domingo, 1 de agosto de 2010

El sitio permanente

La Guerra es padre de todas las cosas, rey de todas las cosas

Heráclito


¿Cuál es – Y no es en forma alguna una pregunta sencilla – el más importante de los preceptos morales?
¿Qué es lo que más valoramos, lo que más defendemos, por muy distintos que seamos unos con otros?
No es la fe, esa manta vieja con la que ya muchos han dejado de cobijarse por no temerle a pasar frío, tampoco el concepto de justicia, que para muchos es asunto de polémicas discusiones; de seguro no es el amor, de partida porque nunca hemos terminado de ponernos de acuerdo sobre su significado, o la familia, siendo que en muchos casos no entendemos donde acaba ni donde termina.
Cada época ha tenido sus cánones morales, sus castillos mentales sobre los que erige las “bases de la institucionalidad”; ¿Qué es lo que caracteriza a nuestro tiempo? No sé ustedes, pero a mi me nace llamarlo el Tiempo del Fracaso: El Reino de Dios nunca vino a nosotros, La Tecno-Ciencia no fue capaz de llevarnos a una era de armonía y felicidad, El Pueblo Armado no fue capaz de sobreponerse al capitalismo explotador y sus cabecillas irremediablemente se rindieron ante el discreto encanto de la burguesía.
En un mundo donde la desilusión es la sal con la que condimentamos cada uno de nuestros días, la pregunta por el Supremo Bien es todavía más difícil.
Para horror del Filósofo, la subjetividad ha conquistado el modo de pensar generalizado. Nadie asume verdadero algo que no sea capaz de entender; nadie se somete libremente a “creerle” al otro lo que dice; La enajenación transforma la moda en individualidades homogéneas, cada uno se encierra en creer que tiene el poder de ser su propio dios (poder que no puede estar más lejos de ellos) y de poder hacer bajar del cielo su propia Tabla de la Ley. En un contexto así, donde cada cabeza acaba y termina en ella misma, la transversal de la sociedad sólo puede ser UN único precepto moral, común a todos estos universos paralelos: la Tolerancia.
La Tolerancia parece ser el único valor que hoy toda persona defendería; la Paz parece ser lo único de lo que realmente nos enorgullecemos cuando miramos el Orden Mundial que hemos conquistado; el respeto a las fronteras, al propio metro cuadrado, el permiso para con el otro de dejarlo “hacer lo que quiera”, la Libertad que “termina donde empieza la de los demás” hace eco en todo espíritu contemporáneo, suena lógico, cuerdo, sensato, humano, y luego, está bien. BIEN.
Por eso lo que yo quiero escribir sonará tan MALO. Más malo que escribir sobre satanismo – meros cuentos de brujas y músicos de Heavy Metal, o sobre comunismo – arqueología ideológica agonizando en pelitos largos y morrales colgando del hombro, o sobre hedonismo – la más infantil e insana forma de suicidio prolongado; hoy voy a escribir sobre la Guerra. Y voy a elogiar la guerra.
Dicen que el que milita bajo el estandarte de “llevar la contra” acaba por llevarse la contra a sí mismo, y en la paradoja su derrota es total. Cuando digo “voy a escribir sobre la Guerra” no me refiero a que intencionalmente dirigiré un discurso contra la Paz y la Tolerancia, con lo que todo el ensayo pasaría a convertirse en un simplón e infantil juego argumentativo; cuando digo “voy a escribir sobre la guerra” no me refiero a que voy a elevarle una Oda (la más estúpida y mediocre forma de la Poesía (a mi entender)), más bien a desarrollarla como tema de reflexión. Pero, ¿para qué entonces la introducción sobre la Paz y la Tolerancia? Porque en lo posible espero que se me lea sin prejuicios; que cuando, más adelante, yo diga: “La Guerra es la condición natural del hombre” (afirmación para nada novedosa por lo demás), nadie salte espantado ni reaccione con enojo ante mi aseveración, como diciendo para sus adentros “Ya empezó este weón con sus temas polémicos para puro llevar la contra”; Por eso quise prevenir a mis atentos.
