lunes, 29 de diciembre de 2014

El mundo a través de mis ojos

"Now let your mind do the walking
And let my body do the talking,
Let me show you the world in my eyes..."

DEPECHE MODE


Hace unos seis meses pasé una experiencia muy entretenida con unos Testigos de Jehová. Contrario a lo que muchas personas piensan, los Testigos de Jehová no son como otros cristianos que se saben las cosas a medias y defienden su punto de vista con sentimentalismos baratos. En general me ha tocado la grata experiencia de descubrir que al menos éstos estudian muy en profundidad no sólo la Biblia sino también otros textos, y a veces, cuando no son muy viejos y no andan en grupos muy numerosos, se pueden sostener conversaciones bastante interesantes con ellos.
Ese día yo venía saliendo de una consulta médica y ya estaba atrasado para ir a una clase que, de todas formas, no me estimulaba demasiado, así que tenía toda una mañana para llenar. Ahí fue cuando dos jóvenes que al parecer tampoco tenían clases ni trabajo a esa hora me abordaron con una serie de complejas preguntas. Aunque estaba leyendo, consideré que la lógica paraconsistente seguiría ahí para cuando terminara, así que los invité a que nos apartáramos del paso de los transeúntes y comencé a responder sus preguntas.
Esa breve experiencia (cerca de cincuenta minutos de una mañana que no podría haber sido utilizada de mejor manera) fue sumamente grata para mí por dos motivos; primero, me recordó que detrás de todo intelectual mediocre siempre puede existir una persona con genuino interés en aprender y en cultivarse, y que muchas veces no es culpa de ellos mismos sino de quienes les enseñan y sobre todo, de quienes los felicitan más de lo que los critican (cosa que en los últimos meses he aprendido yo también a valorar); y segundo, porque me ofreció una oportunidad empírica y sumamente intensa (la charla no fue para nada superficial) de mirarme a mí mismo y darme cuenta de la consistencia que ha ido adquiriendo mi propio sistema de creencias.
Puede sonar como la cosa más pretenciosa del mundo, pero creo que no está tan mal alardear de algo que, a fin de cuentas, es mérito no heredado, sino que es el resultado de un profundo y cuidadoso trabajo.
No quiero decir que se me vaya la vida en construir mi visión del mundo, porque en un estudiante de filosofía puede aparecer como lo más cursi que hay. Pero, sin duda, durante los últimos... once años ha sido para mí, si no una preocupación o una angustia, sí un pasatiempo entretenido y una ocupación emocionante, esto de revisar una y otra vez las cosas que creo y preguntarme por qué las creo y en qué sentido alteran la forma en que me comporto.
“Once años” es mi cálculo más aproximado, porque en efecto creo que como a eso de los doce años tomé ciertas decisiones, empecé a leer ciertas cosas y me familiaricé con ciertas actitudes que de forma relevante sirvieron para constituir a la persona que hoy se presenta en mi nombre.
Las personas que me conocieron en esos años tal vez vieron con algo de humor mi paso desde el monoteísmo cristiano hacia el panteísmo, y de seguro con triste desilusión mi reciente paso desde el panteísmo hacia lo que primero llamé teísmo lógico y que hoy es, a secas, agnosticismo crítico. O cuando vieron que dejé de escribir poesía, que cambié la literatura maravillosa por la ciencia-ficción y que ya no revuelvo los estantes de esoterismo en las librerías (en busca de algún volumen de valor entre toda la porquería new age) sino los de ciencia (en busca de algún volumen de valor entre toda la porquería de divulgación) y los de filosofía (en busca de algún volumen de valor entre toda la porquería continental).
Por otra parte, quienes me han conocido más recientemente se sorprenden y han tenido la oportunidad hasta de burlarse por mi costumbre de preguntarle a la gente su signo del zodiaco o por leer las cartas del Tarot. Parece sorprendente, o tal vez sólo es un episodio aislado en una lenta transformación hacia el mundo real -me han dicho a veces- que una persona tan minuciosa en la lógica y tan crítica de las supersticiones (lo dicen ellos, no yo) todavía haga y diga cosas así. Cierto es que entre los filósofos analíticos que he conocido todos tienen alguna fantasía romántica que les calienta el corazoncito por las noches (la filosofía oriental, los videojuegos o el socialismo), pero lo mío es lo menos cercano a la seriedad y, por otra parte, lo más peligrosamente próximo a la estafa.
Es cierto que desde los quince años me dediqué a leer y estudiar con mucha más profusa atención y sincero entusiasmo todo lo relacionado al ocultismo, a la magia y a la religión comparada que cualquier otra cosa que tuviera que estudiar en el colegio. También es cierto que por mucho tiempo y en muchos contextos diferentes he defendido los fenómenos paranormales y las experiencias numinosas, los misteriosos poderes de la intuición y la precognición. Siempre he tenido respeto al concepto de Dios aun cuando no me afiliara a ninguna religión, y siempre me he cuidado de burlarme menos de Cristo que de los cristianos. Y todas estas cosas, al parecer, casan mal con mi predilección por los métodos empíricos de la ciencia, con mi afición por la lógica y mi defensa férrea del racionalismo y la visión crítica de las creencias de los demás.
Sin embargo, esta combinación tampoco es tan extraordinaria, porque es un hecho que hay personas en el mundo de la ciencia y de la filosofía que no abandonan sus inclinaciones románticas por lo místico y lo sublime, y tienen lugares comunes desde los cuales defender sus puntos de vista. Precisamente por eso al principio de este artículo mencioné mi encuentro con los Testigos de Jehová, porque ese día no sólo pude defenderme contra quienes piensan muy distinto a mí, sino todo lo contrario, hallé posturas que son muy parecidas a la mía pero fatalmente distintas, y es sobre aquellas que quiero escribirles hoy. ¿Por qué hoy? Tal vez haya cierto sentimentalismo en el hecho de que estoy terminando mi licenciatura y eso me hace sentir un poco más “filósofo”, pero quizás no, quizás es sólo porque hoy en la mañana leí las primeras ciento cincuenta páginas de un libro de matemáticas que me compré para Navidad (okey, no, me lo regaló el viejito pascuero) y tuve, como se dice, múltiples “experiencias religiosas”, que me hicieron volver a valorar lo hermoso que es el mundo visto desde mis ojos.

