lunes, 30 de junio de 2014

La historia de la Historia

Galileo y su telescopio

El telescopio de Galileo marca, sin lugar a dudas, uno de los hitos más trascendentales de toda nuestra historia. Este ensayo no versa sobre él. Tampoco sobre los inventos, o sobre las ciencias. Ni siquiera sobre Galileo. Este ensayo versa sobre nuestra historia.
Pero empecemos por (algún) principio.
Cuando Galileo inventó el telescopio y miró a través de él, se asombró de ver que había “lunas” en Júpiter. Sin dudarlo un segundo, llevó el telescopio a otros intelectuales, para que miraran y vieran lo que había descubierto. Lunas en Júpiter.
Uno podría creer que descubrir las lunas de Júpiter fue como descubrir un nuevo cerro en un país cualquiera, o alguna nueva isla en uno de los tantos mares que hay: era sólo descubrir más cosas en el mismo mundo que conocíamos, de antes, en gran parte. Nada de eso. Había algo realmente importante, casi espeluznante, detrás de la ocurrencia de Galileo.
Antes del telescopio, la gente sólo miraba el cielo con los ojos. Si un día tienen la posibilidad de hacerlo, fuera de la ciudad, y durante varias noches, notarán algunas cosas interesantes. Primero que todo, hay sólo siete cuerpos celestes que se mueven “solos”: dos de ellos son la luna y el sol, y los otros cinco son estrellas, más grandes y más luminosas que las otras, a las que llamamos con los siguientes nombres: Marte, Venus, Mercurio, Júpiter y Saturno. Todas las demás estrellas en el cielo se mueven juntas, conservando su posición relativa en todo momento, siempre en una misma dirección y a una velocidad constante. Antes del telescopio, entonces, se le llamaba a las siete primeras estrellas “planetas” (que en griego significa “vagabundo”), mientras que las otras conformaban el “fondo estrellado”.
Si pueden quedarse no sólo algunas noches sino muchas, al menos un año o dos, sin descuidar el cielo en ningún momento, notarán la segunda cosa importante: los movimientos tanto del fondo estrellado como de los planetas son “regulares”. Esto quiere decir que cada cierto tiempo, relativo en cada caso pero constante, los planetas vuelven a pasar por los mismos lugares. Por así decirlo, tienen un riel invisible, sumamente complejo, trazado en el cielo.
Este movimiento regular fue sumamente importante para nuestra historia (que es el tema que nos convoca) y no debemos olvidarlo, porque, si se dan cuenta, constituye algo sumamente útil y valioso: un punto de referencia fijo, regular y objetivo, para medir el tiempo.
Pero no nos adelantemos. Volvamos a Galileo y su telescopio.
O más bien, vayamos un poco más atrás (¿atrás?), porque hay todavía algunas cosas que tener presentes.
Resulta que, cuando miramos el cielo fuera de la ciudad y nos damos cuenta que así fue como la miraron los hombres antes del telescopio de Galileo, podremos notar que es absolutamente obvio e intuitivo pensar que los planetas y las estrellas todas giran en torno a la tierra, y que somos, entonces, el centro del universo (es increíble lo fácil e intuitivo que suele ser pensarse a uno mismo como el centro del universo...). Tal fue, por lo tanto, la opinión de los grandes sabios de la antigüedad (¿antigüedad?) y de los tiempos de Galileo.
En particular se sabía y se aceptaba que el cielo, por ser regular su movimiento desde el origen de la civilización, debía ser perfecto y que por lo tanto ningún cambio (más allá del movimiento) podía ocurrirle. Esta fue la opinión de los mismos grandes sabios.
¿Y por qué estos hombres son llamados hoy (y eran llamados entonces) sabios? Bueno, porque sabían muchas cosas. Y saber no es sólo creer o tener opinión acerca de algo, sino que es poseer la opinión correcta y verdadera acerca de las cosas.
Entonces resulta que, para tiempos de Galileo, se sabía que: 1) sólo había siete planetas, 2) un fondo estrellado, y 3) que todo giraba alrededor de la tierra en forma constante.
Pero Galileo descubrió un “planeta” que no giraba en torno a la tierra, sino a Júpiter. Doble error: primero agregaba un nuevo planeta (un octavo), y segundo, no giraba en torno a lo que tenía que girar, que era, claramente, la tierra, es decir, el lugar donde vivimos nosotros, los humanos, que somos, por supuesto, lo más importante del universo.
Pero el error, ¿de quién era? ¿De Galileo, este aparecido hacedor de telescopios, o de los grandes sabios del pasado, que nos legaron sus nobles enseñanzas en sus hermosos textos?
Después de todo, varios cientos de sabios no podían estar todos equivocados...

