jueves, 24 de noviembre de 2011

"Roto" y "rompido" no son lo mismo

El otro día estaba entretenido pensando en cómo pienso (sí, esas cosas extrañas que empiezan a ocurrir después de seis meses sin tener clases) y caí en un problema bastante particular, que gira en torno al participio pasado del verbo “romper”.
Se dice “roto” y no “rompido”. Como “rompido” es una incorrección idiomática, claramente no son lo mismo, y si lo son, uno es la forma viciada del otro.
Para los que no recuerdan ó nunca aprendieron ó sencillamente nunca lo supieron, el participio pasado es una forma no conjugada del verbo que bien sirve como adjetivo (“el hombre casado”) o para hacer construcciones complejas de conjugación (“el hombre se ha casado”). Al menos en español.
Bueno, como decía en un principio, pensando en cómo pienso me di cuenta que cuando hablo hay ciertas incorrecciones que sólo compongo a la hora de hablar/escribir. Por ejemplo, noté que en algunos casos -sólo algunos- mi mente piensa en “rompido” y a la hora de escribirlo o decirlo lo cambio por “roto” (porque así es “como se dice”). Pero no me pasa con todos los verbos irregulares. Cosa curiosa, ¿no?
Si fuera sólo una maña mía entendería que fuera yo quien tiene mal instalado el hablar-bien.exe en su cerebro... Pero luego me fui dando cuenta que errores como “rompido”, “imprimido” y “morido” son mucho más habituales en la gente que para otros verbos irregulares. Existe la explicación lingüística (aplicar el paradigma regular a verbos irregulares por “costumbre” de la mente (¿un bug del hablar-bien.exe?)) pero yo quiero arriesgar otra más rebuscada y a ver qué les parece.