Porque he reflexionado mucho al respecto y creo que no suena tan descabellado lo que algunos defienden: que la guerra es la condición natural del hombre, como si se tratara de un “Animal Guerrero”. O quizás ni siquiera como sello distintivo del hombre solamente, sino también de todo animal, de todo ser vivo: la Guerra, o ese estado de conflicto en el que se busca destruir un elemento que impide nuestro avance o se opone, conciente o inconscientemente, a nuestro progreso, es en realidad lo que explica con más acierto y precisión lo que es la vida en general.
Porque la vida, nuestra vida, demuestra ser un estado de guerra constante: En la infancia la guerra es contra nuestro entorno, contra el perro, la silla, la cuna, el cuadrado brillante que canta y nos deslumbra; en la adolescencia, la guerra es contra nuestros padres, contra nuestros profesores, contra las leyes de consumo de alcohol y las campañas de sexualidad para menores; en la juventud, la guerra es contra el sistema o contra las reglas; se desarrolla la “guerra de Troya” también en cada uno de nosotros, disputándonos la Helena que más nos gusta como pavos reales agarrándose a picotazos; en la adultez la guerra es contra los demás, intentando siempre destacar, siempre cuidar lo que se construye, siempre protegiendo odinísticamente a la familia o a uno mismo en medio de una jungla de gigantes depredadores y ejecutivos de banco. Y en la vejez, la Guerra es nada más y nada menos que contra la Muerte; vivir más, prolongar la existencia, llegar mejor al momento en que el tiempo dé el inevitable veredicto; o, al menos, si se ha de perder la batalla en el cuerpo, que el pensamiento, que el nombre, perdure para siempre; otra manera de torcerle el brazo al implacable enemigo.
Y la misma historia de la humanidad no puede ser más evidente; Cada episodio, cada período, cada palabra escrita en estos siete mil y tantos años de historia conocida le deben su hito al vencedor de una batalla: Al Ario que conquistó la India, al Egipcio que conquistó el Nilo, al Acadio y al Persa y al Babilónico que derrotó a sus enemigos en el valle fértil entre los ríos Eufrates y Tigris. Que se haya terminado hablando griego en todo el mar mediterráneo no habla bien de los avances tecnológicos de los Griegos sino del poderío militar de la Liga Helénica; De la estrategia Alejandrina para ordenar tropas; del filósofo que asegura que “el que no vive en ciudades – como el griego – o es más o es menos que hombre”, y justifica en parte el domesticar al “bárbaro vagabundo”. ¡Roma! Nos legó su idioma, su cultura, sus derechos, su organización social, no gracias a sus poetas sino a las lanzas que dirigieron hombres del talante y la virtud de Cayo Julio César. Vine, vi, vencí es un resumen de cómo este hombre hacía la Guerra; estoy escribiendo esto el día sábado 31 de JULIO, y espero que quede a la vista hasta qué punto ese hombre fue y sigue siendo uno de los Mejores Hombres que ha dado la historia, y hasta qué punto con su vida fue capaz de vencer hasta en la última batalla.
“La historia la escriben los ganadores” es una evidencia histórica. Y nadie nunca ha ganado jamás ese derecho sin declarar primero una Guerra: sólo una excepción existe al respecto, y aquí me quito el sombrero frente al cristianismo, que fue capaz de derramar más sangre que ningún otro frente militar sólo pregonando el amor y la compasión, y una promesa de buenaventura para los generosos de espíritu que se cobró la conquista más espectacular de la historia.
Y el amante de la Paz y de la “Libre determinación de los Pueblos” reconoce con vergüenza que el Mundo Feliz-Infeliz en el que vive (y del que se siente patéticamente orgulloso) no es más que el resultado final de Guerra tras Guerra librada por hombres iguales que él: Zarpar rumbo al Oeste es declararle la Guerra a la Escolástica; Cortarle la cabeza al Rey es declararle la Guerra a la Monarquía; Autorizar la Noche de los Vidrios Rotos es declararle la Guerra al imperialismo judío y botar el muro de Berlín es declararle la Guerra a la Revolución Social… con pleno éxito. Sin ir más lejos, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano son la más perfecta declaración de Guerra: una Guerra contra la propia naturaleza del ser humano.