Varios cientos de sabios no pueden estar todos equivocados

Como se imaginarán, los sabios de tiempos de Galileo no recibieron de buena gana la mala noticia. Hubo algunos que, cuando supieron de qué iba toda la broma del telescopio, se negaron a mirar a través de él, a ver las lunas de Júpiter y a rechazar las enseñanzas de Aristóteles, Ptolomeo y tantos otros pesos pesados del conocimiento antiguo (¿antiguo?).
Hoy nosotros, que sabemos que cada estrella es un sol y que tienen miles de millones de planetas y que de hecho nosotros somos uno de ellos en una de esas estrellas, podemos mirar hacia atrás y con muy poca justicia decir: “¡Qué tontos eran los sabios de tiempos de Galileo! ¿Por qué no miraron a través del telescopio? ¿Quién querría vivir en el engaño, si se le ofrece conocer la verdad?”. Pero la cosa no es tan sencilla. Lo que pasa es que nosotros hoy sabemos que Galileo tenía razón y que esos sabios, así como todos los otros antes que ellos, efectivamente se habían equivocado. Pero es sumamente injusto tratarlos a ellos de ilusos, de tercos, de cortos de visión. Más que mal, es cierto, no nos gusta estar en el error, “amamos la verdad”, pero... tampoco es fácil llegar y deshacerse de aquello que uno ha tomado por cierto, de aquello que, de alguna manera, forma parte de nuestra identidad, de nuestro mundo.
Porque, si lo pensamos con cuidado, la gente de tiempos de Galileo vivía en un mundo donde todo giraba en torno a la tierra. La revolución de Galileo no era un nuevo y curioso descubrimiento astronómico: era la puerta hacia un mundo nuevo, un mundo que amenazaba con destruir el anterior. Y a nadie le gusta que le destruyan el mundo.
Pero, ¿qué actitud debería ser la correcta en términos éticos, filosóficos y científicos? Yo pienso que la de Galileo... pero todos somos valientes antes de la batalla. Cuando llega la hora, ¿estamos realmente preparados?
Las cosas son como son, convenido: el problema es que nunca estamos realmente seguros de saber cómo son. Hasta donde sabemos, nuestra tecnología, nuestros científicos y nuestra (déjenme darme el lujo de decirlo) filosofía nos han traído hasta aquí, hasta un mundo que parece ser el real, el más cercano a la verdad, y creemos (¿ingenuamente?) que nos falta por saber algunas cosas, pero que no nos hemos equivocado sobre ninguna de las que ya llevamos. ¿Será o no verdad esto?
Después de todo, varios cientos de hombres sabios no pueden estar todos equivocados.
Hoy no quemaríamos a Galileo (como estuvieron a punto de hacerlo en su tiempo) pero probablemente nos reiríamos de él. Lo llamaríamos “pseudo” (que en griego significa “falso”) científico, y haríamos memes en internet con su peor retrato, para colocar las frases menos inteligentes que se nos pudieran ocurrir. ¡Qué macabra hoguera espera a los visionarios de nuestro tiempo!
Pero nosotros, yo, ustedes que me leen, tendrán en todo momento la opción de elegir. ¿Mirar a través del telescopio, o pedir hoguera? Esta es la pregunta interesante. Esta es la pregunta crucial.

¿Quién es Anatoli Fomenko?

