domingo, 4 de noviembre de 2012

Sócrates y el Sofista


A todos nos suena más o menos la historia de Sócrates y los sofistas. Éstos últimos eran destacados y célebres profesores de retórica y filosofía en la antigua Grecia, y el primero era un caballero con mucho tiempo libre. Un día llegó un ateniense, desconcertado, diciendo que el Oráculo de Delfos (la más importante pitonisa de la antigüedad) había contestado a la pregunta: ¿Quién es el hombre más sabio de Grecia? Con: “Sócrates”. Cuando esto llegó a oídos del susodicho, se asombró bastante; él mismo no se consideraba sabio, antes bien, sabía que al menos todos los grandes magistrados y sofistas debían ser más sabios que él puesto que cobraban mucho dinero por sus enseñanzas, siempre eran bien recibidos en todas partes, escribían las constituciones de los Estados griegos y todas esas cosas que hacen las personas sabias. ¿Por qué al Oráculo se le había ocurrido decir semejante tontera?
Intrigado, Sócrates fue a buscar a los Sofistas para demostrarse a sí mismo y a los demás que la pitonisa se había equivocado. Al encontrarlos, no le quedaba más que preguntarles por el asunto más pequeño, más banal, más sencillo... y esperar a que ellos desplegaran su enorme sabiduría.
Pero algo salía mal. Cada uno de estos sofistas le hacía bellos y pulidos discursos, pero ninguno sobrevivía a una corta tanda de preguntas agudas. Ahí nuestro amigo se dio cuenta que la pitonisa tenía razón; porque mientras los sofistas decían ser los más sabios sin serlo, él, que tampoco lo era, al menos lo sabía y lo reconocía. Así fue como Sócrates se hizo sabio buscando la sabiduría, nunca poseyéndola. (Al final la gente terminó cansándose del pobre Sócrates y, haciendo gala del poder que da la siempre sana democracia, como es bien sabido, lo mataron y siguieron sus vidas en tranquilidad. Pero eso no viene mucho al caso ahora).
¿Cuál fue la diferencia crucial entre Sócrates y el Sofista? Sencillamente, esta: el Sofista es un maestro del convencer; Sócrates era, en cambio, un maestro del conversar.
Cuando se trata de entender el mundo siempre hay dos caminos que deben recorrerse, indiferente de que tomemos uno y el otro después. El primero va de adentro hacia afuera; sea consciente o inconscientemente, todos tenemos una forma de ver el mundo, de entender los hechos, de valorar y de priorizar todas las cosas. La realidad cobra sentido y toma forma ante nuestros ojos, determinada siempre, en mayor o menor medida, por nuestra experiencia y nuestros sentimientos. Y esto es lo que entendemos por configurar un mundo.
Pero luego viene el segundo sendero. Al final del primero, sólo somos nosotros y el mundo, un mundo vacío, poblado de sombras. Si nos quedamos ahí y no recorremos un segundo camino hacia los demás, entonces caemos en una aburrida y triste tolerancia a la subjetividad: Todos tienen razón. El mundo por sí mismo no existe, sólo los mundos, el de cada uno, y todas nuestras creencias tienen la misma calidad de primera persona que tienen nuestros gustos, por ejemplo, como el gusto por el pan con mantequilla. También hay otra posibilidad, la que a mi parecer es la más peligrosa de todas: Una intolerancia objetiva: Sólo yo tengo razón. El mundo es como yo lo veo, y todos los demás están equivocados. Todas las creencias de los demás deben ajustarse a la mía, a mí punto de vista, para corregirse; de lo contrario, están en un error.
La primera nos lleva al laxo y cobarde sentimiento de igualdad que llamo habitualmente “Democracia-con-mayúscula”. La segunda, por otra parte, nos lleva al lugar opuesto, al prepotente y estéril sentimiento de superioridad al que podríamos llamar el “Fascismo-con-mayúscula”.
