viernes, 8 de junio de 2012

Breve soliloquio sobre la libertad


Es fácil defender la libertad de expresión cuando uno cree tener la razón y le censuran. Dijo Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices; pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarte”. La pregunta de esta noche: ¿Es la responsabilidad ante los principios en los que creemos una forma de legitimarlos ante los demás?
Esta vez no vamos a hablar en tercera persona sino en primera; porque no soy un dogmático de la moral (y por eso mismo se me ha llamado antes “amoral”) y soy consecuente con lo que pienso, así que todo lo que escribiré lo haré desde mi persona, y que a cada uno le caiga como le venga en gana. Espero, sin embargo, motivar en quienes comparten uno o varios puntos en común conmigo una reflexión en torno al tema que nos reúne.
Por motivos personales y vivencias archi-requete-contra-conocidas soy un defensor, racional y consciente, de la libertad de expresión. Pienso que, más allá de lo que tal-cosa-como-la-realidad sea, y más allá de las fingidas muletillas del “bien” y el “mal” con las que se juzgan nuestras acciones, todos somos dueños de nuestra propia experiencia, testigos de nuestras memorias y fieles servidores de nuestras decisiones. Más allá de los motivos que tienen los demás para defender y justificar aquello que han hecho y aquello que con su testimonio avalan, todos tienen, si no el derecho, al menos la posibilidad de darlo a conocer al resto. Pienso que la libertad de expresión no sólo es una piedra angular en la sociedad sino además una condición de posibilidad de la misma; escuchar al otro es entender su subjetividad, participar de él, permitir la comunión con él.
Amo la libertad y persigo la libertad; me intriga la libertad, me invita a descubrirla, y los que sigan con frecuencia mis ensayos tendrán más o menos en mente lo que yo entiendo por esta palabra: la capacidad, nunca total, pero siempre anhelada, de poder abarcar en el pensamiento toda la realidad, con todas sus aristas, con todos sus matices, desde todos sus puntos de vista. Las ideas no muerden; ése es, para mí, un principio y un motor de la razón.
Creo que el hombre que aspira con verdadero anhelo esa libertad no puede sino ser consecuente con ella misma; porque aceptar dogmáticamente una postura, permitir irracionalmente una prohibición en el alma, es negar la libertad de probar aquello que se prohíbe. Yo creo en la libertad y soy consecuente con ella.
Porque creo en la libertad y soy consecuente con ella, creo que la moral, y de allí, toda opinión debe construirse: “experimenten de todo; tomen rápidamente aquello que es bueno”. San Pablo. Creo que toda prohibición debe ser una renuncia; que toda norma debe ser una elección. Para que siempre sea libre.
Creo en los sentimientos, creo en el dolor, creo en todo aquello que es irracional; creo que ello me conduce por la vida y me trae cada peligro, cada desafío que deba superar. Pero niego el principio de inducción, porque él no tiene sentido; lo que yo siento no tienen por qué sentirlo los demás, lo que a mí me pasa no tiene por qué pasarle al resto. Lo que yo creo no tienen por qué creerlo los demás.
Desde este punto de vista, el otro es una cosa distinta a lo acostumbrado, pero a la vez, fascinante; ya no se trata de encontrarse con el otro en aquello que nos parecemos, sino en descubrirlo a través de las diferencias. ¿Y por qué esto? Porque es la única manera de seguir siendo consecuente con la libertad en la que creo; descubrir la realidad tal cual ella sea -o lo más posible-, implica conocer al otro en tanto él es distinto de mí: ya que cree cosas diferentes, defiende cosas diferentes, y lucha por causas diferentes también.
Porque conocer al otro y entender al otro es para mí un medio de practicar y ser consecuente con mi libertad, es que defiendo y protejo el derecho del otro de expresarse con libertad; porque de esa manera soy capaz de acercarme a él, de fabricar con él un espacio en común, y darle otra vuelta a la realidad para entenderla, racionalmente, más allá de como mis emociones la entienden; es decir, como un objeto de deseo o de desprecio. Más allá del amor y del odio está la razón.
La super-libertad es un estado nunca-totalmente-adquirido en el cual uno se posa por encima de toda contingencia, por encima de toda causalidad y más allá de todo ideal y de toda ideología. Es la posición, privilegiada o no, del hombre que no vino a las olimpiadas por el oro y la gloria, o por vender y comprar, sino para mirar.
La super-libertad no es moral, sino pre-moral; ella determina no la conducta, sino la disposición con la cual uno determina la conducta; que yo crea en la libertad y sea consecuente con ella no significa que “ponga mi otra mejilla”, o esté dispuesto a aceptar el atropello o renuncie a toda discusión; todo lo contrario, es la moral que la creencia en la libertad permite construir lo que nos permite además detectar a nuestros enemigos, e identificar a nuestros amigos. Y es además ella la que construye finalmente la forma de aceptar todo deseo, y todo rechazo.
Dijo Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices; pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarte”, y también ridiculizó a los humanistas de su tiempo -a sus contemporáneos y cofrades del pensamiento- diciendo: “Que viva la libertad de expresión y que muera el que piense diferente”. Éstos últimos defienden la Libertad de Expresión, pero, a mi juicio, no son consecuentes con ella; en cambio en los primeros se muestra el pensamiento como siendo integral -integridad no en el sentido moral sino formal: no hay contradicción, como en el segundo caso.
En respuesta a la pregunta del principio, yo digo que sí: Asumir nuestra responsabilidad -ser consecuentes, en definitiva- con los principios en los que creemos es nuestra manera de legitimarlos ante los demás. Pero también es una manera de legitimarlos ante nosotros mismos. Si somos capaces de dirigir nuestra conducta, hasta donde podemos hacerlo, para no violar aquello que nosotros mismos entronizamos al centro de nuestro universo moral, entonces somos libres, super-libres, en el sentido especial que esa palabra tiene aquí.
Pero la polémica no es menor; porque, como comenté al principio, es fácil defender la libertad de expresión cuando uno cree tener la razón, y se le censura; pero es mucho más difícil, contra intuitivo, y conflictivo con el corazón, el defender la libertad del otro cuando él expresa algo que a uno le molesta, o con lo que no está de acuerdo.
Siguiendo mi propio argumento en una forma estrictamente lógica, la necesidad de comprender al otro nos fuerza a contener el sentimiento de rechazo y permitirle al otro expresarse; concederle la libertad de darnos a entender cómo ve él el mundo. Pero cuando duele, cuesta.
Y eso es todo. No diré más; Los invito a dudar.
Los invito a reflexionar.

Inti Målai Perdurabo

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