miércoles, 9 de mayo de 2012

InZania (ó el Nuevo Mundo Feliz)


En The Truman Show (esa espectacular película interpretada por Jim Carrey y dirigida por Peter Weir) vemos una curiosa entrevista al genio creador y director de la utópica y diabólica Seahaven en la que vive Truman:
ENTREVISTADOR: “¿Por qué cree que Truman nunca acierta a descubrir la verdadera naturaleza de su mundo?”
CHRISTOF: “Aceptamos la realidad del mundo que nos es presentada”.
¿Por qué Christof, si sabía que Truman “aceptaría la realidad del mundo” que él le presentara, lo pone en una grotesca variante del mundo real?
La pregunta surge de nuestro propio mundo: los reality shows más exitosos suelen ser aquellos en los que los participantes son llevados a condiciones extremas o fantásticas; significan una forma de evasión para el espectador. Pero no es cierto que la propia película no entregue una respuesta: “Ya nos hemos cansado de ver a actores que nos transmiten emociones falsas, estamos cansados de fuegos artificiales y efectos especiales. Si bien el mundo en que habita Truman es falso, él no tiene nada de falso. Ni guiones, ni apuntes. No siempre es Shakespeare, pero es auténtico. De esta manera se sustenta todo un canal”.
¡Curiosa paradoja! Sólo en la más grande mentira es posible mostrar al hombre más puramente auténtico, más puramente real. Christof afirma que “No sólo nos proporciona un vislumbre de la verdad, sino un vislumbre de nosotros mismos”. El mundo que vive Truman es un brave new world; cuando ya está a punto de salir, el creador de Seahaven intenta todavía convencerlo: “Truman, no existe más verdad ahí afuera que en el mundo que creé para tí. Las mismas mentiras y engaños. Pero en mi mundo no tendrás nada que temer”.
Pero volvamos un poco atrás, a una frase que destaqué en el párrafo de más arriba. “De esta manera se sustenta todo un canal”. Y un poco más adelante: “...como el programa se emite durante veinticuatro horas al día sin cortes publicitarios, todos sus asombrosos beneficios proceden de la publicidad indirecta”. Y Christof responde inmediatamente después: “Sí, todo cuanto se ve en el programa está a la venta, desde la ropa de los actores y los productos alimenticios, a las propias casas donde viven...”
¡Bingo! ¿De qué otra forma podría haberse sustentado este programa, si el mundo presentado no hubiera podido ser un descomunal mostrador? Y ésta es, para mí, la respuesta definitiva a mi primera pregunta.
La película busca en cierta forma mostrarnos a un Christof que es algo más que un titiritero o un Gran Hermano; nos conduce a creer que es una suerte de artista con poco sentido de la ética y una idea descomunal con mucho presupuesto disponible. Pero quitemos de en medio a este Christof y centrémonos exclusivamente en el Truman Show (“True-man Show”; “Reality Show”). ¿Cabe preguntarse si es posible concebirlo, sin tener a la cabeza un romántico buscador del actor sincero?
El programa genera riquezas iguales al “producto interno bruto de un pequeño país” (algo que para cuando el guión se escribió debió sonar espectacular, pero hoy no es ninguna maravilla considerando lo pobres que son los pequeños países y lo ricos que son unos cuantos zoquetes en el primer mundo); pasa publicidad todo el día, en una vitrina cambiante que es capaz de exhibir sin conflicto todas y cada una de las marcas de todos los rubros imaginables, desde comida chatarra hasta soda cáustica; y lo mejor de todo: Ilustra de una forma vívida y grotesca lo feliz que puede ser la vida en el seno de la sociedad capitalista.
Seahaven es un comercial de “Papel Confort” de veinticuatro horas por trescientos sesentaicinco días del año; una pesadilla. Y sin embargo, ¡tiene récord de audiencia! ¡La gente deja prendida la televisión mientras Truman duerme! ¡Pero claro que no necesita a Christof! ¡Cualquier canal de televisión (partiendo por Canal 13) querría tener al aire semejante mina de oro!
En mi opinión The Truman Show es la crítica más hermosa y más despiadada a la cultura (si se le puede llamar tal) televisiva de nuestro tiempo. Es la pesadilla del mundo feliz, y no porque sólo “finja” mostrarnos las falsas maravillas de la sociedad de consumo, sino porque allá adentro hay un pobre weón que se lo cree.