La ley de la supervivencia dictamina que el más fuerte sobrevive. Hobbes defiende que el contrato social se asume por miedo; el hombre es peligroso para el hombre, y al verse más débil que otros el miedo y la cobardía lo llevan a escudarse en una mayoría impersonalizada con el fin de sobrevivir. Rousseau entendía la anti-sociedad o la delincuencia como una declaración de Guerra contra el Estado; la Voluntad General y el Pueblo Soberano entonces encierran o matan a su enemigo, en desigual pero legítima batalla. Nietzsche dijo en su Anticristo “No paz en general, sino la guerra” y reflejaba en sus ojos iracundos una convicción parecida a la de los demás; el amor a los débiles es antinatural porque la debilidad en sí va contra la supervivencia; es lo que se lee entre líneas de la teoría de la Evolución de Darwin.
Pero el buen Darwin, al anunciar su teoría y al darse cuenta de la conclusión lógica a la que llegaba, ¡pareció asustarse sobremanera! Tuvo miedo que el asumir la evolución llevara a la humanidad a cometer el, para él, más terrible error: Renegar de la Paz y la solidaridad y asumir la Guerra como parte de su naturaleza.
Entre los germanos y vikingos la guerra era un modo de vida, se justificaba por sí misma; la violencia era entendida como una virtud. El Dios de Moisés le dio instrucciones para armar a su pueblo y hacerlo expulsar, a las malas, a todos los pueblos que vivían en su “tierra prometida” antes que ellos. El “sumiso de la voluntad de Dios” (Musulmán) tiene el divino deber de expandir su fe a punta de cuchillo. El Mapuche era un hombre belicoso y agresivo que lamentablemente tuvo que enfrentarse a los siglos de tecnología de ventaja que les sacaron los misericordiosos cristianos españoles, y ni aún así entregaron la batalla en bandeja.
Sólo los valientes elegidos vivían para siempre en los salones de Valhalla; ellos eran los que morían combatiendo por sus familias, por su honor, por sus dioses. Sólo el militar puede pasar por alto el “no matarás” y ser recibido a la derecha de su Padre. El que se inmola cobra en el Paraíso la promesa de treintidós vírgenes y sendas mansiones en la finca de Alá. El Mapuche que muere a manos de sus enemigos no es digno ni de su propio hijo, porque su espíritu no decae, aunque le falten ambas manos.
La Compasión, el Amor por el Prójimo, es Antinatural; pero ¡ojo! la Guerra Nacional también. Morir por la Patria es sinónimo de pelear por otros, ellos que sentados en la capital declaran la Guerra y no la pelean.
La Patria debiera terminar para cada uno de nosotros en la familia que lo cría, en la casa que lo protege y en el suelo que lo alimenta. El espíritu crítico es una declaración de Guerra contra los conquistadores psíquicos, los manipuladores de las esferas de poder que dominan la tierra. No hay ser humano más débil y patético que el que está dispuesto a morir por su bandera. El que pone la otra mejilla es un espécimen enfermo condenado a la extinción. El que se conforma con el ritmo de vida que le asignaron y jamás discute una instrucción aunque no se sienta bien, es un estúpido.
Nadie en condiciones humanas reales debería poder tener más y no intentar tenerlo; la Guerra no implica siempre ganarla, aunque no necesariamente no ganar implica perder. Es sensato huir de la autodestrucción del cuerpo y del espíritu; Cada estratega en la historia ha demostrado que hay que saber cuando atacar y cuando replegarse. La lección está en dar tregua pero nunca firmar el cese al fuego. “Desarmar” significa desensamblar los componentes de un todo en partes más pequeñas, pero también dejar de lado las armas. No desarmarse nunca es igual a jamás dar el brazo totalmente a torcer; jamás volverse voluntariamente débil, voluntariamente cobarde. Asumir el estado de sitio como algo permanente es un acto completo de valor y coraje.