La simplicidad es signo de la verdad

Dicen que Albert Einstein dijo una vez: “Hay dos maneras de ver este mundo: pensar que nada es un milagro, o pensar que todo es un milagro” (vaya uno a saber si es cierto o no, después de todo, está en Internet...). Esta frase me gustó mucho en algún momento de mi vida, en un tiempo en el que, inspirado por la lectura de Crowley, estaba convencido de que todo acto de voluntad es mágico (un acto de MagicK), o que toda creación (cualquiera sea) es poética, inspirado sobre todo por mis malas lecturas de Huidobro y mi fascinación por el dadaísmo.
Más tarde, sin embargo, mi fría y calculadora cabeza me hizo notar un hecho nada despreciable, y es el que con algo de oscura parsimonia suelo enunciar así: “si todo, entonces nada” (no sé si lo saqué de alguna parte, pero al menos así está en mi cabeza desde hace algún tiempo).
Si todo es magia, entonces nada es magia. Si todo es poesía, entonces nada es poesía. Si todo es un milagro, entonces nada es un milagro.
Es, en definitiva, una aplicación de la navaja de Occam, instrumento mental maravilloso con el que vine a toparme sólo un par de años después de que mi “si todo, entonces nada” ya estuviera en mi cabeza (y fue decepcionante descubrirlo, porque quería decir que mi dictum en realidad no era un gran descubrimiento como yo pensaba).
Para los que no lo sepan, la navaja de Occam es un criterio de decisión racional que dice que entre dos explicaciones igual de buenas de un mismo fenómeno siempre la más simple es la correcta. El ejemplo del mismo Guillermo de Occam es la ilustración perfecta. Un día el señor Guillermo de O. notó que no encontraba su navaja en el lugar donde la había dejado. Entonces pensó: “puede haber entrado un ladrón a robarse mi navaja. O pude haberla dejado en algún lugar distinto sin que me haya percatado. Ambas posibilidades son igual de plausibles, pero ciertamente es más complicado pensar que entró un ladrón, por lo que la correcta debe ser la segunda” (esto por supuesto no debe entenderse como que, sin más, esa vaya a ser la explicación verdadera. Por supuesto que si fue el ladrón, entonces no es cierto que fue Occam quien perdió la navaja; pero en ese caso otras pruebas en su casa terminarán avalando la tesis del ladrón (por ejemplo, cuando luego de revisar todos los lugares conocidos de su casa no encuentre la navaja)).
Esto aplica maravillosamente bien, por ejemplo, en el caso de MagicK. Cuando Crowley dice que todo acto de voluntad es MagicK, y concluye luego que es indudable que la magia existe porque hacemos actos de voluntad todo el tiempo (cuando nos sonamos la nariz, por ejemplo), pues sí, es cierto, pero no ha hecho más que cometer una vulgar petición de principio. 
Aleister Crowley
 De igual forma, cuando más adelante explica que la única diferencia entre un acto de MagicK vulgar y un acto de MagicK ceremonial (el que incluye las velas y los bailes y, en su caso, probablemente alguna vejación sexual al asistente del rito) es que este último llama a concurso a los “espíritus” de los planos elevados. Esto lleva a otra vulgar falacia, mucho más sutil pero a la vez más difundida entre los pseudocientíficos (y sobre todo en los magos, bien y mal intencionados) que dice que sólo el éxito en la operación es garantía de que la operación misma fue exitosa. Ilustremos esto último con un ejemplo.
Yo quiero hacer una complicada operación para obtener el amor de una señorita que apenas me conoce (los actos de Magia suelen tener esta clase de objetivos, para todo lo demás esforzarse mucho o desembolsar dinero basta). Leo a cabalidad la forma de los ritos, consigo los materiales y en las noches que la astrología me indica propicias, hago una quíntuple invocación a la diosa egipcia correspondiente. Al final del ritual, se espera que la señorita la próxima vez que me vea se acercará a mí y me hablará, y que cuando yo le proponga un idilio amoroso ella se verá incapacitada a negarse. Bueno, dejo pasar el tiempo y veo qué pasa.
Resulta que la próxima vez que la veo, ella me saluda, pero no pasa nada. Todavía confiando en el rito, voy y le ofrezco que seamos amantes, con lo que me gano un buen merecido puñetazo en la cara o una patada en el entrepiernas, dependiendo del tono de mi propuesta. Enojado, concurro al grimorio utilizado para ver qué fue lo que salió mal.
Al parecer hice todo bien, pero si lo creyera sería un iluso, porque he pasado por alto uno de los más importantes teoremas de MagicK (de hecho, el tercero) según el cual, si no obtengo el resultado deseado, es porque hice algo mal, o la diosa invocada estaba de mal humor, o sencillamente no es mi destino tener a esa mujer. Como en el mundo de la magia el universo está poblado de seres caprichosos y omnipotentes, en realidad es poco lo que puedo hacer al respecto.
La falacia implícita en este argumento es evidente. Si el ritual A está destinado a causar B y B ocurre, entonces el ritual funciona; pero si B no ocurre, entonces no es que A no funcione, sino que yo hice algo mal. El ritual A es infalible, es cierto; pero da lo mismo hacerlo o no hacerlo porque no me da ninguna seguridad respecto a la ocurrencia de B, ya que sus motores están fuera de mi control; y por lo tanto, mejor no hacerlo (por navaja de Occam).
También funciona en el caso de la poesía. Mi ejemplo favorito viene, precisamente, de la poesía misma. En los manifiestos DADA Tzará da las instrucciones para escribir un poema dadaísta. Lo que hay que hacer es recortar las palabras de una columna del diario, ponerlas dentro de una bolsa y luego irlas sacando de a una y pegándolas en una hoja. Al final, en palabras del autor, “el poema se parecerá a usted. Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida por el vulgo”.
Tardé mucho tiempo en darme cuenta que esto no probaba que todo era poesía sino todo lo contrario, o en realidad, lo que se sigue lógicamente de esta idea, y es que en realidad, si todo es poesía, entonces nada es poesía. Puedo, en efecto, programar computadores para que escriban poemas sacando palabras al azar de un artículo escrito, pero eso no hará poeta al computador, ni a quien haya escrito el artículo. Ni siquiera yo, que habré programado al computador para hacer la tarea. En realidad, la poesía tiene que ser algo más que sólo palabras puestas una delante de la otra en renglones quebrados.
En realidad la crítica desde las vanguardias menos radicales que la de Tzará (que, a mi parecer, es la única que ve con claridad el problema) es hacia el academicismo teórico que, como en la cómica escena al principio de La Sociedad de los Poetas Muertos, intentaba hacer gráficos con la fuerza expresiva y la calidad estética del poema. Pero eso tiene la contrapartida no siempre sana de volver inútil toda crítica, y lleva a las personas mediocres a decir: “bueno, no es que yo sea un mal escritor (músico, filósofo, pintor, etc.) sino que los demás no comprenden mi poesía”. Yo en particular defendí una visión así en algún momento, y cuando me di cuenta de esto, bueno, dejé de escribir poesía.
De igual forma, cuando digo que todo es poesía, de alguna forma le quito a la poesía su valor. Porque si todo es poesía, entonces no es necesario que venga en renglones quebrados, ni siquiera que venga escrita. Pero entonces todo lo que todos hacen es poesía, y yo vivo dentro de un museo vivo de arte, pero precisamente por eso, todo lo que hacen los artistas en realidad no tiene ningún valor especial, sólo es una cosa más dentro del todo. Quizás a alguien esto le guste, suena lindo, pero no, un papel en el suelo no es poético, sólo es un papel en el suelo. Si yo lo miro y yo lo encuentro bello, y yo escribo una égloga al respecto, mi égloga puede ser poesía, pero la poesía está en mi égloga, no en el estúpido papel. La escena de la bolsa de plástico atrapada por el viento es hermosa sólo dentro de la película, afuera es sólo una estúpida bolsa de plástico atrapada por el viento. Si piensan con cuidado lo que estoy diciendo, se darán cuenta de que tengo razón.