Ahora ejercitemos un poco la imaginación y traslademos Seahaven a nuestras ciudades, por ejemplo a Santiago de Chile, a menor escala, sin cámaras de televisión, no como un escenario gigante sino como un parque temático. Un parque temático donde todo está a la venta; donde cada puerta, cada ventana, incluso el suelo que pisas es una marca comercial. Donde, al igual que en el mundo de Truman, la sociedad de consumo es perfecta: la gente trabaja feliz, no hay sindicatos ni derechos laborales, todos reciben sueldos que pueden invertir en consumir lo que sus vecinos y amigos venden en la puerta del lado. Una ciudad sin barrios residenciales: todo está destinado al trabajo, a la producción y al flujo de dinero. Y como guinda de semejante torta: es para niños.
Damas y caballeros, este Seahaven no es sólo una elucubración macabra de mi mente, es real, se llama KidZania y abre en Santiago de Chile durante este año 2012. No en el centro, no en La Florida, sino que en el corazón comercial de Las Condes: El parque araucano. Un mundo a pequeña escala donde sus hijos (o los hijos de los padres que podrán pagar la entrada) aprenderán el valor del dinero y del trabajo. Desde chiquititos. Para que tengan las cosas claras desde abajo. “Para que sepan cómo es el mundo real”.
El proyecto no es para nada nuevo; nació en México en 1999. Curiosamente, coincide con la fecha en que el parque temático más hermoso que ha tenido Chile, “Mundo mágico”, cerró sus puertas para siempre. Y hoy, doce años después, ya se preparan las nuevas minoritarias generaciones para recibir lo último en entretención fictiva: una figuración en miniatura de cómo debe ser el mundo en el que vivir es perfecto.
Son los mismos niños que ven Disney Channel y que piensan que para ser estrella de rock no necesitas talento, ni esfuerzo; sólo tener una buena pinta y esperar a que un productor inescrupuloso te descubra. Los mismos niños que entrarán a estudiar a universidades privadas porque “no se van a paro”; los mismos niños que quizás participen de las pastorales de los colegios y vayan a hacerles casas a los pobres porque “no tuvieron la misma suerte al nacer”. Los mismos niños que se casarán por la Iglesia y manejarán autos lujosos (como los que pueden manejar en KidZania) desde su casa hacia el trabajo.
Y ante este espectáculo uno calla, ríe por lo bajo, y luego -no queda otra cosa- reflexiona.
Durante el régimen nacionalsocialista en Alemania existía algo llamado las Hitlerjugend (juventudes hitlerianas); una especie de programa para niños parecido al de los scouts donde los jóvenes alemanes aprendían los valores del liderazgo y la camaradería, el goce de la vida al aire libre, la disciplina y la obediencia, y los principios morales del pensamiento nacionalista. Algo parecido vemos en 1984 de Orwell, donde los niños eran adiestrados en el amor al Gran Hermano y así el Estado se proporcionaba una manera de vigilar a sus ciudadanos desde su propia casa.
La Hitlerjugend era maravillosa; los niños pasaban tiempo de calidad en la montaña y hacían grandes amistades. En KidZania pasa algo similar, sólo que está en la falda de una montaña y debajo de un galpón.
Se podría argumentar: “Las Hitlerjugend enviaron a niños a una muerte segura al frente; y les enseñaron cosas execrables para la moral cristiana y civilizada del mundo libre, tales como el racismo y la violencia”. Yo respondo: “No lo matará a él, pero disparar y acaparar riqueza son sólo dos maneras diferentes -una más directa que la otra- de matar al prójimo. Y si hablamos de racismo, y si hablamos de violencia, no darle la mano al empleado o no darle trabajo al chico de pelo largo son, de ellos, las formas más despiadadas que conozco”.
Donde ellos ven -o quieren ver- líderes emprendedores, yo veo futuros ricos despiadados e inescrupulosos. Viejos de mierda de esos que no necesitamos más en este país, los unos ocupando cargos políticos, los otros ganando plata en lo alto de una oficina con vista a la cordillera.
Y sin embargo, quiero creer que no es intencional; quiero creer que en estos doce años nadie se ha dado cuenta de lo que KidZania significa; quiero creer que no es cierto que esto está hecho y pensado en vistas a lo único que veo cuando observo lo que KidZania significa, y que aquí denuncio.
Quiero creer que esto es una consecuencia histórica, es sólo un síntoma más de la enfermedad social que asola a Chile y que se llama Liberalismo; quiero creer que el mercado hizo su elección ciega, que todo esto es sólo la consecuencia lógica del mismo proceso que lleva a los hombres de negocios a decir que “este podría ser uno de los mejores países del mundo”. Quiero creer que en sus pequeños y limitados cerebros existe la ingenua y ridícula convicción de que KidZania es un inocente parque de diversiones.