Porque un buen día de mi buena existencia, hace ya algunos años, un amigo me trajo a conocimiento de un personaje que bien podría ser un Galileo en nuestro tiempo: Anatoli Fomenko. ¿Quién es este tal Anatoli Fomenko, se preguntarán? Wikipedia nos informa lo siguiente: es un matemático ruso que nació en Donetsk, actualmente Ucrania, el 13 de marzo de 1945 (y, consecuentemente, tiene a la fecha 69 años). Es miembro numerario de la Academia de Ciencias de Rusia, de la Academia de Ciencias Naturales de Rusia y de la Academia Internacional de Ciencias de la Escuela Superior. Tiene el grado de Doctor en ciencias (equivalente al Ph. D. anglosajón) de la Universidad Estatal de Moscú “Lomonósov”. Enseña en dicha universidad y es jefe del departamento de geometría diferencial desde 1992.
Además ha escrito más de doscientos trabajos científicos, y ostenta algunos premios: el de la Sociedad de Matemática de Moscú (1974), el premio de matemática del Presidum de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética (1987) y el Premio Estatal de la Federación Rusa (1996).
Es decir: este hombre no es cualquier hombre. Y ustedes, si nunca lo habían oído mencionar, probablemente pensarán que es alguien que, de entrada, debe ser una persona sumamente seria y de un alto peso intelectual. Alguien cuya opinión no debe ser tomada a la ligera. Yo al menos pensaría eso (lo pienso todavía; ese es el problema).
Porque, aunque ustedes no lo crean, a Anatoli Fomenko se lo ha tachado con el sucio nombre de pseudo-científico. ¿Por qué, con qué cargos? Después de todo, un hombre que es miembro numerario de tantas escuelas, tiene tantos estudios encima y tantos premios y publicaciones... no puede estar completamente equivocado. ¿O sí?
Este es el caso: Anatoli Fomenko sostiene la tesis de que la historia (sí, la Historia-con-mayúscula, esa que aprendemos en el colegio y que usamos tanto en nuestra vida) tal como la conocemos es, en su mayor parte, un enorme... fraude.

La historia de nuestra Historia

¿Cómo es esto, que es un fraude? Cabría comenzar por preguntarnos, ¿por qué sabemos que no lo es?
Esto de la historia es cosa bastante extraña. Sabemos que ocurrieron muchas cosas, porque han llegado hasta nuestras manos numerosos libros. Hay ruinas en todas partes. Huesos bajo la tierra. Pinturas, formas de arte, libros de actas, cuadernos, leyendas populares. Pero el tema de la historia (o más bien dicho, de la cronología) no es tanto decir qué, sino cuándo.
¿Cuándo ocurrieron todas esas cosas? Hay algunos métodos. Hemos oído hablar de técnicas como el Carbono 14, por ejemplo. Cosas químicas que se le hacen a los objetos, y que arrojan resultados matemáticos. También tenemos la ventajosa situación (ya comentada más arriba) de que el cielo tiene un movimiento constante y perfecto, y que por lo tanto constituye un referente objetivo para todas las dataciones. Y, afortunadamente, nuestros antepasados tuvieron la buena ocurrencia de anotar los eventos astronómicos de todos sus acontecimientos importantes. Entonces, la cronología es aquel ejercicio de utilizar los métodos para “ordenar las cosas”, poner fechas, establecer hitos de referencia, y llenar espacios vacíos.
Estamos en el año 2014. ¿2014 de qué? Es evidente que no de un punto fijo e imparcial del origen de la historia. Entonces nos dicen: desde el nacimiento de Jesús. Pero Jesús no nació en el año 1, porque Jesús sin duda no fue la primera persona sobre la tierra y sin duda la gente antes que él no contaba sus años en números negativos, avanzando hacia un evento futuro certero.
Pero entonces, ¿cómo sabemos que el año 1 fue efectivamente el año 1? En otras palabras, ¿quién llevó la cuenta de los años cuando nació Jesús? Ciertamente, nadie en el mismo momento. Hubo que hacer triquiñuelas: por ejemplo, la famosa “Estrella de Belén”. No sabemos muy bien cuándo fue que esta estrella “apareció en el Oeste marcando el lugar donde había nacido el salvador”, pero tenemos hartos eventos astronómicos (desde eclipses hasta supernovas) postulando para el título.
Cuento corto, así es como todas las fechas han sido colocadas en su lugar, por el esfuerzo aunado de cientos de varios hombres de buena voluntad a lo largo de los últimos... tres mil años, poco más o menos. O eso es lo que creemos, porque Fomenko discrepa, y parece tener razones para hacerlo.
El interés del profesor Anatoli por la cronología parece tener su origen (por lo que he leído) precisamente en esto de las dataciones astronómicas. Un hombre bien formado en ciencias y en matemática, en estadísticas y probabilidades, sin dudas también tiene una amplia formación en astronomía. Es el caso, efectivamente, y eso fue lo que lo puso en su senda: porque, cuando empezó a averiguar cómo es que los historiadores fijan las fechas... se llevó algunas sorpresas.
¿Cuáles? Los dejaré todavía un poco con la duda. El caso es que Fomenko reunió a un grupo de especialistas, matemáticos y expertos en métodos de calculación, y comenzó un trabajo de revisión exhaustiva de los materiales históricos actuales, concentrándose sobre todo en la historia de la historia, es decir, en los métodos de datación y en las primeras cronologías comparadas, tal como han llegado a nosotros.
Ese trabajo lleva ya varios años y ha producido una enorme cantidad de publicaciones, casi todas en ruso y pocas de las cuales han sido traducidas, mucho menos difundidas en el mundo entero. ¿Sus resultados? Nada menos interesante que lo que viene a continuación.