Por lo tanto, cuando decimos que todo es un milagro, ¿exactamente qué queremos decir? Yo miro mi mano y me asombro de que exista, de que esté aquí, en lugar de la nada, y sí, realmente puede asombrarme, apenas por un momento y una vez en la vida, cuando me doy cuenta de ello. Pero ese asombro, ¿qué es lo que significa? Si todo en el mundo, si el mundo mismo es un “milagro”, ¿qué es un milagro? ¿existir? Si un milagro es sólo existir, entonces sí, convenido, todo es un milagro, pero ocurre que un papel en el suelo no es menos milagroso que el que una señora cure de cáncer de la noche a la mañana sólo rezando. No hay nada de especial en lo segundo que lo haga radicalmente diferente a lo primero. En realidad, si todo es un milagro, entonces paradójicamente todas las cosas que no existen serán las cosas triviales, las no-milagrosas, como los unicornios o los carpinteros que caminan por encima de las aguas.
Yo puedo tener una visión optimista respecto de la vida, respecto del cosmos y de la naturaleza. Pero no creo que existir sea un milagro, porque de hecho existimos. Y precisamente porque existimos, en realidad existir es lo más trivial de todo, lo menos extraordinario.

El diseño inteligente

Cuando, en Estados Unidos, ocurrieron los litigios legales por la enseñanza del creacionismo en las clases de ciencias naturales (una práctica nefasta que en algunos colegios de Chile también se usa) y los creacionistas -gracias a Dios- perdieron, sus “científicos” comenzaron a elaborar versiones más digeribles de sus doctrinas y crearon lo que hoy se conoce como la tesis del “diseño inteligente”. Este consiste, básicamente, en afirmar que la belleza de la naturaleza, las proporciones y el equilibrio ecológico son pruebas (vestigios) de la existencia de un diseñador inteligente que condujo todos los fenómenos físicos hacia su estado de máximo balance posible. Y ese diseñador inteligente es, por supuesto, el tatita Dios.
La tesis del Diseño Inteligente en realidad es más antigua. La verdad es que casi todas las escuelas esotéricas del mundo sostuvieron ideas parecidas inspiradas en lo mismo, los famosos “vestigios” (este es el nombre que utiliza San Buenaventura) en la perfección de la creación; cabría decirse que es la forma más simple de justificar algo que, de otra manera, no pasa sino por ser una acumulación absolutamente innecesaria de entidades (o al menos una) en nuestra ontología (suponer que existe un Dios... porque sí).
Este argumento me lo sacaron ese día los Testigos de Jehová, porque es de sus favoritos. Quienes lo sostienen se estrechan de manos y se sonríen, porque creen haber llegado a la prueba máxima de la existencia de Dios. Dicen, en efecto: “un mundo tan perfecto, con regularidades tan precisas, no puede ser el resultado fortuito de procesos aleatorios”. Luego sacan a colación varias teorías científicas que, con el sesgo suficiente, consiguen avalar su postura (como la segunda ley de la termodinámica). Pero yo les pregunto: ¿dónde dice que regularidades de alto nivel no pueden surgir a partir de procesos inferiores aleatorios y cambiantes? Y ellos responden: “es obvio, es imposible que un mundo tan complejo se haya formado completamente al azar por la interacción libre de partículas que se movían sin orden ni dirección”.
Su respuesta, por supuesto, es completamente falsa, y hace un tiempo encontré un ejemplo simple y elegante para demostrarlo.
Imaginemos una cuadrícula que se extiende infinitamente en todas direcciones (una hoja de cuaderno infinita). En ella puedo pintar algunos cuadrados. Luego, jugaré conmigo mismo a lo siguiente: en cada turno, revisaré todos los cuadrados que he pintado. Si un cuadrado en blanco está junto a tres cuadrillas pintadas, lo pintaré a él también. Por otra parte, si algún cuadrado pintado está junto a dos o tres cuadrados en blanco, lo borraré. El juego sigue por turnos, haciendo sólo esto, tanto como yo quiera.
Toda la óntica de este universo consiste en dos estados, pintado y no-pintado. Su física es absolutamente simple, sólo tiene dos reglas, y el estado inicial puede ser perfectamente aleatorio, si pinto aquí y allá sin preocuparme de lo que pasará cuando empiece a jugar.
Este sistema que he descrito fue propuesto por primera vez por John Conway en 1970, y se llama “el Juego de la Vida”. La razón de este nombre tan sugerente es que, cuando hacemos que un computador juegue y hacemos correr los turnos lo suficientemente rápido, vemos cosas como ésta:


