Amigos, debo hacer una confesión: dejé
de escribir poesía.
No fue una decisión, fue
sólo el resultado de haber tomado un camino. Por lo tanto no cabe
dar motivos, sólo esbozar explicaciones. No quise cerrar este año
sin hacerlo, y no tiene nada que ver con los mayas ni con las
alineaciones planetarias (¿alineaciones planetarias? ¿en un modelo
no-euclidiano del espacio? ¿de qué diablos me están hablando?) ni
con nada fuera de mí mismo, sino que en tanto vivo un cambio, acuso
recibo de ese cambio y noto cómo ese cambio se manifiesta, sentí en
mí la necesidad de comunicárselo a quienes les interese saberlo.
Quizás algunas de estas experiencias a alguien más puedan servirle.
Ya no recuerdo muy bien
en qué momento abandoné mi nombre de familia, “Miguel Álvarez”,
y empecé a firmar con este extraño apodo, “Inti Målai”. El
primer poema en mis cuadernos que aparece firmado así es Contrapoema
vigésimo, una parodia del poema
20 de mi siempre despreciado Pablo Neruda. En mi poder tengo todavía
las primeras impresiones que hice de El Tren de las Nueve,
de Ian y de Un
relato de Vindheim, las tres
novelas que escribí entre los trece y los catorce años, y todas
aparecen firmadas como Miguel Álvarez Lisboa. A juzgar por la
dedicatoria del Tren,
Boris ya se había ido del colegio; por lo que deduzco que lo terminé
hacia fines de 2005. Por otra parte, en Ian (que
es anterior al Tren)
hay un personaje que luego cambió de nombre, pero que originalmente
se llamó: Inti Målai. Para el lunes 3 de abril de 2006, ese nombre
empezó a aparecer en el pie de mis columnas del Clarín
del Gallo. Pese a todo lo
anterior, mi primer correo electrónico, “inti_malai@...” lo hice
en casa de un amigo, poco tiempo antes de que en la mía hubiera
internet, hacia fines de 2005 (si mi memoria no me falla), cuando
todavía tenía en mi baraja de cartas mitos y leyendas
el talismán “flechero”, y que esa misma noche cambié por una
ruma de naipes sin ningún valor.
Con
todo, hoy Inti Målai ha terminado por ser el nombre y Miguel Álvarez
el pseudónimo, el nombre de fantasía, el que figura en listas de
colegio y de universidad, el que tiene R.U.T. y cédula de identidad.
La muerte de Miguel Álvarez y el nacimiento de Inti Målai, lo
considero el proceso más importante de toda mi vida. De él dependen
todas las cosas que pasaron en ese tiempo, y en parte todas las que
están pasando ahora, y las que están a punto de empezar.
Hoy
puedo mirarme con la frialdad de la distancia y decir muchas cosas
acerca de ése Inti
Målai. Hacerlo ha sido mi paso más importante en la superación de
sus errores y en la destrucción de sus engaños, para seguir
adelante. En este ensayo quiero compartir con ustedes algunos de los
pasos que esa transformación ha significado. Siento que, así como
soy y me veo el día de hoy, es necesario presentarme de nuevo; muy
pocas cosas pueden darse por sentadas entre él y yo.
Una
de las posibles razones por las que dejé de escribir poesía, es que
me alejé de Osorno. Sin duda (y lo reconocí siempre) la poesía no
era mía, era de Osorno, de sus noches, de sus calles, sus olores y
sus personas (aunque no todas sus
personas). Desde que puse pie en Santiago todo fueron versos débiles,
tristes, apenas motivados por el nostálgico recuerdo de la ciudad
que me hacía falta. Y de una musa, que -al menos cuando recién
llegué- también me andaba faltando.