La alternativa a estas dos soluciones es la del segundo sendero que en breve voy a describir. Es la solución de Sócrates, a diferencia de la de los Sofistas, que se quedan pegados en las anteriores (Protágoras de Abdera, uno de los más eminentes sofistas, dijo: El hombre es medida de todas las cosas; de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son. No hay, a mi parecer, mejor manera de ilustrar la tolerancia a la subjetividad).
Si yo estuviera solo en el mundo, y todo a mi alrededor fuera un huracán de colores y formas, luces y sonidos desconcertantes, yo podría preguntarme el por qué de todas esas cosas y conformarme a mi sazón con cualquiera de las respuestas; en efecto, qué cosa sea aquello sólo será importante, relevante y valioso, para mí.
De la misma forma, si yo estuviera en ese mundo y a mi lado hubiera otros, pero yo no pudiera comunicarme con ellos... cada uno de nosotros tendría ante sus ojos un mundo diferente, y para cada uno los demás no serían otra cosa que manchas particulares en ese telón de manchas que se nos presenta ante los ojos.
En “La Máquina de Escribir Averiada” ilustré, hace muchos años ya, una poderosa intuición que sólo en el último tiempo he podido concretar y formular con mayor precisión; no podemos negar que el Mundo se configura por entero en nuestra subjetividad, por lo tanto, no hay realmente razón para creer que no pueda la realidad completa ser consumida por nuestros pensamientos (como le ocurre, al final, a Ying Ian, mi extraña protagonista que se queda sola en una isla, rodeada de gaviotas y en compañía de una calavera). Sin embargo, esa reducción del afuera al adentro sólo opera (en la práctica) para personas que están solas en una isla, o se pasan la vida en una cómoda habitación junto al fuego, o se marchan a la montaña o se pierden en el bosque para hallar “la verdad”. ¡Cómo no hallar la verdad en tales condiciones! Pues en la soledad el asceta no necesita más que a sí mismo para llegar a una conclusión y decidirse, en cualquier momento: Sí, es ésta. La he encontrado.
Pero ocurre diferente aquí, en el mundo donde estamos. Tenemos personas a nuestro alrededor, compartimos espacios comunes, presuponemos que ellos también viven y también piensan (no son autómatas cartesianos, ni zombies, ni actores de un gigantezco Truman Show). Pero no lo presuponemos en vano; lo presuponemos porque de hecho tenemos una forma de comunicarnos; tenemos Lenguaje.
Consideremos una vez más al hombre solo en medio de su mundo de luces y sonidos. Tomémoslo, y coloquémoslo en una silla, en un banquete, junto a Sócrates. Este hombre, que cree ser el poseedor de “la verdad”, se la expondrá a Sócrates, y ¿qué es lo que pasará? Sócrates le preguntará de vuelta, le propondrá problemas que él no ha sido capaz de responder. Y entonces su mundo se tambaleará, y se dará cuenta de que tal vez no estaba tan en la verdad como parecía. Pero ¿qué le queda por hacer? Sócrates le ofrece una nueva visión de las cosas, al menos, la visión de una persona diferente a él. Si antes era él el que miraba y se respondía a sí mismo, ahora tiene a Sócrates. Tiene tres alternativas: Dejar a Sócrates en su mundo y quedarse con el suyo propio (tolerancia a la subjetividad). Si no, puede tratar de convencer a Sócrates de que está en un error, y obligarlo a que vea las cosas como él las ve (intolerancia objetiva). O puede recorrer el sendero que le falta, y conversar con Sócrates, fijar aquello en lo que están de acuerdo, y a partir de ello, configurar un mundo que tanto él como Sócrates compartan. ¿Significa esto que renuncia él a sus convicciones anteriores? No, para nada. ¿Significa que abandonará la pasión, el compromiso y el sentimiento íntimo de sentido que su búsqueda tenía en un principio, para conformarse con una fría y calculada discusión bizantina? No, tampoco; significa sencillamente que recibirá los puntos de vista de Sócrates e intentará conciliarlos lógicamente con los suyos; al final, es cierto, algunas cosas tendrán que ser desechadas. Pero no porque Sócrates le convenza de quitarlas, sino porque a la luz de lo que Sócrates intente mostrarle, se hará evidente para él que aquellas cosas no cuadran bien con la evidencia. ¿Y qué es la evidencia? Pues, lo “dado”: Esas cosas que andan por ahí, desde el cielo y las estrellas hasta el pelo y las uñas, y desfilan ante nuestros sentidos interactuando con nosotros y diciéndonos constantemente: somos algo distinto a tí, estamos afuera.