Entonces, una nueva definición de Tolerancia debería extenderse desde aquí. Una nueva definición de Libertad, en la cual nuestras posibilidades no terminen donde empiezan las del otro, sino que se extiendan HASTA DONDE SEAMOS CAPACES DE DEFENDERLAS. Los Tratados Internacionales son el equivalente al cristianismo manso-de-espíritu en la moral; una oficialización de la cobardía. La abolición de la Propiedad en el Anarquismo nos sugiere un pelear por legitimar lo que podemos conquistar, en lugar de asumirlo por un contrato pusilánime.
Si asumimos esta perspectiva rápidamente nos daremos cuenta que la moral actual y el “respeto y tolerancia por el otro” no son más que una Guerra que nos está ganando el que tiene-más-que-nosotros; en efecto, ha conseguido educarnos para querer ser débiles. Uno ve la tele o el cine, lee un libro: ¿quién es el enemigo? ¿Cuál es el estereotipo de villano que nos pintan? El hombre inteligente PERO inescrupuloso. El científico loco de los cómics es el gobierno que desarrolla armas nucleares; el empresario cruel que es mafioso y despiadado y quiere casarse con la hija del multimillonario fingiendo ser hombre de bien es el hombre de negocios que se candidatea a presidente vestido de Derecha y hablando como la Izquierda (y sí, me estoy refiriendo, por ejemplo, a Sebastián Piñera, pero no es el único que se me ocurre). La villana que por “querer casarse con el ricachón” urde intrigas y miente descaradamente es la clásica figura pública a la que, al final, el “destino” castiga desbarrancándola o trayéndole enfermedades fatales. Culturalmente, hoy, se nos enseña a despreciar y a repudiar de la actitud inteligente; nos educan para odiar la Guerra, no la Guerra entre naciones (que es en sí misma despreciable) sino la Guerra personal, la actitud Espartana que todos llevamos dentro, no en vano el nacimiento de la diosa Atenea (patrona de la ciudad enemiga de Esparta, Atenas) fue saliendo de la frente de su padre Zeus con un casco, un escudo y una lanza.
Y curiosamente, se nos trata de infundir el “Amor a la Patria”, el “Deber por la Nación” que nos llevaría, en caso de una Guerra Internacional, a defender nuestro país… ¿Paradójico? No; gracioso. Quizás, gracioso, pero para nada paradójico. Tiene, de hecho, mucho más sentido asumiendo el enfoque que estamos usando.
Lo que no nos mata nos hace más fuertes. No temerle a la muerte es asumir de entrada la posibilidad de ser inmortal. Hay que aprender, creo yo, a llevar la Guerra hasta sus últimas consecuencias: NO CONFIAR en nadie más que en uno, NO DAR LA VIDA por nadie más que por uno, NO DEJARSE MANDAR por nadie más que por uno. ¡Pero! También, la Guerra Total implica necesariamente: TENER ALGO O ALGUIEN por quién pelear; tener algo que dote de sentido a cada batalla, a cada victoria y cada derrota: una definición posible de “Amor”; SABER CUANDO REPLEGARSE y saber cuidar lo que se conquista; y, por sobre todo, SABER LEGAR a los elegidos personales (que pueden ser desde los hijos hasta un pueblo completo) NO bienes materiales, sino que principalmente, FUNDAMENTOS DE LA GUERRA de uno, para que la causa que en esta vida se emprende, ellos sepan llevarla a término, o resumirla para sus propias Guerras; He ahí el secreto para derrotar a la Muerte.
Los mejores generales escribieron la historia y la seguirán escribiendo; Cayo Julio César ganó con creces la Guerra contra Pompeyo, aún antes de que éste lo mandara matar. Adolf Hitler sigue siendo una figura intrigante y cautivadora para muchas generaciones, sea como el Mesías de los Arios o el Anticristo Apocalíptico… y en la práctica él perdió la Segunda Guerra. El que ríe último ríe mejor, pero mientras haya uno que caiga debajo de nuestras pisadas… seguiremos riéndonos a carcajadas por mucho tiempo.
Y mientras tanto… que sigan las campañas contra el Bulling, a favor de cooperación internacional, el 1% a la Iglesia, el “¿donaría dos pesos para los Niños Pobres?”…
...Salta a la vista el por qué es mejor no tratar este tema a tontas y a locas, ¿verdad?