Porque
si de algo puedo estar seguro, es que comencé a escribir poesía
cuando asumí, ya más como parte integral de mí mismo que como un
vaho molesto en el transcurso de mis días normales, que estaba
enamorado. Crucé miradas con la primera musa (la importante) en 2004
sin ninguna duda, y hasta 2008 no logré sacarla de mi cabeza. Es
divertido darme cuenta de eso ahora, porque los primeros poemas que
escribí (casi todos plagios de letras de canciones) evadían
maliciosamente el leitmotiv
maldito, el “clásico y cursi” tema de todos los rimadores, el
que yo quería evadir a toda costa... pero el esfuerzo no me duró
más de una treintena de páginas.
En
ese mismo tiempo apareció en mi camino el gran maestro, el sombrío
personaje que entre malas traducciones en internet y un puñado de
poemas que apenas entendía, marcó mi vida para siempre: Aleister
Crowley. Fue una cita ocasional; aún no había leído nada de él
por referencias a bandas de rock, creo que para ese entonces ni
siquiera conocía a Ozzy Osbourne o Led Zeppelin. (La forma como se
apareció en mi vida fue tal cual como Dante se entera de la
existencia de Beratrix Alkemiax en Verde,
la novela). En otros viejos cuadernos (que tengo aquí conmigo
mientras escribo) encuentro escrito Do what you will shall
be the whole of law en páginas
completas (¡maldita sea! ¡Estaba al borde de la esquizofrenia!) y
estos, por lo que recuerdo, deben ser de 2006 también. Caligramas,
traducciones, dibujos, y en todos: Crowley, Crowley, Crowley.
En
2005 escuché por primera vez al grupo Mägo de Oz, y en una canción
de ellos es que aparece la cita. Nada consigue evadir dicha fecha; y
por lo mismo, puedo decir con toda confianza que hacia atrás: hay
nada.
Hoy
me doy cuenta que en esos años no sabía nada de Crowley. Descargué
sus libros, me compré otros, abordé con arrogancia sus galimáticos
poemas y a pesar de todos mis esfuerzos nunca entendí una sola
palabra. Todavía hoy muchos pasajes son para mí, por decirlo menos,
oscuros. Pero en ese entonces, no era Crowley el que necesitaba ser
entendido; era yo.
Algo
que me consolaba era darme cuenta de que sólo yo -al parecer-
entendía a Frater Perdurabo. Cuando me empecé a relacionar con los
metaleros (esa curiosa especie de la fauna urbana que siempre me ha
simpatizado bastante) empecé a descubrir lo desviado de sus
lecturas, lo inexacto de sus referencias, y mientras más personas me
hablaban de él, más me convencían de que su oscuridad se desvelaba
sólo para mí. En cierta forma la oscuridad que rodeaba a la Bestia
666 era la misma oscuridad que yo sentía que me rodeaba en ese
momento. The key of joy is disobedience.
Love is the Law; Love under Will.
Citas, citas, citas. Frases que amalgamaba en mi cabeza con completo
descuido, que interpretaba a mi sazón, que leía como yo quería...
para salvar mi sanidad mental.
Al
final eso fue lo que hice; salvarme a mí mismo, a despecho de los
demás. Pasé por encima del respeto y la compañía de mis mejores
amigos (y hoy entiendo y agradezco su buena disposición de quedarse
a mi lado), de mi familia, de todos mis conocidos, y me encerré en
mi cabeza, en mi
mundo, en Osorno, en mi musa: y en mi Poesía.
“Quiéreme como a tu
madre,
Y admírame como a un
mentor.
Cuídame como a tu
perro
y adórame como a tu
dios”
Estos
cuatro versos (del poema Esquirla de un sinécdoque
profético) condensan todo lo
que fue ese desmedido, rayano en lo enfermizo, colérico y apasionado
episodio de megalomanía que caracterizó casi toda mi adolescencia.
Ahora que lo veo con más claridad me doy cuenta que no es más que
una respuesta natural, tal vez no la más sensata pero sí la menos
dolorosa, de evitar reconocer los propios defectos: reducir la
realidad al estatus de la mente.