El segundo sendero requiere algunos acuerdos metodológicos, que no necesariamente tienen que ver con los acuerdos de fondo a los que la conversación espera llegar. Por ejemplo, necesita asumir que hay tal cosa como un lenguaje que permite la comunicación. Un sordo que escribe chino y un ciego analfabeta probablemente seguirán viviendo en sus propios mundos toda la vida, y su conversación no llegará muy lejos. Pero también necesita asumir algo que, de un modo sumamente laxo, llamaremos “lógica”. Cuando uso esta palabra no estoy pensando en algún sistema formal en específico sino en lo que más intuitivamente entendemos por ella; que cada paso que da la argumentación es consistente con lo anterior, y que hay algunos pasos que no son lícitos, por ejemplo, los que llevan a contradicción (Aristóteles decía que el principio de no-contradicción es tan evidente que nadie puede negarlo sin contradecirse a su vez; Avicena, de una forma mucho más ilustrativa, decía que todo aquel que niega la no-contradicción debería ser azotado y quemado hasta que reconociera que no es lo mismo ser azotado y quemado, que no ser azotado y quemado).
Este último punto -el de la lógica- es para mí el más importante de todos, porque es el que distingue la conversación del convencimiento (propio de la intolerancia objetiva). Todos tenemos una forma de ver y entender el mundo, pero la disposición a girar el ángulo de observación y notar cosas diferentes sólo conversando con los otros es lo que permite y faculta a la inspección lógica, y en última instancia, a la claridad conceptual. La lógica es, me atrevo a decir, la única y más poderosa herramienta de aquel que busca dar con una teoría total de la realidad y ser a la vez capaz de defenderla.
Sin embargo hay otra cosa que no es precisamente una configuración de mundo aunque muchas veces se presenta como tal: los modelos de interpretación. La diferencia crucial radica en esto: las configuraciones de mundo son nuestra manera subjetiva de construir lo que “hay” y hacer coherente “lo dado”; son, por lo mismo, susceptibles de ser defendidas, criticadas, analizadas, ampliadas y corregidas en una conversación o en la sencilla experiencia de la vida (como la del hombre que abandona o abraza una fe después de una experiencia límite. Ya en otro ensayo* defendí que la creencia o no creencia en Dios no es una mera cuestión de gusto, es un compromiso ontológico de la más alta importancia). Pero un modelo de interpretación es una nomenclatura cerrada (ya aclararé qué entiendo por eso) que explica máximamente la realidad en términos abstractos.
En el siglo II después de Cristo surgió una secta llamada “Gnosticismo” en el seno del emergente movimiento cristiano. Hubo incluso un tiempo en que la gente, en el imperio romano, decía que ser gnóstico era indistinto de ser cristiano; a tal punto llegó su difusión. Pero llegaron tarde o temprano a desaparecer. ¿Por qué? Porque mientras las doctrinas de los cristianos, en diálogo con la filosofía neoplatónica, se enriquecieron y prosperaron hasta convertirse en un poderoso canon metafísico y soteriológico, los gnósticos perseveraron férreamente en sus convicciones y al final se quedaron sin adeptos; en efecto, a la luz de las conclusiones racionales de los neoplatónicos y los cristianos helenizados las doctrinas gnósticas eran evidentemente falsas.