Los hispano parlantes estaremos de acuerdo en que los verbos “ser” y “estar” no son lo mismo. (Los italo parlantes con sus verbos “essere” y “stare” estarán de acuerdo también). No es lo mismo decir “mis manos son heladas” que “mis manos están heladas”. Para hacer la distinción lo más rápido posible, diremos que en la oración predicativa “S es P” la propiedad P es inherente a S, o es continua y permanente (al menos dentro del contexto). Por otra parte, “S está P” indica que la propiedad P es contingente, pasajera, momentánea en S (en el contexto). “Mis manos son heladas” significa que las manos siempre tienen frío, en cambio “mis manos están heladas” significa que ahora mismo tengo frío en las manos.
Sin embargo, esta distinción es intuitiva, porque, como muchos sabemos, en otros idiomas las dos oraciones son iguales y sólo el contexto discrimina el matiz “continuo” o “pasajero”; “my hands are cold” en inglés implica tanto continuidad: “my hands are cold due to my anemia” (“mis manos SON heladas debido a mi anemia) como contingencia: “my hands are cold due to this frosty morning!” (“¡mis manos ESTÁN heladas debido a esta mañana helada!”). (Los anglo parlantes, de hecho, cuando aprenden español tienen problemas para distinguir los usos de nuestros verbos “ser” y “estar” y los aprenden más o menos de memoria, o con la práctica, pero les cuesta entender la diferencia a la primera).
Intentemos revisar, por lo tanto, el “uso” del participio, y esta vez incluir como criterio de análisis las nociones de continuidad y contingencia. Rápidamente descubriremos que cuando el participio se usa de manera “continua” lo tratamos sin más como un adjetivo: “mis manos son heladas”. (la “forma” de la relación sujeto-atributo es similar a la de “mis manos son rojas” o “mis manos son grandes”). Pero cuando implica una noción de contingencia él es, de hecho, un verbo, que carga una cierta pasividad: “mis manos están heladas” = “mis manos han sido heladas [por algo]”.
Ahora bien, como la terminación -ado/ido es característica de los verbos regulares para hacer su participio, mi apuesta es la siguiente: la mente atribuye al participio la noción de contingencia por defecto, y sólo cuando ella -por el contexto- exige la continuidad, se convierte en un adjetivo.
Un ejemplo:
Una persona emite la siguiente oración: “tengo las manos heladas”.
Quien le escucha debe, por tanto, discriminar entre si “tengo las manos heladas” corresponde a “mis manos son heladas” o “mis manos están heladas”.
Si el lugar en el que están es un paradero de micro en Osorno, en el mes de Julio a las seis de la mañana, quien escucha deducirá por contexto que el uso de “heladas” (del verbo “helar”) es contingente, y por lo tanto corresponde al verbo “estar”.
En el mismo contexto anterior el hombre podría querer decir que siempre tiene las manos heladas, incluso cuando hace frío, pero para ello tendría que ampliar la información. En ese caso, el uso sería el del verbo “ser”.
Si el lugar en el que están es Santiago, mes de Diciembre, a las tres de la tarde y están haciendo cola para un partido en el Estadio Nacional, probablemente el individuo quiere indicar que sus manos SIEMPRE están heladas y por lo tanto, “heladas” es una propiedad inherente a sus manos. Luego, el uso es el del verbo “ser”.
Sin embargo, si en el mismo contexto anterior el hombre quiere hacer notar que efectivamente sus manos están heladas cuando no deberían estarlo, o no es habitual que lo estén, entonces el uso es el del verbo “estar”.
Como bien queda claro en el ejemplo, a menos que se use explícitamente el verbo “ser” o el verbo “estar” (con lo que se hace innecesario el contexto), la noción de continuidad o de contingencia va “cargada” (en el sentido del inglés “loaded”) en el participio pero no explícitamente.
Ahora, cabe preguntarse, ¿por qué la idea de contingencia es anterior a la de continuidad?
Puede darse la contingencia sin la continuidad. Pero no puede darse la continuidad sin la contingencia, puesto que la noción de continuidad no es más que una contingencia “constante”. Dicho en términos más formales, la contingencia es necesaria a la continuidad, pero la continuidad a la contingencia es sólo suficiente.
Bueno, bueno, ¿a qué va todo esto?
Los participios son esencialmente contingentes. Cuando el contexto lo pide, su sentido puede extenderse a la continuidad, y pasa a usarse como adjetivo. Estamos acostumbrados a reconocer los participios por sus terminaciones -ado/ido, y a entenderlos en su uso como adjetivos por cuanto señalan que el verbo del que provienen es inherente al objeto (“mis manos son heladas” = “mis manos siempre están heladas”). Sin embargo, en el caso de los participios irregulares, la ausencia de la terminación -ado/ido nos lleva a no asociar de inmediato el participio con uno, y de pensarlo antes como un adjetivo, es decir, de sentido continuo. Dicho en palabras simples, antes vemos “roto” como un adjetivo, que como un participio.
Pero, por lo último que dijimos un poco más arriba, la noción de contingencia puede llevar a la de continuidad, pero no en sentido contrario, luego, no es intuitivo asociar “roto” al participio y su sentido de contingencia.
El “vaso roto” es el vaso que se quebró antes del contexto de conversación, el de la navidad pasada o el que guardó el abuelo por ser un recuerdo de familia; en cambio el “vaso rompido” es el vaso que acaba de caer de la mesa y que se acaba de quebrar.
Otro ejemplo:
Una conversación trivial.
Sócrates: “¿Qué has estado leyendo?”
Lao-tse: “Me empecé la semana pasada “Harry Potter y la Cámara secreta”, y ya voy en la mitad”
Sócrates: “¡Mira tú! Pero ese libro es caro, ¿es impreso o lo lees en el computador?”
Lao-tse: “Me lo conseguí en pdf, pero lo imprimí”
En esta conversación, “impreso” es la propiedad de venir (al contexto, no en un sentido ontológico absoluto) ya en formato papel, por lo tanto, el HP2 que Lao-tse está leyendo, sería un libro “impreso” en sentido contingente, no continuo, y por lo tanto podríamos esperar de él que lo llamara “libro imprimido” más adelante.
Otra evidencia en favor de mi tesis:
El verbo “corromper” viene del verbo “romper” más el prefijo “co-”. Luego, el verbo tiene su adjetivo contingente, “corrompido”, y su adjetivo continuo, “corrupto”. Interesante, ¿no?