Inti Målai Perdurabo

miércoles, 30 de junio de 2010

TODA UNA ÓPERA

TODA UNA ÓPERA
(llena de Fantasmas)

Este disco tiene un teatro y nadie se para a cantar adelante,
Es un disco sin orquesta y sin director
Y la lámpara no está encendida;
Pero me tiene a mí sentado
En la primera fila.

Me lleno las manos de aplausos vacíos
Y miro con ojos perdidos
El fondo del teatro, su telón carcomido…
Y comienzo a escuchar la función.

Toda una ópera llena de fantasmas; Así se llama lo que veo en mi cabeza, así se llama lo que hay en mis noches, lo que me acompaña en las calles; a eso huelen los textos en griego, los textos en francés, las canciones en finlandés. Toda una ópera llena de fantasmas burlándose de mí.

Comenzamos hace poco una discusión sobre la nada. ¿Qué es la Nada? ¿Puede la Nada ser? Irrespetuosamente perturbamos el sueño de un señor Parménides (poeta por lo demás) que lleva su buen tiempo muerto, para ponernos a discutir sobre la validez de lo que dicen sus versos (en dialecto jónico, traducido por un catedrático chileno que actualmente reside en Estados Unidos) acerca del Ser y el No-Ser. Yo sé que todos nos hemos preguntado alguna vez qué es la nada, lo gracioso es que por lo general decimos que es “lo que no es”, sin siquiera saber lo que es lo “que es”. Y creo que Parménides me daría la razón si pudiera hablar, pero, por miedo de que en su lugar conteste algún neoplatónico o vaya uno a saber qué personaje, mejor lo dejo muerto como está. Creo que no es discusión de la “nada” el saber lo que “es”, porque de hecho nuestra palabra “nada” no significa “no-ser”: De hecho, nuestra palabra “nada” es una categoría valorativa, y esa categoría valorativa es: Insignificante.
Ejemplifico: Un canasto vacío. Pregunto: ¿Qué hay en el Canasto? Responde: Nada. ¡¿Pero me quieres decir que EN el canasto se está NO-SIENDO, ούκ όντα!! (Sí, me las doy de cabrón porque sé escribir en griego, ¿algún problema?). Escándalo de semejantes proporciones es motivo para llevar al canasto a una conferencia de filosofía o incluso de física nuclear, ¡incluso llevarlo ante los más distinguidos personajes del medio! Estoy seguro de que el profesor Hawkins metería un gato dentro de mi canasto con una botella de veneno para probar la teoría de cuerdas… si pudiera agarrar un gato, claro.
¿Se han dado cuenta que en infinidad de veces hemos tenido canastos, cajas, habitaciones, bolsillos con “nada”, y nunca nadie se ha alarmado tanto? ¿Por qué será?
Alguien podría decir: porque la gente es estúpida (1) y no se percata de esas cosas. Yo tampoco le tengo mucha fe a la gente, y aunque es tentador inclinarme por esa salida, lamentablemente tengo otra teoría: El “Nada” que definimos es diferente al “nada” que usamos.
En efecto, “nada” es una categoría de insignificancia: cuando decimos que en el canasto “hay nada” (o “no hay nada”, doble negación bastante inútil y confusa por lo demás, que ¡créanlo o no! No es nuestra legítima, porque los griegos también lo hacían (comentario al margen: ¡ASÍ ES! Ahora traten de leerse un texto de un compadre que habla del “ser” y del “no-ser” y que ¡además! Sabe usar la doble negación enfática (y tiene encima de todo verbos en “voz Media”…))) no estamos queriendo decir que “dentro del canasto no ocurre el “ser” ”, sino que simplemente, “aquello que hay en el canasto me es insignificante”. Porque, de hecho, hay aire; hay polvo; puede hasta haber un insecto, o una hoja de papel (en el caso que fuera algo escrito por mí, dejaría de ser insignificante, se entiende), y todas esas cosas “son” (así que calma, ¡oh, metafísicos!), pero “son nada” porque no interesan. En ese sentido, “nada” también “es”.
Ahora vienen y me dicen: ¿qué hay de “la nada”? yo contesto: “la insignificancia”.
Y luego: ¿Y el “no-ser”? yo respondo: un adverbio de negación ligado a un infinitivo por un guión. “Mero nombre”, me susurra Parménides desde la tumba a través del traductor ya mencionado.
Y ahora, ¡fuera de aquí! Me tapan la vista, no logro contemplar la escena.