Pero la terquedad de los gnósticos no era sólo consecuencia de su espíritu y su convicción, sino de algo que llamaré nomenclatura cerrada: en la configuración de mundo de los gnósticos la gente que no compartía sus creencias era explicada en términos de su misma configuración del mundo. En efecto, para los gnósticos las encarnaciones eran por grados: los que estaban en el más alto grado eran los elegidos, los iluminados, los gnósticos; y los grados inferiores eran los cristianos y los paganos. Todos tenían un rol místico y un fin predefinido. Las doctrinas con esta característica también se conocen como autodefensivas; Si te conviertes al gnósticismo, pues, ¡genial! Eras de los bacanes. Y si no crees en el gnosticismo, o lo encuentras estúpido, o tienes razones para no creer en él, no te preocupes; ya reencarnarás en una forma más elevada que te permita ver la verdad.
Las doctrinas cerradas (autodefensivas, de “tómalo o déjalo”, o como se las quiera llamar) comparten todas la insana cualidad de no ser susceptibles de crítica, porque toda crítica está presupuesta y explicada dentro del mismo sistema. La mayoría de los fundamentalismos cristianos y religiosos en general gozan (o adolecen) de este trágico defecto, así como las teorías holísticas que incurren en la falacia del historicismo (cuya forma típica es esta: “Tu tesis es falsa y tu argumento inválido, pero crees en uno y otro porque estás condicionado por el espíritu de tu época para hacerlo”).
Si la verdad no puede ser descripta en su totalidad; si no es posible llegar a un sistema metafísico capaz de explicarlo todo (como me gusta creer), al menos tenemos que aceptar que podemos acercarnos cada vez más a esa verdad, por medio de la investigación científica, filosófica, y las experiencias numinosas y espirituales (las tres a un mismo nivel de importancia y relevancia). Y para poder acercarnos (a menos que queramos ser como el asceta en su cueva) a esa verdad, cada vez más, es necesario aceptar que tenemos medios para hacerlo.
Alguien ahora podría decirme: ¡Ah! Todo esto que has hablado y normado es una doctrina cerrada a su vez; intentas abarcar todo lo que se puede decir o no se puede decir acerca del mundo, y dejas un lugar reservado para los que no piensan como tú. Considero que esta crítica no aplica, puesto que no estoy proponiendo ninguna teoría o concepción del mundo, sino una metodología de análisis, que no es lo mismo. Por decirlo así, estoy haciendo descripciones a un “nivel” del lenguaje, no del tema a tratar; en ningún momento me he pronunciado acerca de qué es lo que creo que “hay” en el mundo, o cual es el sentido de la existencia. Sin embargo, si a alguien no le parece, le invito a que me escriba y me argumente fundamentadamente por qué piensa que estoy en un error.
Todos tenemos el derecho y la libertad (me parece evidente) de no querer discutir acerca de estas cosas; siempre hablar de fútbol o de cine va a ser más entretenido. Mientras podamos seguir haciendo lo que siempre hacemos, no hay necesidad -al parecer- de meterse en estos temas. Pero para quienes sienten la pulsión y la necesidad de resolver los misterios y de llegar al fondo de este como de todos los asuntos, la puerta permanece siempre abierta; o mejor dicho, cerrada, pero sin llave. Tan sólo hay que descubrir qué se empuja para que se abra. Para los que quieren cruzarla solos, está la montaña. Pero para los que quieran seguir viviendo, aquí está la plaza, la mesa, el bar. Todo lo que pueda discutirse será discutido, todas las ideas se remecerán, todas las convicciones dudarán, y al final quizás quede menos que al principio; pero será inconmovible. Soy de la convicción de que esto es de lo que se trata la filosofía, finalmente. Al final llegaremos cada vez más lejos, sabremos cada vez más, y nuestra configuración del mundo será cada vez más consistente. Que todo lo que pueda decirse, se diga, y, como dijera un filósofo, de lo que no se pueda hablar: Vale más callar la boca.

Inti Målai Perdurabo