La Nueva Cronología

Hay quienes dicen que el atentado a las torres gemelas fue un montaje gringo. Otros, que fue la administración de Richard Nixon la que estuvo detrás del golpe de Estado en Chile, para septiembre de 1973. La muerte del compañero presidente: otro misterio. ¿asesinato o suicidio?
Nadie sabe a ciencia cierta cómo o dónde murió Hitler. Se especulan motivos alternativos para haber matado al príncipe de Austria-Hungría.
Todos estos son misterios por resolver. Y ocurrieron hace menos de cien años (menos el último, que ocurrió hace cien años y un día).
Hay quienes dicen que doscientos años (seiscientos en versiones alternativas) en nuestra historia son inventados: el llamado oscurantismo de la Alta Edad Media, aquella época en la cual “nadie escribió nada”. Otros, más osados, aseguran que Carlomagno nunca existió, como ninguna de las cosas que se supone que hizo. Se cree que quizás Jesús tampoco. O Aristóteles, y sus escritos son el trabajo conjunto de muchos hombres. De todas esas versiones, nada se compara con lo de Fomenko.
Bueno, ¿qué es lo que dice él? Corta y fome: la gran mayoría de los acontecimientos históricos que tenemos registrados son copias (bastante burdas por lo demás) de eventos de antigüedad más bien reciente: no más de mil años. Aquí les tengo algunos ejemplos: ¿Las civilizaciones indoeuropeas? Ninguna anterior al año 800 d. C. (1200 años antes del año 2000). ¿Jesucristo? El emperador Andrónico I, también conocido como el papa Gregorio VII, como Cayo Julio César, como Euclides, como Sócrates, como Zeus, como Osiris. Un largo Etc. ¿Nacimiento? Año 1152 (848 años antes del año 2000). ¿Muerte? Crucificado a los 33 años, en 1185 (815 a. a. 2000). ¿Ciudad donde reinó y murió? Yoros, también llamada Jerusalén, o Troya. ¿Lugar de emplazamiento? En la desembocadura del río Bósforo, actual Turquía. Podríamos seguir toda la noche.
¿Todos los demás eventos históricos, míticos y literarios de la antigüedad? Copias, copias y más copias, versiones sin número de los mismos hechos, interpretaciones sobre interpretaciones de los mismos personajes, todo mal datado y sistemáticamente organizado por cientos y cientos de sabios historiadores que estuvieron todos equivocados, y que introdujeron largas cronologías, miles y miles de años hacia el pasado distante de una humanidad que difícilmente abrió los ojos hace más de mil quinientos años. ¿Renacimiento? Pamplinas: nacimiento. Y esto es sólo una pincelada, sólo una cucharada, pobre y triste, de todo lo que Fomenko y su gente tienen para decirnos. O para re-decirnos.
La pregunta es: ¿está hablando en serio?

Un nuevo telescopio

Si supiéramos que estamos viviendo en el error, ¿sería una decisión ética e intelectualmente correcta buscar la verdad rechazando las creencias falsas? Yo creo que sí. Pero si es el caso, ¿a quién creerle? ¿Hemos de confiar en las técnicas y métodos de nuestra cultura, de nuestro tiempo científico? Pero si fuera así, como creo que es lo más sensato, ¿qué hacemos con la obra de Fomenko y sus colegas? ¿Podrá ser que cientos de sabios se hayan todos equivocado? Mirar o no mirar, he ahí el dilema.
Yo he elegido mirar, y ver a dónde lleva todo esto. Después de todo, las ideas no muerden.
Para el que quiera mirar también, aquí le dejo el ojo del telescopio: Chronologia

Inti Målai Perdurabo



Le dedico este ensayo a Franklin d. l. C., quien me presentó hace ya tantos años a este singular personaje, al que sólo hace poco pude considerar con la debida seriedad.

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