Mis fantasmas han vuelto a salir, se reúnen a mi alrededor. Esto es bastante extraño. Tienen caras de personas que no veo hace mucho tiempo. Esto es bastante extraño.
Me ha hecho bastante mal casi no escribir en lo absoluto, durante más de cuatro meses, quizás mucho más. Se me han ido pegando a las paredes del cerebro los fantasmas, los nombres, me pican los dedos, me tiembla la lengua… y aun así, no consigo escribir. Y no es mi culpa (tampoco es culpa de los fantasmas), es culpa de no tener musa.
No me hagas las cosas más difíciles de lo que ya son… ¿qué quiere decir?
Tomo una escoba para echar a los fantasmas. ¡Habrase visto! Una Ópera llena de fantasmas y que ninguno cante arias de Lloyd Webber, ¡qué vergüenza! ¿Qué diría el recientemente muerto Pavarotti? ¡Fuera los fantasmas!
De aquí a la eternidad, somos sólo yo y mis cuadernos de poesía… y estos escurridizos fantasmas que no consigo sacar de aquí.
A veces me coloco la máscara y me hago pasar por fantasma de la Ópera; descuelgo lámparas, siembro intrigas y misterios, me escondo de las multitudes… y uso mi talento para intentar encontrar una mujer que quiera dejarme cantar para ella (como ángel de música). Cantar callado, se entiende, porque nadie quiere oírme cantar y los que me han oído me dan la razón (y las gracias. ¡A ese punto canto mal!). Escribo poemas, o los escribía en algún momento, porque a estas alturas sólo puedo memorizar verbos contractos en omicrón y tablas de declinación y conectores lógicos, y largos esquemas de argumentaciones metafísicas sobre la naturaleza del ser. Ojalá pudiera ser un poco menos fantasma, para poder escapar de la Ópera; para poder dejar de ser el payaso de cara pintarrajeada que hace reír… a pesar suyo.

Tengo toda una Ópera llena de fantasmas, llena de butacas vacías,
Llena de palabras que quieren decir: insignificancia.

No tengo ganas para la sinestesia ni para la rima,
Ni para la melodía ni para la sangría;
No quiero beberme los cadáveres exquisitos ni relamerme las esdrújulas,
No quiero salir a la calle porque tengo miedo de perderme,
Porque mi brújula no apunta al norte
Y mis pies no caminan derechos.

No consigo escribir lo que quiero.

Como bien y duermo ocho horas al día. ¿De qué me puedo quejar? Pues de NADA
(ya les definí la palabra, ahora saquen ustedes las conclusiones pertinentes)


Inti Målai Perdurabo

(1) quise poner “weona” y Word me lo corrigió a “Leona”. Me dio risa ;¡Qué inocente!

lunes, 28 de junio de 2010

No sé si les ha pasado...

