmovible. Soy de la
convicción de que esto es de lo que se trata la filosofía,
finalmente. Al final llegaremos cada vez más lejos, sabremos cada
vez más, y nuestra configuración del mundo será cada vez más
consistente. Que todo lo que pueda decirse, se diga, y, como dijera
un filósofo, de lo que no se pueda hablar: Vale más callar la boca.
Inti Målai Perdurabo
Muchas gracias :)
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