Es curioso notar que los Kidzos (el dinero que se maneja al interior de KidZania, similar a la plata de papel que viene con los monopoly) traen impresos los “derechos del niño”. Pues bien, aquí les dejo uno que se les quedó en el tintero: Dejen que los niños sueñen. ¡NO! Con ser doctor o policía. ¡Maldición, de esos ya tenemos tantos! No; permitan que nuestros niños sueñen con mundos hermosos, con mundos llenos de magia, con mundos llenos de seres fabulosos y piratas del espacio exterior. En las grandes epopeyas están los grandes arquetipos. Que nuestros hijos lean a Tolkien, lean a Dahl, que vean películas llenas de colores y carentes de significado para que descubran ese mundo “muy complejo” que está en su imaginación.
Una persona que no conoce la poesía, que no vive la creatividad, es un muerto. Se mueve, come, se ríe, pero vuelve a la tumba igual como salió de la vagina de su madre. En el arte está la verdadera vida, en la libertad de conciencia está la verdadera libertad; más allá del capitalismo, más allá de la democracia, hay un mundo encima y alrededor del mundo al cual es posible llegar escapando de éste.
Nadie puede decirse a sí mismo “he crecido” sin leer a Hesse o ver La Guerra de las Galaxias. De igual forma, uno de mis más influyentes mentores me dijo una vez que no se puede salir a la calle sin haber visto Digimon o Terminator.
Si quiere entretener a su hijo o hija el fin de semana, no lo lleve a KidZania; siéntense juntos a ver una película (le recomiendo mi vecino Totoro, o El Castillo ambulante, ambas de Ayao Miyasaki). Si no puede llevarlo a KidZania por distancia o dinero, o si no tiene plata para comprar o descargar una película, consígale un libro (le recomiendo los Harry Potter, fáciles de conseguir fotocopiados en buena calidad). O por último salga con él a chutear la pelota. Y si no quiere o no puede pasar tiempo con él, llévelo a Scout; tiene todos los beneficios de la Hitlerjugend, pero sin el adoctrinamiento ideológico.
No dejemos que muera la magia, que muera la fantasía en la infancia. No llevemos a nuestros niños a probar “un poco de lo que les espera cuando grandes”. No tratemos de hacerles creer que podría ser entretenido. Dejemos que abran la puerta, que crucen el cielo. No los entreguemos al Christof de manos invisibles, líder emprendedor, caníbal y asexuado, que busca hacerles creer que el sentido de la vida es tener plata para poder pagarse una buena tumba.


“– Sí, Bigelow, uno de aquéllos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
Ya.
Tenían miedo de la palabra “política”, que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el “entretenimiento” era extremista, se lo aseguro!
¿De veras?
Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el Aquí y el Ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca.... Oh, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y a todos los que “fueron felices por siempre”, pues estaba demostrado que nadie fue feliz por siempre, y el “había una vez” se convirtió en “no hay más”. Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Polícromo en un espectroscopío y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando “más curioso y más curioso” y rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.

Ray Bradbury, CRÓNICAS MARCIANAS. Abril de 2005: Usher II.
(las negritas son mías)


Inti Målai Perdurabo

PS: Espero que disculpen lo elevado del tono en algunos pasajes, pero he de reconocer que estas cosas francamente me sacan de quicio.

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