Creo
que fue por eso que leí tanto de ocultismo en aquellos años. “Todo
es mente”, “el templo de Tebas está cerrado para los profanos”,
“no déis perlas de comer a las bestias” y todo ese menú de
frases oscuras y sectarias con las que los escritores perseguidos
conseguían fanáticos eran para mí una manera de hacer lo mismo
frente a ese colegio que me odiaba, esa niña que me despreciaba, y
esos compañeros de curso que se burlaban de mí: todos
están mal, decía, y
yo estoy bien; soy un hombre del pasado mañana.
Releo
mis cuadernos de poesía y encuentro señales de eso en todas partes.
Comenzó por ser una broma, pero después de un tiempo creo que había
terminado por creerme, efectivamente, “la reencarnación de
Jesucristo” (tomé al mesías de la religión que había
abandonado, lo traje a la que empezaba a abrazar, y no contento con
eso, lo sumergí en mi nueva cosmología ¡y después lo identifiqué
conmigo mismo! ¿Qué clase de arrebato de egocentrismo es ése?).
Transitaba entre la luz y la oscuridad, entre la biblia y la música
de Black Metal, entre el servidor público que escribe el Clarín
del Gallo y el vándalo juvenil que patea cuadernos y arroja
sillas por los pasillos. En definitiva, intentaba hacerme cargo de la
Ley de Thelema que creía ser el único en entender: Haz lo que
quieras.
Al
final todo era una estúpida gimnasia mental para nunca equivocarme,
para nunca asumir mis errores, para nunca enfrentar mis defectos. Lo
que luego llegaría a ser un retorno al geocentrismo comenzó en el
microcosmos, con esa frase despreciable que algunos todavía me sacan
en cara y que quedó (vergonzosamente) inmortalizada entre mis apodos
del anuario de colegio: “yo soy el punto de referencia”.
En
ese tiempo empecé también a referirme a mí mismo como “el gran
mentiroso”. Una idea que no era mía pero con la que me identifiqué
plenamente (se la debo a dos de mis grandes amigos de ese entonces)
era que la verdad era relativa a las mentiras bien contadas.
Todo se fue desintegrando a mi alrededor, y yo me fui quedando como
el eje, el Sol, el centro del universo que decía: La única
verdad es que todo se puede negar. O, como quedó más fielmente
expresado en la Máquina de Escribir averiada: “La realidad
es un acuerdo de caballeros donde todos hemos convenido imaginar lo
mismo”; “la verdad es la mentira que nadie pone en duda”; de
suerte que mentir era hacer Magick: provocar cambios en
conformidad con la Voluntad. Así, yo, (“¡yo! ¡a mí! ¡a mí!”)
el gran mentiroso, me convertía silenciosamente en Dios.
Todo
lo que hice, dentro y fuera del colegio, durante el año 2007, fue
una manera de probarme eso a mí mismo. Nadie podía atraparme; todos
mis actos vandálicos quedaron impunes (salvo uno o dos que
comprometieron la ineptitud de otros, o así lo veía yo entonces),
todas las autoridades fueron burladas por mis (nuestros, mejor
dicho, pues nunca estuve solo) envites, todas las huellas fueron
borradas; y aunque todos los ojos pesaban sobre nosotros, podíamos
llegar en la mañana, esbozar una sonrisa gigante y saludar con
perfecta y horripilante hipocresía. El Gran Mentiroso en gloria y
potestad.
Mi
cuasi-expulsión hacia fines de Mayo de 2008, lejos de bajarme los
humos, los subieron a fronteras insospechadas. No fue una herida a mi
orgullo, todo lo contrario: ahora no sólo era un Dios, sino que
además era un mártir.
¡Yo era más grande que el sistema! ¡Un títere de la Democracia!