Bien, en conclusión: 1) No estoy queriendo decir que incorrecciones idiomáticas como “rompido” o “imprimido” deban integrarse a la lengua y no deja de ser oprobioso equivocarse aunque la corrección ocurra “al último” en la mente, sólo estoy queriendo decir que 2) posiblemente la frecuencia de este error por encima de otras incorrecciones del mismo tipo (es raro que alguien diga “abrido” en lugar de “abierto”, porque el verbo “abrir” rara vez tiene sentido continuo y por lo tanto se le asocia directamente al contingente y aparee como participio) es por una noción de uso no formalizada en la mente del hablante, y que por lo tanto 3) este hablante no se pega todo el rollo que yo me mandé aquí para decir “rompido” en lugar de “roto”. En definitiva 4) de aquí en adelante otra investigación más profunda podría hacerse, en torno a saber en qué manera las nociones de continuidad y contingencia (si es que existen) se presentan en distintas lenguas, si es relevante hacerlas notar y si ellas deben ser incluidas en criterios tales como los de traducción de una lengua a otra. Pero eso ya es tarea para otro día.

Inti Målai Perdurabo

PS: los participios al usarse como adjetivos y enunciarse bajo la forma "S es P" toman la forma de un verbo en voz pasiva, ("el vaso es roto [¿por alguien?]"), y esta "curiosidad", aunque trivial, nunca está de más notarla, puesto que muestra que de hecho el "roto" como adjetivo casi nunca se usa como continuo y por ende no reviste dicho sentido (las cosas deben "romperse", si algo "viene roto" nunca es una cosa, sino dos) y esta evidencia serviría para poner en jaque mi propia tesis.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Una Crítica a la Crítica Social