No sé si les ha pasado, pero hay días en que siento que odio a la humanidad. Que los odio a todos, a todos y cada uno de esos estúpidos mamíferos hormiguíneos que plagan la tierra y me odio sobre todo a mí, porque me siento como el más estúpido y pequeño de todos ellos.
Y cuando despierto en días así me dan ganas de tener útero y poder parir para saber si el dolor de darles vida vale la pena de tenerlos fisgoneando por ahí, con su ropa y sus autos y sus bocinas y esos teléfonos de mierda con altoparlantes que hacen que todo el mundo tenga de escuchar la misma música inmunda que les gusta. Por eso yo me pongo audífonos cuando salgo, para alejarlos lo más posible de mí, porque en días como esos no los quiero mirar a la cara, no les quiero ver los ojos ni las bocas ni quiero que me apunten con sus narices grotescas y llenas de mucosidades viscosas y malolientes.
Odio a la humanidad por todo lo que hace, porque todo lo que hace constantemente me molesta, porque aborrezco sus sofisticadas maneras de importunarme, desde las campañas contra el SIDA hasta la puta vuvuzela. Apago los televisores cuando están prendidos y me emputece que haya publicidad en la radio, a veces me dan ganas de sacarme los ojos para no tener que ver cómo se visten o lo que dicen sus carteles imbéciles, porque todo lo que dicen está falto de sentido, porque no hay arte en nada de lo que les pertenece, porque ni el arte mismo lo tienen a mano.
A veces me da asco el olor de las mujeres y cuando veo rostros viejos me invaden las ganas de hacer pucheros y decir garabatos, y me emputece que no se miren en la calle ni se hablen, y que apresuren el paso cuando paso al lado de ellos paseando al perro o arrastrando en mis hombros una mochila. Me hacen sonreír los niños pequeños que me sonríen y me hacen enfurecer sus madres que los abrazan con miradas de espanto, zorras inmundas que creen que le voy a hacer algo a sus críos con piel color de leche y mejillas color de vagina.
Y los que andan por ahí tomados de la mano lo hacen para burlarse de mí, pero no me miran porque les soy indiferente, porque soy un patético esperpento paranoico y de golpe me doy cuenta de que está todo en mi cabeza. Todo en mi cabeza, todo en mi cabeza…
Si un ser se siente avergonzado de su especie, ¿es culpa de él o de la especie? Me encierro en una pieza decorada a mi gusto y oigo la música que quiero, para alejarlos de mí, para enajenarme, porque temo a la soledad pero ella siempre me encuentra primero, porque llamo por teléfono pero nadie me contesta, porque nadie me pregunta cómo estoy y quienes me preguntan ni se interesan por la respuesta, porque son hipócritas y desconsiderados y yo les importo un comino.
Y me dan ganas de poder ser más estúpido de lo que soy, me dan ganas de sacar el pie que tengo dentro del Olimpo para poder bajar a sus casas húmedas con calefacciones sofocantes y poder sentarme con ellos a ver fútbol o a fumar para morir ahogado y con dolor. Suicidas imbéciles, pienso, pero me gustaría no pensarlo, para que me reciban y me quieran y me sonrían y me dejen estar cerca. Me gustaría poder querer más a mi perro de lo que conozco a la humanidad, pero no tengo a mi perro y el perro que vive conmigo está a nombre de un pelmazo. Solo me siento con una linterna a alumbrar el cielo para contribuir con ese techo naranjo que inventaron para quitarme las estrellas y no dejarme ver las fases de la luna, para obligarme a consultar su Internet PAGADO lleno de publicidad, fútbol y películas con malos guiones y pésimos actores.
Veo payasos dondequiera que mire, gente absurda vacía de sentido que anda por ahí vanagloriándose de no necesitarlo, como gritándome indirectamente que yo también podría no necesitarlo, y a la vez así me escupen la inferioridad a la que mi superioridad de conciencia me rezaga.
Cada uno de ellos con un vampiro psíquico chupándole la sangre, el tiempo y el dinero, familiares y amigos patéticos y asquerosos que viven de lo que rentan los demás y están todo el día llamando, aprovechándose de la buena disposición y de la estúpida ingenuidad de los que tienen a mano. Ladrones y usureros desvergonzados, monstruosos, por todos lados, con una mano tendida hacia delante y la otra metida en el bolsillo, para alcanzar a rascarse los testículos hinchados y peludos.