¡El Príncipe Feliz, el Espantapájaros Inmolado! Un sentido
retorcido del altruismo había campeado en mi alma: Proteger a los
míos, hacerme grande en el sacrificio, en la inmolación, en la
causa justa. Ya no era como cualquier otro pendejo egocéntrico con
delirios de grandeza: era uno que se sacrifica
por los demás.
Los
dos meses que pasé en el limbo de no tener colegio ni futuro fueron
caldo de cultivo de todas estas ideas. Debo reconocer que la soledad
de ese período me hizo sumamente mal, aunque a mis ojos en esos días
era sumamente bueno. Había llegado a fundar mi propia
religión, y ahora tenía una
historia para que el profeta fuera recordado. Fue en ese tiempo que
acogí en mi nombre el de mi maestro, Perdurabo,
para renovar la misma promesa que él: Perduraré.
Cuando
volví a entrar a clases, en un colegio nuevo, lo hice aparentemente
renovado, pero en realidad no era cierto; sólo había trastocado mi
conducta para que estuviera a la altura de un dios avatárico,
de un ser perfeccionado que sabe quién es y que no tiene que
rendirle cuentas al mundo. Pero esa faceta rápidamente me empezó a
tambalear; conocí personas nuevas, diferentes de las que yo había
conocido hasta entonces, y me di cuenta del enorme valor que puede
tener el empezar de cero. Nadie sabía de mí ni del Clarín
del Gallo, nadie había escuchado hablar de mi religión, de mis
libros, de mi musa, de mis actos vandálicos. Venía llegando fresco
y la gente me daba una oportunidad (¡la que tanto necesitaba!) para
hacerme reputación desde la nada.
Hubo
personas infinitamente valiosas para mí en esa transición, algunas
de las cuales a estas alturas conservan sólo ese lugar nostálgico
en mi vida, si bien los menos son quienes hoy todavía están y a los
que todavía puedo llamar amigos.
En mi
colegio (mi colegio) tuve, además, la oportunidad, no
censurada sino celebrada, de manifestar mi ego hasta sus últimas
consecuencias. Leía poesía, compartía mis poemas, pero sobre todo,
era reconocido en mis méritos por lo que hacía. Lejos de potenciar
mi egoísmo eso obró de una forma completamente distinta; me ayudó
a abrirme a los demás, a enfrentar con un poco más de valor la
realidad, y el dictum del “acuerdo de caballeros” empezó
a tambalearse satisfactoriamente.
Mi
religión poco a poco fue quedando en el olvido, y comencé, como un
enfermo mental grave, a sublimar y transferir mis traumas hacia el
mundo exterior, el mundo más lejano, con el fin de proteger y
preservar el interior, el círculo cercano de mi familia, mis amigos
-los antiguos y los nuevos- y el colegio que (en ese momento) ya
tanto amaba. En ese tiempo se me empezaron a escuchar cosas como el
politeísmo egipcio, el animismo, y mi delirante creencia de que los
dioses (“los” dioses) huilliches estaban detrás de mi afamado
talento para escribir. Lo que era arriba era como lo que era abajo, y
lo que era abajo ya había sido arreglado por mi cabeza para que
fuera tal cual como yo lo necesitaba.
Si en
el primer colegio se me condenaba todo lo que hacía por propia
iniciativa, en el segundo me lo celebraban. Nunca más me tiraron las
orejas por responder irreverentemente una prueba, o no entrar a
clases, o cambiar la música de ambiente en un evento escolar (en uno
de esos intercambios, dicho sea de paso, perdí mi atom heart
mother y mi antichrist superstar, ambos pirateados). Si en
el primer mundo iba por ahí, delirando y sufriendo la indiferencia
de la musa ingrata, aquí tuve la oportunidad de hacer la prueba de
jugármelas por alguien y obtener frutos de dicho esfuerzo; una
moraleja para nada despreciable.
