sábado, 11 de junio de 2011

Ex nihilo

Creo que la mala conciencia es la profunda dolencia a la que había de sucumbir el hombre bajo el peso de la más radical modificación de todas las experimentadas, la cual no es otra que la que se produjo cuando se vio definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz

Friedrich Nietzshe

Dios es un concepto con el cual medimos el dolor

John Lennon

La naturaleza aborrece al vacío

Proverbio Aristotélico

He aquí al hijo bastardo de la tierra, he aquí la cosa más maravillosa y espeluznante de la naturaleza; un animal que niega su origen y se convierte en la nada.
Un animal que reniega de los árboles, y se bota por tierra, por capricho; que suelta las ramas y se yergue, por capricho; que se cubre el cuerpo y echa a andar… por capricho.
Este es el animal más extraño y más triste de todos los que caminan por la faz del planeta. Un animal que un día no quiso ser animal, y se enajenó de su propio mundo. Un animal que cayó del nido y buscó el abismo, que cortó demasiado pronto su cordón umbilical, porque no quería pertenecer a aquello que era todo lo que él era.
Y en su viaje, desterrado del útero de la naturaleza y perdido en la nada, resultó ser un bastardillo, un enajenado, un error entre ser y no ser, que rehuye del primero para negar el segundo.
Abandonado por sí mismo en los parajes desoladores del desierto que es la naturaleza para todo aquello que no le pertenece, este fabuloso ser increado y vacío de sentido halló algo infinitamente más fascinante y terrible que la naturaleza: la libertad.
Enceguecido, enamorado, enloquecido por ella, corrió. Subió a las montañas, bajó hasta los montes, nadó por el mar. Entusiasmado por la nada que significaba la negación del todo, se definió a sí mismo como la negación de todo ser; como el no-animal, como el no-bestia, como el no-instinto. Y en ese deseo morboso, arrogante y terrible de conquistar su ser, se llamó a sí mismo “alma”, que era no-cuerpo; “razón”, que era no-instinto. “Civilización”, que era no-bestia.
Y entonces nació el miedo. Del rechazo, del odio que sentía por la naturaleza, le dio la espalda y le negó sus más grandes misterios, sus más increíbles maravillas, y tuvo miedo de la muerte, de la violencia, tuvo miedo de la evolución, tuvo miedo de la catástrofe. Y, atemorizado, se reunió en torno a sí mismo para esconderse de su terrible Madre.
Y así comenzó a tener pesadillas. La libertad era demasiado grande, la naturaleza era demasiado peligrosa, y él se sintió pequeño, rodeado de peligros, y entrevió en su imaginación a los monstruos, y concibió cosas incluso más atroces y terribles que las que la misma naturaleza era capaz de producir. Y nuevamente se reunió en torno a sí mismo, porque sentía miedo de aquello que él mismo había creado.
Porque este ser, agonizante y herido, porfiado, engreído, aún no hallaba el lugar al que pertenecía; aún no tenía un refugio bajo el cual cobijarse. La naturaleza lo llamaba, como la madre bondadosa que siempre perdona al hijo descarriado; pero él negó su humillación (del latín humus, i “tierra, barro”), pisó fuerte la tierra, rasgó los montes, navegó los mares. Y en un intento desesperado por explicarse a sí mismo sin rendirse a aceptarla a ella, a su madre, miro hacia el cielo –hacia la nada- y entonces inventó a Dios.
En brazos de su nuevo y artificial padre, habiendo conseguido el pretexto para dormir tranquilo por las noches, se vanaglorió una vez más y poniendo la vista nuevamente en su verdadera Señora, la miró como a una esclava.
¡Qué osadía! ¡Qué arrogancia más impotente, qué acto más patético! El Hijo rebelde que huye de casa, y luego, derrotado, regresa para convertir a su progenitora en su sirvienta. Bajo el apodo satírico de “Hijo de Dios” llegó el hombre, se ubicó en la tierra e hizo a su padre decir: “Este es el mundo que he fabricado para ti”.
Y entonces el nuevo santificado ser se construyó un mundo encima del mundo que rechazó. Cubrió la tierra de cemento, apartó el sol con sus techos, secó los mares, contuvo los ríos, y correteó a los habitantes del planeta, a sus hermanos de vientre, fuera de los límites de su reino.
En su embriagadora sensación de poder se reencontró con sus pesadillas, con sus monstruos, y ya lejos de temerles, deseó domarlos, controlarlos, esclavizarlos; y así fue como se preocupó de hacer reales todos esos azotes terroríficos que nunca quiso conocer; Se convirtió en el Señor de la Muerte, en el Hacedor de Catástrofes, y fue cumpliendo con afán morboso y terrible todas y cada una de las pesadillas que llenaban sus noches de delirio.
Y una vez coronado Amo y Señor de la Vida y la Muerte, Hijo de Dios, Dueño y Rey del Mundo entero, todavía fue un poco más allá en su arrogante vanagloria, y, con todo el desprecio y la soberbia más despectiva… se “compadeció” de la naturaleza.
Domesticó al perro y al canario. Construyó el Zoológico, ayudó a parir a las bestias y germinar a las semillas. Detuvo la caza y preservó a las especies. Detuvo la evolución. Se asqueó de la naturaleza y la cambió a su gusto.
Trepó hasta los cielos. Llenó el vacío de colores y formas, explicó las estrellas y las partículas de polvo, y una vez entronado en la Galaxia, en el Universo, en el Tiempo y el Espacio, se deshizo de su muleta y acabó con Dios –porque ya no le servía para nada.