El ejemplo, espero, es ilustrativo por sí mismo. Demuestra, en definitiva, que fenómenos de alta complejidad, estabilidad y hasta armonía estética pueden surgir de forma espontánea y no premeditada de reglas sumamente simples y ónticas sumamente reducidas. En particular, no es para nada imposible (aunque sí, ciertamente, asombroso, y en eso estoy de acuerdo) que a partir de una simple y casual singularidad física surja un universo completo en el que yo esté aquí escribiendo este artículo para ustedes, o estén ahora mismo ustedes leyéndolo.
Por lo demás, y como le dije a los Testigos de Jehová ese día, también hay que tener cuidado con la forma en que se toma razón de las apreciaciones estéticas. Muchas de esas experiencias que se aducen como “vestigios” no están tanto en la naturaleza sino dentro de nosotros mismos. Un buen ejemplo son los fenómenos óptimos estudiados por la psicología de la Gestalt.
Psicología de la Gestalt. En realidad, es nuestra mente
la que cierra las formas
 De igual manera, las proporciones áureas sólo se encuentran en las caracolas y en los girasoles si creemos, como los antiguos místicos, que los números son realidades subyacentes a la realidad y no son en cambio, como yo estoy dispuesto a sostener, un aparato conceptual que nos hemos fabricado para comprender y estudiar el mundo.
Esto de las proporciones áureas es bien sugerente, pero quisiera utilizar un ejemplo más sencillo, aunque ciertamente relacionado con él: la secuencia de Fibonacci. Como es mundialmente conocido hasta para los más incultos (luego de la popularidad de la película de El Código Da Vinci), la secuencia de Fibonacci se obtiene partiendo de 1 y agregando cada vez la suma de los dos números anteriores. Así, los primeros términos son:

1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55...

Y se puede seguir tanto como se quiera.
Algunas personas piensan que el hecho de que esta secuencia aparezca en el orden de los tallos de las plantas, en las medidas de una concha de mar o en la dirección de las dendritas de las hojas de algunos árboles es cosa que prueba que dichos números fueron colocados ahí por un ingeniero con muy poca imaginación, que utilizó un mismo esquema para fabricar todas las cosas. Esta idea está también íntimamente relacionada con otro mito new age, cada día más popular, que atribuye a la geometría fractal ciertos significados místicos por el hecho de “encajar” perfectamente con muchos fenómenos de la naturaleza.
Pero esto, nuevamente, es poner la carreta delante de los bueyes. O, por usar una comparación más elegante, es como el tirador que primero dispara las balas y después dibuja los blancos.
El hecho de que la secuencia de Fibonacci funcione muy bien en muchos casos de la naturaleza no es, realmente, más sorprendente que el hecho de que nuestro número cinco funcione tan bien que siempre sirva para contar conjuntos de cinco cosas. El hecho de que haya patrones en la naturaleza no tiene que ver (necesariamente) con la existencia de un plan divino, sino con el hecho científico demostrado y avalado por la experiencia de que las formas de vida y los procesos naturales en general pasan por procesos de adaptación, y que los medios en los que se enfrentan son diferentes en lo particular pero muy parecidos en lo general. Si es cierto que todos venimos de un antepasado común que fue acuático, eso explica bastante bien por qué tenemos ojos cóncavos. Lo mismo pasa con las plantas y con las piedras y con casi cualquier otra cosa sobre la tierra; es muy raro que alguna de las cosas que existen hoy, incluso las fabricadas por el hombre, no esté emparentada estructuralmente con ninguna otra, si al fin y al cabo venimos todos de las emisiones de gases de una enorme roca caliente girando alrededor de una joven estrella.
La única dignidad especial de la secuencia de Fibonacci sobre otras secuencias numéricas y otros modelos matemáticos es que resulta muy útil para observar una enorme cantidad de procesos. Nada de raro, puesto que su idea básica (toma los dos últimos resultados y agrégalos. Hazlo tantas veces como quieras) puede replicarse sin problema en infinidad de procesos recursivos, implementados en muchos, muchos soportes físicos distintos. Y no es raro que si una planta logra adaptarse al medio siguiendo un crecimiento ordenado recursivamente de acuerdo a dicho algoritmo, sus descendientes lo hagan también. Contra más primitiva es dicha planta, más plantas en nuestro universo conservarán ese rasgo, tan hermoso pero sobre todo tan útil para la supervivencia.
Fibonacci en las plantas
Pero incluso aceptando que los aducidos vestigios fueran, efectivamente, vestigios que hablan de la mano de un creador, ello no es suficiente para afirmar nada acerca de dicho creador. Identificar ese arquitecto universal con cualquier personaje de cualquier mito es un paso completamente ilegítimo; lo mismo podría tratarse de JHVH, de Odín, de Arceus o de Tuberculón el Terrible.
(El argumento del Diseño Inteligente tiene también mucho que ver con lo de las probabilidades que ya comenté en un artículo anterior de este blog. Algunas personas piensan que, como es altamente improbable que por el puro azar este universo tan perfecto haya llegado a existir, entonces es imposible que no haya sido creado por Dios. Pero este argumento es devastadoramente erróneo, y se debe a una comprensión incorrecta del concepto de probabilidad. Cada mano posible de doce cartas en el carioca tiene una probabilidad de 1 sobre 2.788.629.694.000.605 (un número ampliamente mayor que la cantidad de años que lleva existiendo el universo) de aparecer; pero el que sea improbable o muy poco probable no lo hace imposible, o tendríamos que aceptar que es imposible recibir cualquier mano de carioca, lo que es evidentemente absurdo).