A
mediados de 2009, como mis íntimos saben, un episodio desagradable
marcó el fin definitivo del Gran Mentiroso, y la destrucción
afortunada de mi propensión insana a las mentiras. Una frase fue la
que derrumbó para siempre ese bastión de mi espíritu, y me la dijo
uno de mis mejores y más queridos amigos: “Eres muy buen
mentiroso. Te he visto mentir de forma descarada a casi todo el
mundo, sin un sólo gesto que te delate; así que no puedo creerte
que estés arrepentido”.
Pero
para ese tiempo ya no necesitaba mentir. ¡Todo empezaba a caer bajo
su propio peso! Me daba cuenta que quizás ser yo mismo no era
tan malo después de todo, a ojos de los demás. Gané premios de
poesía y de literatura, participé con excelentes personas en
cortometrajes y documentales y eventos públicos. Incluso tuve la
oportunidad de pararme frente a un público y leer poesía, siendo
presentado por fin no como Miguel Álvarez, sino como Inti Målai
Perdurabo.
Pero
seguía siendo el mismo megalómano semidiós de siempre.
A
menudo digo que cuando entré a estudiar filosofía fue para aprender
algo nuevo. En parte eso es cierto, pero quizás no tanto. En
esos momentos yo estaba tan seguro de quién era, de lo que haría
con mi vida, y de lo que conseguiría con ella, que el camino se me
mostraba grande y sencillo; era cosa de llegar a Santiago, seguir
escribiendo, poner al mundo a mis pies con mi talento, y triunfar en
lo que siempre había triunfado, para honrar así a esos dioses
huilliches que vivían en mi imaginación. Por lo tanto, estudiar
filosofía sólo era otra manera de llamar la atención.
Podría haber sido cualquier cosa; pero tomé la precaución de no
elegir literatura, para poder marcar siempre mi desprecio por el
academicismo; yo estaba más allá del academicismo. Ellos debían
leerme a mí, no al contrario.
Pero
Santiago, afortunadamente, tuvo la forma y la sequedad hostil del
mundo real. Desnudó mi egolatría con una ráfaga impertinente de
seriedad e indiferencia, y cuando llegué ya no era “el poeta”,
ya no era el “Espantapájaros Inmolado” ni nada: no era nadie, es
decir, era cualquiera. Mis ideas, mis convicciones, mis
definiciones violentas de poesía, mis alucinaciones mágicas de los
parajes del sur y de las tormentas huilliches fueron sólo eso:
alucinaciones. “Otro sureño chauvinista”, y nada más.
Nada
me gustaba más que tener enemigos, gente que me odiara, que me
mirara de reojo, que pensara en mí. Aquí no había ni siquiera eso:
sencillamente, yo importaba menos que una cáscara de castaña.
Pero
lo mejor, lejos lo mejor de todo, fue que conocí (y ¡oh, las
escuelas de humanidades son zoológicos de este tipo!) a otros
avataras. Como estudiar humanidades es tan alternativo, tan
especial, tan diferente, osado, rompedor, muchos de
quienes allí estaban (excepción hecha de los que habían llegado a
asumir cargos políticos designados previamente por sus sectarios
partidos, y los que dando bote fueron a parar a lo más “fácil”
en la institución más “difícil”) eran otros que, como yo,
sentían que habían llegado para predicar verdades, superar
adversarios y conquistar el mundo. Y vi en sus desagradables gestos,
en su molesta forma de expresarse, sólo un reflejo grotesco de todo
lo que yo creía ser... y me di asco.
Una a
una todas mis pretensiones, todos mis delirios de grandeza, se han
ido derrumbando. Hasta hace poco la última y más persistente, la de
creerme músico, también terminó por desaparecer. Sólo
ahora, después de la desagradable experiencia de notar que me odiaba
a mí mismo (¡como si mi maestro me lo hubiera estado susurrando
todo este tiempo!), puedo darme cuenta y reconocer en qué -y por
qué- he cambiado. Y se siente bien.
Dejé
de escribir poesía, como les confesaba, y debo decir que no me
siento mal por ello; tal vez era cierto lo que dijo alguna vez
Rimbaud, y la poesía es para la adolescencia. Me he dado cuenta de
una cosa, muy importante, y es que, como dicen que dijo Beethoven, el
genio es 5% talento y 95% esfuerzo. Quedarse con el 5% que la
naturaleza da (o la reencarnación hereda, o los dioses huilliches
conceden, da lo mismo) es, y debo decirlo con estas palabras:
Cobarde.
“Podría
vivir encerrado en una cáscara de nuez, y sentirme rey de un espacio
infinito”, decía Hamlet. Bueno pues, creo con Hesse que “para
nacer hay que romper un mundo”, y ese mundo no es sino la cáscara
de nuez, la “tortícolis metafísica” de la que me advirtió
alguna vez Fernando Riveros aludiendo a Parra (o a Jodorowsky, mi
memoria no es tan buena).
“Creo
que el dolor es un esfuerzo para nacer;
que el mal es la
sombra o el error del bien;
que el hombre
trabajando debe conquistar su ser;
que
el bien es el amor, y que Satán no es nada”.
Nada
puede caracterizar mejor mi espíritu en el momento actual que este
pasaje de Eliphas Leví. Lo contrasto, por fin, en toda su belleza y
simplicidad, con los cuatro versos que más arriba cité de mí
mismo. ¡El hombre trabajando debe conquistar su ser! ¡Trabajando!
Me
aburrí de los pasajes oscuros, de los escritores iluminados, de los
Zoroastros y los Budas que “han visto” y ahora han bajado a
profetizar. Me aburrí de los artistas al peo que dicen: “mi arte
no es malo, sólo es demasiado profundo para ser entendido”, me
aburrí de los poetas que escriben puras webás y de los músicos que
llaman “progresivo” a sus mediocres abusos de las escalas
pentatónicas. Me aburrí de los semidioses a los que “todavía no
les llega la hora”, porque ya que vengo saliendo de esa marisma me
doy cuenta que sólo es cobardía, inmadurez, y un recatado sentido
de la mediocridad.
Es por eso que decidí aplicarme en una rama completamente diferente: la
así llamada Filosofía analítica. ¡Nada de oscuridades,
nada de misticismo! Hable claro, sea conciso, hágase entender y si
no tiene nada que decir: calle. Me quedo con la lógica y la
matemática, porque hay algo que decir al respecto, porque hay una
manera de equivocarse, de comparar resultados, de discriminar. No
basta con hallar la verdad; hay que demostrarla.
Así,
los nuevos desafíos que tengo a la vista en
este momento son quizás más hermosos, por cuanto será más difícil
alcanzarlos, que
antes. En efecto, “el
verdadero espíritu del deleite, de exaltación, el sentido de ser
más grande que el hombre, que es el criterio con el cual se mide la
más alta excelencia, puede ser encontrado en la matemática tan
seguramente como en la poesía” (B. Russell). La pregunta hoy
entonces es: ¿Cómo retornar a esas verdades sublimes, delicadas,
brillantes y escurridizas que hay detrás de una tormenta en el sur
de Chile, o en los ojos de una mujer, o en lo preciso de una bajada
de medio tono o en la palabra aplastante dentro de la rima perfecta,
sin embriagarse con su contemplación y sin auto vanagloriarse de su
conquista? ¿O será que quizás no hay nada que explicar, nada que
conquistar, que quizás baste con disfrutarlas, deleitarse con ellas,
y que para el escritorio, el mundo, el libro, mejor es escribir de
aquello que puede decirse, comprenderse, debatirse, defenderse?