Ó LAS PARADOJAS DE UTOPÍA

Todos los que disfrutamos de la buena compañía de un grupo pequeño de amigos y alguna generosa cantidad de alcohol a menudo nos habremos visto encausando la conversación hacia algún tema de contingencia que nos permita explayarnos y argumentar en torno a diversos cambios, reformas o reestructuraciones de índole social o institucional que, a juicio nuestro, serían necesarios para solucionar tal o cual problema, permitiendo que mediante el diálogo y la confrontación se llegue en términos teóricos a la formulación especulativa de un Estado Ideal. Algo que, en términos simples, se conoce como “arreglar el mundo”.
Esta práctica, tan habitual como intrascendente, no es para nada una novedad; la podemos rastrear hasta el tiempo de los griegos (sin ir más lejos, la República de Platón no es más que esto) y quizás más atrás. Y esto no debería extrañarnos, puesto que, como todos o la mayoría hemos tenido el placer de constatar, el alcohol tiene la fatídica y maravillosa propiedad de hacer que los hombres y las mujeres suelten la lengua (para hablar, entre otras cosas) y saquen a relucir, sin muchos miramientos, sus puntos de vista con menos miedo a la crítica que cuando están sobrios.
Está de más decir que “arreglar el mundo” de esa manera no tiene ningún fin práctico, ni teórico ni científico ni filosófico (quizás para algunas escuelas sí, pero no para las que a mí me gustan). ¿Por qué? Dejando de lado los casos en que la resaca escribe dolores de cabeza encima de los bocetos del mundo perfecto, quizás el motivo que muchos puedan encontrar más lógico es que aquellos borrachines no tienen ni los medios, ni el conocimiento práctico para llevar a cabo sus propósitos.
Pero este motivo, si bien es el más obvio a primera vista, de hecho está errado. Porque en la historia tenemos evidencia de que muchos modelos que “funcionan” en la teoría, fracasan en la práctica (nuevamente, Platón es nuestra modelo indicada). Evidentemente, estos borrachines tenían los medios y el conocimiento práctico para llevar a cabo sus propósitos, pero, por alguna razón (que dilucidaremos en seguida) no eran capaces de poner en marcha sus utopías.
El hecho de que “arreglar el mundo” no funcione en la teoría ha dado origen al prejuicio malintencionado de que toda crítica social que se presenta sin un plan de acción es fútil y ociosa, tanto si se contenta sólo de decir lo que está mal (y en ese caso es sólo una denuncia, no una crítica) como si además propone cambios y prevé soluciones.
Sin embargo rápidamente descubriremos que esta crítica “reaccionaria”, es decir, “de brazos cruzados” no sólo es útil sino necesaria. Ahí donde el actor social, el abanderado político, el activista o el simple simpatizante habla desde su punto de acción y desde su labor ciudadana, hay un cierto grado de parcialidad, llamémoslo “focalización” en vistas a un objetivo; él ya ha superado la etapa de la búsqueda e identificación del problema, se ha comprometido con un plan de trabajo y una solución en apariencia viable y por lo tanto su visión del panorama general es parcial. Ya tiene a los que están con él, y a los que están contra él.
El crítico ocioso, el de brazos cruzados, tiene la ventaja de que no ha depositado sus ánimos ni sus energías en la actividad social, por lo tanto, si se procura siempre la información adecuada es capaz de identificar el problema y sopesar las opciones y los proyectos de ataque sin una preponderancia hacia tal o cual posición, más que la de su propio juicio y entorno. A esta actitud de mantener la neutralidad política con el fin de resguardar la mayor imparcialidad posible a la hora de hacer crítica social la llamo ser “espectador en conciencia”.
Ahora bien, esto no supone gran progreso de lo que teníamos al principio; hay una sociedad, hay falencias de distinta clase, y hay quienes las ven y las denuncian y quienes trabajan por solucionarlas. A los primeros los he llamado espectadores en conciencia y a los últimos los dejaremos sencillamente como los “ciudadanos activos”. Está de más decir que tanto los unos como los otros “arreglan el mundo” entre botellas, y en ninguno de los dos casos es más útil a la sociedad este juego de ociosos.
Lo que a mí me interesa en este momento es la crítica social en sí misma. La distinción entre espectadores y ciudadanos útiles es metodológica y volveré a ella más adelante, pero volvamos un poco a la crítica social. Decíamos hace un momento que la historia da testimonio, una y otra vez y en los más variados países y culturas, de proyectos sociales que funcionan en la teoría y fracasan en la práctica. Fuera de aquellos casos en que el proyecto es saboteado ex profeso por reaccionarios tanto internos como extranjeros, el error casi siempre es conceptual; en una palabra (o pocas), se parte de premisas que no tienen correlato real y las conclusiones son, por fuerza, inviables en la realidad.