Re-evolución

Y ya que sacamos a colación la evolución, vamos ahora a ese otro tema, que también suele causar polémica entre creyentes y cientificistas (yo no me considero ninguno de los dos, recuérdese). Se ha dicho en algunas ocasiones, y yo no lo percibí como un error sino hasta hace muy poco tiempo, que la evolución bien podría ser “la forma en la que Dios creó a las especies”; esta por supuesto una forma bastante vulgar y poco ingeniosa de salvar el problema y darle pega al tatita Dios. Esto es en esencia como decir que la Evolución creó a las especies y Dios creó la Evolución (como si “Evolución” fuera el nombre de una deidad menor).
Aquí viene bien al caso una anécdota que ya conté en otro artículo de este blog. Escuché un día a un periodista que estaba en un zoológico decir lo siguiente: “Las cebras tienen rayas gracias a un proceso evolutivo que les permitió esconderse de los depredadores”. Debo haber escuchado muchas veces frases como esa, pero sólo en ese momento (hará más o menos un año de eso) me di cuenta del profundo error conceptual que implicaba. Así como está enunciado, pareciera ser que el proceso evolutivo fue para que la cebra pudiera esconderse de los depredadores. Es como si hubiera habido, en la aparición de las rayas, un acto de voluntad, o al menos de intencionalidad, que quiso procurarle a la cebra un camuflaje.
Esto me demostró con prístina claridad por qué, aunque la evolución se enseña en los colegios y suena mucho en nuestro medio, la gente no logra imaginarse cómo funciona y sólo aprende que el mito del Génesis se reemplaza por una salvaje carrera por la supervivencia a lo largo de los eones. Desde este punto de vista hasta el error de creer que la evolución fue inventada por un diseñador inteligente hay sólo un pequeño y no tan descabellado paso, como resulta evidente.
El error está, como podrán haber adivinado, en la forma misma en que se ha enunciado la oración. Los “procesos evolutivos” no describen transformaciones uniformes y direccionadas, como podría ser el paso desde un Charmander hasta un Charmeleon. El concepto de “proceso evolutivo” es de alto nivel, describe cambios en la especie, no en los individuos. Así, no puede decirse:

“La cebra tiene rayas para protegerse de los depredadores”

Sino esto otro:

“La cebra tiene rayas porque a las que no tenían rayas ya se las comieron”

Este hecho es crucial. En realidad el hecho de que la cebra sea el resultado de un proceso evolutivo implica necesariamente que no hubo un plan de cebra, una idea de cebra preconcebida al comienzo del desarrollo universal, de la misma forma como no hay, a lo largo de la vida de una persona, uno solo de sus momentos, de sus cualidades físicas o sus estados de ánimo, que pueda decirse que es su ser-en-totalidad. Todo en el universo se transforma, la permanencia sólo es relativa al poco tiempo que tenemos para mirar, pero todo en la naturaleza seguirá inevitablemente su curso igual como todos nosotros; igual como yo, que hace seis años creía en el Diseño Inteligente y hoy lo rechazo enérgicamente.

El Dios de los agujeros

El último subterfugio del romanticismo teísta está en esta última afirmación, increíblemente oscura y nada inspiradora: “al final tienes que reconocer que la ciencia no lo sabe todo. Hay cosas que nunca llegará a saber. Ese misterio eterno es Dios”.
En primer lugar, yo no creo que la ciencia sea una sola institución, un dogma que viene a instalarse sobre otro dogma. La ciencia es una ocupación, una forma de enfrentar algunos problemas y de explicar las cosas, una actividad que nos descubre ciertas cosas acerca del mundo que nos rodea y que nos permite comprenderlo mejor. Yo no creo que la ciencia lo “sepa” todo, porque en realidad la ciencia no “sabe” cosas, la ciencia no es un nuevo dios artificial que estemos intentando entronar en el lugar del antiguo Señor de los Ejércitos. Siempre me ha parecido que confrontar a la ciencia con la religión es, por esta misma razón, un error categorial; es casi como querer comparar a los buenos modales con la literatura fantástica. Sencillamente no hay categorías comunes donde contrastarlas.
Pero entonces vienen y me dicen: “¿Pero qué dices? ¡Si la ciencia y la religión sí se invaden una a otra, desde el momento en que la ciencia con sus teorías pretende decir algo verdadero acerca del mundo, y rechaza por consiguiente la verdad revelada de las sagradas escrituras!”. Bueno... sí y no. Tomemos por ejemplo la ley de gravedad. Yo creo que la “ley” de gravedad es verdadera, pero no porque la ciencia, la institución científica respaldada por las sacrosantas academias de física del mundo, lo haya prescrito. Yo creo que la ley de gravedad es cierta porque sé lo que dice, porque he visto el universo y porque creo que sí, que en realidad explica de forma uniforme e integral una serie de fenómenos que me llaman bastante la atención, como por ejemplo que las cosas caigan. ¿Y el Big Bang? Bueno, no lo sé, pero confío en que si hombres tan inteligentes consideran que es una buena explicación del origen del tiempo y del universo, bueno, tendrán sus razones. Pero, ¡cierto! Se me olvidaba, esa idea choca con la versión de la Biblia. Bueno, no lo sé, un día conocí a un niño que defendía que el universo se expandía para poder comprar muchos juguetes. Es una hermosa idea, pero creo que los físicos deben tener más razones que él para sostener sus ideas.
Si nos olvidamos del principio absolutamente caprichoso de creer que las Sagradas Escrituas son ciertas porque un Dios las inspiró, veremos que ninguna de las tesis defendidas allí (al menos en lo concerniente al mundo y la naturaleza) puede sostenerse por sí sola. Ni siquiera las crónicas de los pueblos son acertadas, y se supone que las escribieron personas que vivieron esas cosas en carne propia. No hay ninguna prueba arqueológica o histórica, en la crónica de Egipto o de Roma, que avale muchos de los hechos mencionados en los dos Testamentos; para qué hablar del relato del Génesis, tan fantástico como cualquier otro mito creacional de cualquier otra cultura. Razón de sobra para creer que incluso en esas cosas hay errores sustanciales.
Bueno, después salen con otra que es muy divertida: “es que la Biblia es un libro para iniciados. Lo que tú tienes que hacer es leerla de tal forma que desaparezcan todas las contradicciones e inconsistencias, y allí comprenderás su verdadero sentido”. ¡Muy bien! ¡Otra petición de principio! Esto es casi tan absurdo como decir: “en esta sopa de letras está escrito el nombre de tu madre. Si ordenas las letras de tal forma que den el nombre de tu madre, entonces verás que era cierto lo que yo te decía”. Salvo que a la sopa de letras le falte una letra o no tenga suficientes repeticiones de cada una, veo difícil que eso pueda no ser cierto.
Esta idea de que Dios es todo lo que la ciencia no puede explicar, o que es lo que nunca explicará, es una versión más bien disminuida y bastante patética del Dios omnipotente y creador de todo lo que existe. Incluso yo, que en algún momento tuve una idea de muy alta calidad de Dios, lo considero ofensivo. El “Dios de los agujeros”, como se le ha llamado recientemente, la idea de que Dios permanece en lo oculto, en el amor o en la sinceridad, es como vestirlo de mendigo y confundirlo entre una multitud para que no lo tomen preso.

El mundo a través de mis ojos

Pese a todo esto, yo no vivo en un mundo frío regido por las macabras leyes implacables y poco románticas de la ciencia tal como éstas suelen ser presentadas por los fanáticos religiosos y los corazones sensibles. Siempre me ha dado un poco de pena cuando veo que personas de espíritus encantadores e inquietos se quedan estancados y toman los caminos más fáciles hacia las respuestas menos racionales, utilizando argumentos a medio camino entre el sentimentalismo y la soberbia poética. Es como si creyeran que un mundo de números es un mundo triste y sin color; pero se equivocan. El mundo a través de mis ojos es, en realidad, mucho más hermoso de lo que ellos piensan.
Así como yo lo entiendo (de acuerdo a su primera definición), ser agnóstico significa no aceptar nada acerca del mundo sin antes mirar al mundo; mirar siempre dos veces, desconfiar siempre de toda doctrina extranjera, de toda verdad demasiado clara o demasiado evidente. En definitiva, nunca comprar un sistema de creencias prefabricado sino darte siempre a la misión de construirlo con tus propias manos sobre el terreno firme de tu experiencia y tus sentimientos.
Por eso, como les decía más arriba, estoy realmente muy conforme con el sistema de creencias que al cabo de todos estos años he diseñado; porque ha sido el fruto cuidadoso de una muy ardua reflexión y contrastación. Por supuesto, no son respuestas lo que tengo, no he reemplazado dogmas por otros dogmas, sino más bien he ampliado mi perspectiva y he aprendido a mirar las cosas de una forma diferente, más integral, más realista. Precisamente, y al igual que hice ese día con los Testigos de Jehová, me permitiré compartir con ustedes algunas de las más bellas imágenes de mi visión, a ver si logro convencerlos o no de las maravillas que me rodean.