Odio a la humanidad, y me arde el corazón de fiebre porque no hallo la manera de deshacerme de ellos, porque no tengo donde meterme para no verlos, o donde meterlos a ellos para que me dejen tranquilo. No quiero salir a su ciudad apestosa, no quiero caminar en sus calles asfaltadas con caca, no quiero viajar en sus transportes sofocantes ni respirar el mismo aire que sorben con sus pulmones pegajosos. Los odio por lo cerca que los tengo, porque son como las moscas pequeñas que no se pueden matar, pero son demasiado grandes para ignorarles. Odio sus facciones grotescas, los odio cuando son muy grandes o muy pequeños, me indigesta la mujer flaca y me provoca náuseas la gorda, porque pareciera tener piel de chancho y lo peor es que pareciera no importarle.
Me da rabia leer mi propia poesía porque me recuerda mujeres terribles que demostraron mi idiotez al hacerme escribir sobre ellas, y me da más rabia que ninguna llegue que me haga desmentirme, y persevero con el lápiz en la mano y no logro escribir nada, y ¡puta! Me odio, me odio yo también, porque me presento como poeta y no logro escribir poesía.
Compongo música y me siento orgulloso de ella, y nadie quiere escucharla. Escribo largos ensayos y me siento orgulloso de ellos, y nadie quiere leerlos. Quizás yo soy el que no sabe escribir, el que no sabe componer ni hacer arte, el que no está donde debería estar, el que nació feo y morirá espantoso y no puede hacer nada para remediarlo. Y esa sensación me hace odiar más a la humanidad incapaz de matarme, incapaz de castigarme por mi arrogancia y mi injustificado delirio de grandeza.
Me siento como una manzana que quedó mucho tiempo al sol y al aire, sola, y como nadie me quiso desangrar con los labios al final me he ido avinagrando, me ha ido creciendo el cabello blanco y verde y he empezado a oler mal. No sirvo para aliñar las ensaladas y pronto descubrirán que vale más tirarme a la basura, porque puedo pudrir al resto si me dejan entrar al frutero.
Mis manos están ásperas y no es por escarbar la tierra, es por escarbarme a mí mismo, para no pasar tanto frío cuando me echo solo a mirar el techo y me pego una siesta en compañía de un locutor indiferente que pone música desde una cabina de radio sin tener idea de mi existencia. Odio que llegue a escribir cosas tan atroces y que llegue a mentir tanto por despecho, por no atreverme a reconocer mi única falencia, mi única necesidad, y entonces me odio por hacerme pasar por el weón cabrón que escribe enojado cuando en realidad soy un pendejo mimado estúpido que está pidiendo a gritos que le enseñen a crecer lo que le falta. Soy un pendejo, un cabro chico, un mocoso feo y ridículo acurrucado en la esquina de su pieza cagado de miedo y esperando con los ojos cerrados que alguien –por iniciativa propia, venga a tocarle el timbre para invitarlo a jugar.
Soy el pendejo que no quiere bailar pero quiere que bailen para él; que no trabaja pero quiere que trabajen para él; que odia a la humanidad cuando en realidad quiere que la humanidad lo ame a él. Soy ni más ni menos que ese pendejo, con la barba a medio crecer y un corte de pelo que no le gusta.
Odio los espejos porque me faltan el respeto con esa cara de ser humano con que me miran de vuelta, odio las fotografías porque me recuerdan lo feo que he sido, y odio a las personas que no se me acercan a preguntarme cómo estoy aunque yo pase todo el día pendiente de cómo están ellos.
Odio querer tanto a los que me quieren porque no nos demostramos mutuamente el respeto y el cariño que nos tenemos y por el contrario muchas veces nos ignoramos. Odio su hipocresía y su falta de sinceridad, de seriedad, odio que me griten y que me reten pero también odio que se rían de los chistes que cuento, porque yo no los encuentro graciosos.
Leo toneladas de poesía, de ocultismo y de filosofía y escucho horas de música que a nadie más le gusta, para engañar a la soledad que me tiene prisionero de una rutina estúpida que comienza en una ducha y acaba paseando a ese perro que no es mío.
Puta rueda, puta cinta de Moebius, puta manía mía de hacer esa clase de comparaciones para demostrar lo mucho que he leído y en lo que he desperdiciado magistralmente mi juventud.
Me cago de la risa de todos los que piensan distinto a mí porque son ridículos y piensan puras weás, pero intento ni siquiera sonreírme para no tener que darles explicaciones; porque siempre necesitan explicaciones.
Así que, cuando ando en esos días en que Odio a la humanidad, por lo general me quedo alejado y procuro no dirigir a nadie la palabra. Me levanto tarde y me acuesto temprano, porque sé que sólo me falta algo de sueño y que todos esos pensamientos desaparecerán al día siguiente; porque de lo que primero me doy cuenta, es que a veces bajo la defensa, me deprimo, y pienso la sarta de idioteces que acaban de leer.
No sé si les ha pasado, pero a mí me pasa bastante a menudo últimamente; aunque ya he logrado que no se me note tanto.

Inti Målai Perdurabo