Si consideramos, por ejemplo, a un color de piezas de ajedrez como una sociedad, veremos que ella es completamente estable; en el ajedrez no hay lucha de clases, ni materialismo histórico, cada pieza conoce su valor y su jerarquía y guarda su lugar. Lo único que puede desestabilizar y destruir esta sociedad es el elemento extranjero, es decir, el otro color, pero “internamente” el sistema es totalmente eficiente.
¿A qué se debe esto? Quizás, a que esta sociedad se limita a dieciséis individuos que no comen ni se reproducen y que de hecho no tienen vida. Pero lo más importante es que cada individuo es igual a sus pares y desigual a sus superiores y subalternos. La torre de la reina es igual a la torre del rey, es superior a todos los peones por igual, y a su vez ambas torres son igualmente inferiores en calidad y virtud a la Reina.
He dado en llamar “Paradojas de Utopía” (sí, me gustan los nombres pomposos) a una serie de contradicciones conceptuales que son pasadas por alto en la mayoría de los casos a la hora de hacer crítica social; lo que pervierte la objetividad y contingencia de la crítica misma.
Estas contradicciones conceptuales no refieren a casos específicos, ni la lista es exhaustiva (cuando lo sea, escribiré un libro y me ganaré un Nobel, ¡jueh!). Se trata de buscar en las paradojas la forma lógica de ciertas premisas universales que son necesarias a la hora de hacer cualquier crítica social.
La primera y, a mi entender, la más importante de todas, la llamo “paradoja de la diferencia”. En el ajedrez, ella no existe; todos los peones son iguales, y paradigmáticos. Sin embargo, en la práctica, vemos que ningún ser humano es paradigmático, son todos diferentes. Pero ahora, como bien notó Rousseau, ocurre que al reunir a varios cientos de personas comienza a hacerse patente un cierto comportamiento colectivo y una “voluntad general” que deriva del promedio estadístico de acuerdos entre estas personas. Si es cierto que somos todos diferentes y es cierto que existe tal cosa como El Pueblo, ¿dónde termina la individualidad y comienza lo colectivo? Los que se inclinan por el primero hablan de Democracia; los que se inclinan por el segundo, de Totalitarismo.
La segunda es de tipo metadoxástico -si es que esa palabra existe- y se refiere a quien emite la crítica. La enunciaremos sencillamente como sigue: No es posible considerar todas las individualidades. Es decir, ningún individuo es realmente consciente de todas las realidades sociales, económicas y culturales que componen su sociedad.
La tercera es la que a mí más me incomoda y la que por lo mismo me resulta más atractiva: la llamo antojadizamente “relatividad del bienestar”, y se puede enunciar así: ¿Es lo que quiere el individuo lo que necesita el Pueblo? Esta paradoja tiene íntima relación con la primera, y genera la clara contradicción entre lo que la gente quiere, versus lo que necesita; o la tendencia -por ignorancia, y muchas veces por confundir individuo y colectivo- a creer que el bienestar del Pueblo es el bienestar de todos y cada uno de sus componentes (¿Será eso posible para grupos de más de dieciséis individuos, me pregunto yo?).
Bueno, otras más conocidas y ampliamente trabajadas en el campo de la filosofía política son, por ejemplo, la de la tolerancia: Si una sociedad debe ser tolerante, entonces debe ser tolerante con la intolerancia y tolerar que la intolerancia censure a la tolerancia, con lo que no queda más tolerancia, lo que es contradictorio. O la de la democracia: ¿Puede un pueblo democráticamente elegir un régimen autoritario? Rousseau lo consideraba no sólo posible sino que no veía contradicción alguna, ya que para él, el “soberano” siempre es el Pueblo y a él le es dado elegir su gobierno, y es la postura que a mí me gusta, aunque no es la única y es claro que no hay acuerdo al respecto. Sin embargo estas últimas dos paradojas exigen la asunción de las tres anteriores, que para mí son las más importantes. Incluso podría agregar una cuarta, a la que le bautizaremos como “Principio de Mala Fe”: La actitud del hombre es por defecto egoísta. ¿Por qué es una paradoja? Porque en toda decisión de sistemas de gobierno se trata de hacer que hombres que velan por sí mismos velen por los demás (1).
El error fatal de todos los proyectos sociales “utópicos” (es decir, que son estables y aseguran el bienestar de todos sus miembros) recae sobre la no-consideración de al menos las tres primeras paradojas y la última. Para poder construir una sociedad “teórica”, es decir, “en la mente”, es necesario que sus habitantes sean como piezas de ajedrez o personajes del Age of Empires; escuchen y obedezcan, y sean todos en calidad iguales. Y por eso mismo, la Isla de Utopía “no está en lugar alguno”.