Hay un antiguo precepto filosófico y esotérico que manda que “todo es uno”. A lo largo de estos años he comprendido esta unidad de maneras más bien diversas, primero en su sentido más vulgar y superficial, es decir, que todas las cosas son una sola cosa: todo es mental, todo es poesía, todo es magia, todo es un milagro, etc. Sin embargo, con el paso del tiempo he ido decantando esta idea y he llegado a una versión un poco más sofisticada, y que sería ésta: “sólo hay una naturaleza, una misma realidad y una única forma de verdad detrás de todas las apariencias”.
Así fue como comprendí finalmente el primer principio de Levi, que durante años leí y que sólo hace poco llegué a comprender: que lo sobrenatural no existe, y que lo “paranormal” es sólo una forma arbitraria de llamar a fenómenos con los que no tenemos costumbre (que no son, en definitiva, “normales”). Con sus bellas palabras, él lo dice así: Creo que una misma verdad se oculta bajo todos los símbolos.
Esta idea puede parecer banal, pero en realidad es muy importante. En primer lugar, obliga a rechazar toda forma de dualismo: entre lo mental y lo corporal, entre lo sutil y lo concreto, entre lo físico y lo espiritual, etc. Así, no es posible que las leyes de la física operen en algunos ámbitos y no en otros; no es posible que haya leyes de la ciencia oculta y leyes de la ciencia normal; y no es posible, en definitiva, que por el “interior” de las cosas corran energías o fantasmitas que la ciencia no pueda (ahora o en algún momento) llegar a ver.
El surgimiento de la diversidad a partir de la unidad, el orden a partir del caos, ha sido uno de los misterios más oscuros a los que me he enfrentado, y la respuesta que creo tener para él (la hipótesis hasta ahora no refutada) es una de las cosas más hermosas con las que me he encontrado.
Un poco más arriba mencioné el ejemplo del Juego de la Vida de Conway. Expliqué allí que se trata de un sistema muy simple, que puede evolucionar rápidamente hacia la complejidad. Esto es, en esencia, lo que ocurre también en un computador, donde un bajo nivel compuesto por circuitos que tienen sólo dos estados de transición (encendido y apagado) pueden configurar fenómenos de alto nivel como los bordes de las pantallas que vemos o la forma del cursor con el que pinchamos botones en nuestro escritorio.
La forma en que los niveles se montan unos sobre otros puede ser múltiple. No hay una sola forma de que la reducción ocurra, como tampoco hay una sola forma de modelarla. Otra idea maravillosa que conocí leyendo el fantástico libro de Douglas Hofstadter es la de jerarquía enredada; es decir, cuando esta construcción desde los niveles inferiores hacia los superiores no ocurre en una sola dirección, y se dan bucles circulares, parcialmente circulares o extraños.
Yo no sé cómo se conforma la naturaleza ni creo estar seguro de cuál de las opciones hasta ahora considerada sea la más acertada. No estoy seguro de que haya una partícula última, simple e indivisible con la que estén hechas todas las cosas; bien podrían darse en los niveles inferiores jerarquías enredadas o recursiones infinitas, y nuestro mundo podría ser entonces un abismo reductivo sin fin (opción que, en lo personal, me parece muy atractiva).
Por otra parte, la reducción tampoco implica necesariamente, como algunos creen, determinismo (esta idea también la aprendí leyendo a Hofstadter). Que un nivel A se reduzca a un nivel B quiere decir que todos los fenómenos del nivel A pueden ser descritos usando el vocabulario teórico del nivel B (como ocurre, por ejemplo, entre la biología y la química); pero que un nivel A esté determinado por un nivel B quiere decir que todos sus fenómenos pueden ser explicados con el vocabulario teórico del nivel B. Y hay una enorme diferencia entre describir y explicar.
Una partida de ajedrez está regida por las reglas del juego pero no determinada por ellas; con las reglas del ajedrez puedes describir una jugada genial de Kasparov, pero no puedes explicarla, mucho menos predecirla. De igual manera, yo creo que aquellos fenómenos que llamamos “mentales” se reducen a fenómenos bioquímicos y fisiológicos, pero no creo que estén determinados por ellos; no creo que haya una manera de predecir, mirando sólo las configuraciones neuronales de una persona, qué decisión tomará respecto a cualquier asunto, incluso el más trivial, en un futuro lejano o cercano. Pero tampoco creo que esto nos obligue a aceptar que lo “mental” es esencialmente distinto de lo “corporal”. En realidad, todos los fenómenos son corporales, porque todos los fenómenos son físicos, porque la palabra física viene del griego físis, que significa naturaleza. Y la naturaleza es una sola.
De esto se sigue también que, si el alma es el piloto inmortal del cuerpo físico, entonces yo no creo en el alma. Pero ciertamente que la “experiencia de la conciencia” (como diría Hegel) es de las cosas más seguras y más extrañas que me han pasado en la vida. Sea lo que sea eso que está ahí cada vez que digo “yo” u oigo hablar de mí, esa cosa a la que a falta de un mejor nombre llamo “mi alma”, es indudable que algo es, seguramente de un nivel muy alto en la jerarquía, y tratar de explicarlo es todo un desafío, y acaso el más trascendental de todos. Pero a pesar de eso no soy más -y no me avergüenza decirlo- que un enorme y complejo cúmulo de información.
La información. ¡Ah, otro de los grandes misterios! No en vano Gregory Bateson afirmaba que la cibernética (la rama de la matemática que estudia los problemas relacionados con el flujo e intercambio de información) es el más grande mordisco que la humanidad ha dado al Árbol del Conocimiento en los últimos dos mil años. Al lado de la cibernética las viejas teorías del animismo y el vitalismo son fantasías pueriles; todo (todo, ¡todo!) contiene información, todo porta información, todos los procesos de la naturaleza están saturados de intercambios de información, pero ella no es ninguno de los elementos que participan de dicho intercambio. Cada parte del sistema contiene información acerca del sistema completo, y a la vez el sistema completo contiene toda la información de todos sus constituyentes. Pero la información en sí no está en “sentido físico”, no es un gasparín sutil ni una huella en el áura de las cosas, ella está sin estar, es a la vez origen, medio y resultado de la abstracción.
El silbido de la tetera contiene información acerca de la temperatura del agua, la transmite, hace posible que el complejo intercambio ocurra en el acto altamente sofisticado de hacerse un té, pero nada en el sistema (ni el vapor, ni el agua, ni la cocina ni la forma del pito, ni las leyes que describen el calentamiento de los cuerpos, etc.) es la información, y sin embargo, ella está en todas esas cosas, todas ellas la rebosan. La cibernética es la forma más cuerda y racional de aproximarnos a la locura del holismo: a la comprensión de que todo, al fin y al cabo, está contenido en todo.
Si el alma es información, no es descabellado pensar que esta información se transmita de un lugar a otro dentro del sistema complejo en el que el cuerpo participa, que es el sistema del mundo real completo. Cuando un cuerpo muere, ¿qué ocurre con esa información? ¿Se pierde? ¿Se dispersa? ¿O se transmite, alimenta otros canales y se copia imperfectamente en otras partes del complejo? Yo creo en la reencarnación, si se me concede que en realidad nada se está reencarnando: cuando leo un libro, ciertamente que es su autor quien me habla, a través del tiempo y del espacio. Esas palabras, que son las suyas, es parte de la misma información que conformó su alma. A veces siento que mi vida es sólo un capítulo en el registro de un ser mucho más complejo, de un alma que mira mi vida como un episodio en su propia vida más grande, más larga e infinitamente más complicada que la mía. Y en cierta forma, yo soy también él.
Aprendí una vez, en un sueño (esas fantásticas experiencias que a veces tanto pueden enseñarnos de nosotros mismos y de los demás) que los fantasmas son nostalgia líquida. Información recogida por sistemas más amplios, fragmentos de almas registrados de forma imperfecta en los muros de una casa, en las pertenencias de un difunto, en sus cartas, en sus tesoros personales. Cada día, por mi casa, el fantasma de mi abuelo camina en las fotos, en los sillones, en la disposición de los muebles; en la forma en como mi abuelita, todos los días, se acuerda de él.
Si todas las cosas son una, no hay manera de que haya ciencia de lo sobrenatural; una y la misma ciencia debe explicar todos los fenómenos de la realidad. A lo largo de los últimos años me he convencido de que la ciencia moderna y la magia son una y la misma cosa en estadios distintos de su evolución; en definitiva, el intento sistemático de descubrir los motores ocultos de la naturaleza para aprender a utilizarlos a nuestro favor. El tránsito desde la analogía hacia la causalidad es quizás el único cambio estructural que debemos aducir para que, estudiando con cuidado ambos lados de la línea, se descubra que ella es continua. La medicina moderna es, en sus aplicaciones más nobles, sólo una forma perfeccionada de la ciencia maravillosa de Paracelso.
Mi concepción de la magia ha crecido desde la confianza ingenua al optimismo crítico que hoy defiendo y que, en esencia, consiste en esperar obtener de las doctrinas del ocultismo perspectivas novedosas o no consideradas de ciertos aspectos de la realidad. Si pregunto a la gente por sus signos del zodiaco no es porque crea en la Astrología, sino porque me interesa el estudio de ciertos fenómenos que (con algo de pompa) he llamado anastrológicos (de la horrible palabra “Anastrología”, que es algo así como “astrología sin estrellas”), esto es: la forma en que las caracterologías y otras categorías de la astrología pueden usarse de manera abstracta para modelar fenómenos complejos como, por ejemplo, las relaciones personales. (Por supuesto, desde este enfoque pedir la fecha es inocuo, y suelo hacerlo sólo como una humorada).
Lo mismo puedo decir de la adivinación. Mi pasaje menos favorito de Levi la primera vez que lo leí es hoy mi favorito, porque me demuestra que detrás del “último mago de Europa” había un hombre sumamente inteligente y sumamente sensato; se trata de un capítulo de su Gran Arcano (libro escrito hacia el final de su vida) en el que rechaza todos los métodos de adivinación como supersticiones superfluas (algunas hasta dañinas) y proclama el único auténtico método de adivinación: la analítica, tal como la presenta Poe al comienzo de Los asesinatos de la Rue Morgue. En un poema llamado Tarot lo puse en estos términos: “el que lee en los ojos de lo evidente es capaz de descubrir el porvenir”.
Esta es, para mí, la gran verdad detrás de la adivinación; una verdad que, sin embargo, no está menos cargada de maravillas que la “tradicional”. Yo todavía leo el Tarot y cobro por ello, y sin embargo no me considero un estafador, porque de hecho puedo ayudar y he ayudado a mucha gente. No sé cómo funciona, no sé qué es exactamente lo que pasa allí, pero en la dinámica de la lectura ocurren cosas que ponen cierta información de manifiesto; me gusta creer que las cartas del Tarot son como las manchas de Rorschach o las fórmulas de un lenguaje lógico: un espejo de la realidad, un lenguaje vacío capaz de decirlo todo, una puerta hacia el interior de uno mismo donde sacar a relucir lo que, en el fondo, el consultante ya sabe pero no se atreve (o no quiere) reconocer.
¿Puede el adivino predecir el futuro? No más que un meteorólogo. Ambos métodos son el mismo, sólo que mientras uno mira al cielo, el otro mira en el interior del alma.
Es por todas estas cosas que soy, también, tan férreo opositor y proscriptor de la falsa brujería, de la superchería y la charlatanería que existe en el medio. No basta con creer para poder ver; la intuición, que en definitiva es lo que determina el talento en este arte, debe ser entrenada y disciplinada por la teoría, por la práctica pero sobre todo por la racionalidad que busque y destruya el intento de auto-engaño siempre que él aparezca. A fuerza de no querer engañar a los demás tuve que aprender a no engañarme a mí mismo, y eso me llevó a revisar todos los sistemas de adivinación que quise dominar para ajustarlos a mis propios estándares. Hasta la fecha sólo la cartomancia ha pasado las pruebas. Mi idea de la magia es una magia no mística, no iluminada, una magia crítica, una auténtica magia blanca, porque es ésta (y sólo ésta) la que puede estar segura de nunca herir a los demás.