Esta
es la gran conclusión que saco de los últimos siete años de mi
vida, y me gusta. No quiero tener discípulos, ni adeptos, ni
escribir gruesos volúmenes llenos de ambigüedades y sofismas para
que pendejos inadaptados me lean y vayan por ahí creyendo ser más
grandes que los demás por ser incomprendidos; para eso tienen a
Nietzsche. Si llego a ser alguien, si llego a merecerme un aplauso,
un estrechón de manos, un premio, una felicitación, que sea por mi
esfuerzo y no por mi misterioso y siempre agradecido talento de
escribir bonito.
Hay
misterios allá afuera, en la naturaleza, en el mundo, e incluso en
la mente humana, que por el monopolio de los místicos y los
escritores rebuscados han permanecido varados en la rivera de la
literatura; pero hay algo que decir al respecto. Algo
hacen
las cartas del Tarot, algo
hace temblar las ollas en las casas embrujadas; algo
nos observa allá afuera, desde lo alto, algo
se pasea por nuestras nubes... y no está tripulado por seres
humanos. Todavía hay algo
que saber acerca del mundo; mi concepto de “ciencia” pues no debe
ser confundido con eso a lo que hoy llamamos ciencia,
eso que los científicos
hacen y que los ateos, los positivistas y los desencantados tristes
hombres de nuestro tiempo admiran y temen tanto. ¡No! La ciencia es
una disposición anímica, una creencia primigenia, una fe
inquebrantable; la misma que guía el sentido original de la
Filosofía, de la Gran Obra, y de todo el quehacer humano
comprometido con el sentido puro y más perfecto del saber: Conocerlo
todo, en el más desnudo y completo sentido de la
realidad.
En
este sentido he cambiado; en esta dirección voy. Agradezco la
compañía infinitamente sana y enriquecedora de los que en todo este
tiempo han seguido cerca, no me han descuidado una palabra y a los
que yo también he tratado de no descuidar jamás. Esos con los que
nos vemos poco pero siempre que nos volvemos a reunir, es como si
nunca nos hubiéramos separado. Esos que todavía me escuchan. Esos
que todavía me discuten. Esos que todavía me critican, no por
burlarse de mí, sino por no temer decirme lo que piensan. Será
agradable el día en que nos volvamos a encontrar, nos volvamos a
conocer, y pese a todo, sigamos siendo amigos.
Hay
diez nombres a los que va dirigida esta dedicatoria. Sé que ellos
saben quiénes son.
Y
bien, eso sería todo. Gracias por su atención y ¡feliz año nuevo!
Inti
Målai Perdurabo
El
fin de la poesía parece ser una obra poética de incalculable
valor...
(Anotación
en mi último cuaderno de poesía)
Al leer la última parte (cosa curiosa), recuerdo cuando hace tiempo, cuando recién llegamos a Santiago, me dijiste algo que me hizo sentido y que hoy, me vuelve a hacer sentido: "al final, vamos al mismo lugar, sólo que por caminos diferentes".
ResponderEliminarLa travesía de momento ha sido un gusto y quizá, como dicen por ahí, lo importante no es efectivamente llegar al destino, sino el tránsito que existe hasta llegar hacia allá.
Un abrazo, Maestro, lo quiero mucho.
Ha sido un largo camino... y solo han sido 20 años!! y menos si contamos los que no recordamos...!
ResponderEliminarImagínate qué será en 20, 30, 40 años más!
La vida es un misterio hermoso; extraña y maravillosa *-* Mucha suerte, niño mota; espero que nos acompañemos en este recorrido mucho tiempo más. Tú sabes que si no es pegados, aún podrá ser acompañadps ;)
Feliz año nuevo, Inti.
*y menos si DEScontamos... (Esto de no poder editar u.U)
ResponderEliminarQue bonito leer el proceso por el cual pasaste y saber cuales son los pensamientos que recorren tu mente en estos momentos. Un muy feliz año nuevo y espero que nos vemos pronto, que extraño mas que nunca cruzar unas palabras contigo.
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