Llamaremos “Crítica” de la Crítica Social a la consideración de las Paradojas. Una Crítica Social que se haga cargo de las paradojas y las enfrente en un marco teórico coherente será una Crítica Social Seria. Por otra parte, a aquella Crítica Social que 1) no considere explícitamente las paradojas ó 2) se desarrolle a partir de la aceptación arbitraria de alguno de los enunciados contradictorios contenidos en ellas será una Crítica Social Utópica y caerá dentro del grupo de aquellos divertimentos ociosos y fútiles que poco nos interesan, por su intrascendencia.
Vamos a poner de lado las Críticas Utópicas y nos haremos cargo exclusivamente de las Serias. Es tiempo de retomar la distinción hecha anteriormente entre Espectadores en Conciencia y Ciudadanos Activos.
Habíamos dicho que el Ciudadano activo carece de la imparcialidad teórica para emitir Crítica Social. Quiero aclarar un poco ese punto. La Imparcialidad de juicio nunca es total; lo que quiero decir cuando digo que el punto de vista del ciudadano activo es parcial, es que estadística y teóricamente, es posible esperar un mayor grado de arbitrariedad por parte suya, que participa y que ha discriminado a los “amigos” de los “enemigos”, que del espectador en conciencia. Y a su vez debo decir que el Espectador en Conciencia sólo hará Crítica Social Seria cuando evite él mismo incurrir en posturas egoístas (principio de Mala Fe) a la hora de fijar sus criterios de valoración (como las viejas malditas que reclamaban del Transantiago porque “antes la micro pasaba por la puerta de sus casas y ahora tienen que caminar dos cuadras”).
La Crítica Social sólo es Seria, y “arreglar el mundo” sólo tiene sentido cuando la discusión versa en torno a las paradojas y sólo circunstancialmente se refiere a la contingencia; dicho de otra forma, el dogmatismo y la desproporción conceptual corrompen la Crítica Social.
En este contexto, se hace ahora evidente el por qué es necesario el Espectador en Conciencia, y no sólo él, sino también el diálogo constante entre este último y el Ciudadano activo; la Crítica Social debe retroalimentarse, pues ella es variable. La primera conclusión que queda potencialmente descartada al rechazar la Crítica Utópica es la que apunta a que es posible conseguir una sociedad estable y que garantice el bienestar de todos sus miembros. Por lo tanto, es esencial que la Crítica por parte del Espectador en Conciencia atienda los problemas “reales” e inmediatos, y el Ciudadano Activo, desde el diálogo, busque solucionarlos. Por eso mismo es igualmente valioso el Ciudadano Activo, porque si todos fuéramos Espectadores en Conciencia no dejaríamos de mirar y reclamar pero tendríamos que acatar con impotencia los ires y venires que nuestros gobernantes, con mayor o menor Mala Fe, nos impusieran.
(Notar que no hablo en términos conductuales sino sólo descriptivos; mi Espectador en Conciencia no es paradigmático y su distinción del Ciudadano Activo es sólo metodológica).
La Crítica a la Crítica Social, ya se haga en los parámetros que yo he descrito o se replantee en otra dirección, siempre va a ser sana en toda discusión, como en general lo es todo análisis metalógico a lo que se discute. No en vano sigue siendo la Filosofía Política uno de los pocos campos todavía respetados y por consiguiente “rentables” de la disciplina... je.
Siempre, lo único que pido, es conciencia. Capacidad de autocrítica, consistencia argumental. La gente suele decir que soy cerrado de mente y llevado a mis ideas, y lo defienden con unos flamantes argumentos ad hominem. En todo caso este ensayo no es un encomio a mi persona ni mucho menos, pero decidí que, ante la marea, mejor es hablar del mar en lo alto de la montaña.
Recibiré, por lo tanto, con entusiasmo y agrado cualquier crítica a mi Crítica a la Crítica Social, siempre que se respete el nivel de abstracción.

Inti Målai Perdurabo

(1) A partir del Principio de Mala Fe debe ser posible -o así lo entreveo- redactar una Constitución que “espere” que sus gobernantes abusen del poder y lo institucionalice con el fin de controlarlo; lo que no deja de ser una apuesta interesante...

BIBLIOGRAFÍA: Todo lo que mencioné de Rousseau lo saqué del “Contrato Social”, mientras que lo referente a las paradojas de la tolerancia y la democracia están en Popper (aunque no necesariamente son de su autoría), de “Popper: escritos selectos”, compilados por David Miller.