Finalmente...

De lo que siempre quiero cuidarme es de estar tranquilo. De un día conformarme con una respuesta, y dejar de buscar, dejar de dudar, dejar de poner a prueba todo lo que creo. Temo equivocarme, pero más temo un día no poder equivocarme. Mi gran lección de estos últimos años, dentro y fuera de la filosofía, es ésta: nunca rechazar ninguna idea sin probarla primero, sin revisarla o analizarla, pero tampoco aceptar una idea sin haber hecho lo mismo. Creo que la realidad siempre puede sorprendernos, que el mundo siempre es un poco más grande de lo que nosotros pensamos. Creo que los niveles en que se estructura la realidad son infinitos, que los fenómenos y los procesos son interminables, creo que nunca dejaremos de aprender. He vivido cosas extrañas en este viaje, he atisbado el amor y el odio, me he estremecido con la música, con la literatura y el cine y me he quitado el sombrero ante la belleza; y espero ver, sentir y preguntarme acerca de muchas cosas más todavía, en un viaje que, en definitiva, recién comienza. El trayecto que llevo ha sido hermoso, y espero que nunca se termine.

Una pequeña bibliografía sugerida

Les voy a compartir algunos títulos que de una forma u otra han influido en las ideas que expuse en este artículo. Están en el orden que yo los leí. Espero que, si cualquiera de ellos cae en sus manos, puedan leerlo con detenimiento y aprender de él tanto como yo lo hice:

El Gran Arcano o el Ocultismo Revelado de Eliphas Levi.
El Reencantamiento del Mundo de Morris Berman.
Gödel, Escher, Bach: un Eterno y Grácil Bucle de Douglas Hofstadter.
El amanecer de los Magos de Louis Pauwels y Jacques Bergier. (Traducido a veces también como “El despertar de los brujos”).
El Concepto de lo Mental de Gilbert Ryle.
Ciencia y cordura de Alfred Korzybski (no traducido (que yo sepa) al español; en inglés se llama Science and Sanity).
El hombre anumérico de John Allen Paulos (mi regalo de Navidad).

Por otra parte, no hay mejor manera de “encantarse” con la magia de la ciencia moderna que leyendo a los científicos mismos; recomiendo a tales efectos estos dos fabulosos libros:
La Tragedia de la Luna de Isaac Asimov.
Contacto de Carl Sagan.

Créditos

El ejemplo de la mano de cartas se lo tomé prestado a Paulos.
El ejemplo del ajedrez se lo tomé prestado a Ryle.



Inti Målai Perdurabo