Y ahora, ¿qué?

Como el niño de rodillas rasmilladas que se cansa de imaginar mundos increíbles y fantásticas aventuras, el príncipe bastardo de repente se detiene; Ya no sabe qué más hacer.
Ha conseguido un lugar, un mundo, ha conquistado y ha vencido todas sus batallas. Ha hecho realidad todas sus pesadillas, ha doblegado a todos sus miedos. Y sólo entonces, sólo cuando consigue derrotar a la naturaleza y ganarse el derecho a “Ser”, se da cuenta que no sabe para qué lo hizo.
Si fue para negar a la naturaleza, entonces le queda todavía terminar de destruirla; pero necesita el suelo que pisa y el aire que respira. Si fue para afirmarse a sí mismo, ya ha logrado su propósito y ahora se ha vuelto inútil.
Quizás elija lo primero, y se invente un planeta, una dimensión paralela, una manera artificial de respirar –y quizás ya lo hizo.
Pero si se convenciera de lo segundo, entonces sólo cabría esperar la caída del telón. “La commedia é finita”, diría, y se sentaría a escribir profecías, a buscar señales en el cielo, en la tierra, en la galaxia, y jugaría consigo mismo a fijar fechas y a verlas pasar ante sus ojos con juguetona impaciencia; 1984, 1996, 2000, 2012…

¿En qué se ha equivocado? ¿Qué es lo que no ha comprendido? ¿Qué es lo que a pesar de haberse medido con la naturaleza hasta ponerse a su altura, aún no ha podido copiarle?

Tal vez sea que no basta “ser” para “estar”. Tal vez no basta el mundo, el tiempo y el espacio, no bastan el lugar y el origen para permanecer. Tal vez este ingenuo y temeroso ser no se ha dado cuenta que no es la vida, que no es el poder, que no es la libertad. Que lo que hace que la naturaleza, el mundo, la tierra, el universo sean eternos, perennes y rebosantes de sentido es precisamente la muerte, la destrucción, la necesidad. La conservación, antes que la preservación; la sobrevivencia, antes que la supervivencia. La alineación antes que la alienación.

Pero él es el preservado, el superviviente, el alienado; Él es el Camino, la Verdad, la Vida. Por eso está condenado a perecer, y a llevarse consigo a toda la naturaleza. Está condenado a destruir toda la realidad, a reducir el universo a cenizas. Ése es su propósito, su destino, su última finalidad; el único resultado lógico de su autocreación: hacer real y absoluto algo tan imposible y absurdo como la nada.


Inti Målai Perdurabo

1 comentario: