La brisa susurraba nombres lejanos; el aire estaba lleno de ecos, de tambores y pisadas... pero en lo alto de aquella colina todo era paz.
Allí, sentado en un viejo cerco, estaba él. Su cuerpo había dejado de arder, sus ropas estaban húmedas. Los vivos colores de su peto rojo y dorado se habían desteñido, y una capa gruesa le pesaba en los destartalados hombros.
Se recortaba su silueta en el frío y blanquecino cielo nublado. Allá, en el horizonte, la luz se extraviaba y se fugaba en una sombra que venía creciendo.
Un hombre subía por la ladera. Él, que tenía la vista fija en esa creciente oscuridad, no le miraba, aunque había notado su presencia.
Jadeando, el hombre llegó a la cima. Era un anciano de capa remendada y barba sin cuidar. Le miró, entrecerrando los ojos por el viento, que era más fuerte allá arriba.
– Tanto tiempo sin vernos... – dijo desde lo alto del cerco el Espantapájaros, sin mirarle.
– Años, desde que dejaste tu patria... años – le respondió el anciano.
Guardaron silencio. El anciano, cansado, se apoyó en la cerca y miró al Espantapájaros.
– He oído hablar de tí últimamente...
– ¿Ah sí? ¿Qué cosas has oído? – preguntó sin mucho interés el Espantapájaros, todavía sin mirar al viejo.
– Se decía que el fuego en tu pecho se había extinguido. Que habías... renunciado.
– Mírame – dijo, sin mover la vista – ¿Ves alguna llama en mi cuerpo? ¿Me ves humear?
– Entonces es cierto... – en los ojos del viejo parecía brillar una cierta esperanza.
Sólo entonces el Espantapájaros le miró.
– Todos seguimos caminos distintos, aprendemos lecciones distintas. Mi camino se alejó de las calles, de los concilios y las multitudes el día que partí al exilio. Pero el fuego no se apaga; sólo va de un lado a otro, cambiando de forma.
– Pero mírate; ya nada arde en tí. Ningún ideal, ninguna causa... Ninguna consignia.
– Tres valores han muerto detro de mí; el fuego por tanto ya dejó el corazón que guardo en mi pecho de paja. Pero ese mismo fuego ahora arde en mi mente, en un lugar donde nada, ningún viento, ningún grito, ningún brazo armado puede apagarlo.
– Es una llama fría. No echa humo, no da calor...
– Por eso nadie puede apagarla; porque a nadie le molesta – y volvió a mirar al frente.
El anciano miró también. Luego de un incómodo silencio, volvió a mirar al Espantapájaros.
– Explícame – dijo, rendido.
El Espantapájaros sonrió.
– Todo lo que ves aquí, todo lo que ocurre, es el resultado de múltiples y particulares ecuaciones. Ánimos, experiencias, espíritus. Todo lo que tú eres son las decisiones que has tomado, lo que has aprendido de cada una de ellas. ¿Quién soy yo para juzgar sobre tus decisiones, si no llevo en mis hombros tus experiencias? ¿Quién soy yo para decirte que no habría hecho lo mismo en tu lugar, que no diría lo mismo si fuera tú?
El hombre guardó silencio, esperando a que continuara.
– Yo soy el resultado de una larga ecuación, de una larga cadena de decisiones, experiencias, ánimos. He vagado de pensamiento en pensamiento, de idea en idea, de acción en acción. He buscado entre los pensamientos ajenos, entre los pensamientos originales, he sacado mis propias conclusiones. ¿Quién eres tú para discutírmelas?
Otra pausa.
– Alguna vez creí. Alguna vez dije, “Soy un titere de la Democracia”, alguna vez toqué el cuerno del gallo espacial, alguna vez tuve ánimos para luchar. Lo que haya resultado de esa lucha, de ese ánimo, no es más importante que las conclusiones que saqué de ello. La verdad es que ahora ya no importa.
– Aún así, insisto en que me des tu opinión.
– Esto no se trata de tomar partido; se trata de observar. Una y otra vez, con limpia e implacable precisión, la rueda de la historia hace su giro; como un organismo vivo, la sociedad pasa de la enfermedad a la salud, de la salud a la enfermedad, y vuelve a comenzar. Es hermoso ver como todo toma lugar en el estadio que le corresponde. Que, infaliblemente, todas esas ecuaciones tienden al equilibrio, todas esas experiencias, todas esas decisiones, se encausan sin saberlo en los demarcados zurcos de la circularidad – bajó entonces del cerco, y cruzó su brazo sobre los hombros del viejo, indicándole con la otra mano hacia la sombra que crecía en el horizonte – Mira, allá, ¿no los ves? Ese humo que se levanta de los campos, son cientos y cientos de espantapájaros que han comenzado a arder; el fuego se propaga con velocidad, y cada vez son más y más los que se inmolan. Esos humos que suben pronto oscurecerán todo el cielo... y entonces comenzará. Una revolución se acerca...
El viejo le miró, desconcertado.
– ¿Crees en la revolución?
El Espantapájaros se apartó de él, fastidiado.
– ¡No se trata de creer o no creer! ¡Se trata de estar conciente, de saber mirar! – se le acercó de nuevo y volvió a mostrarle la fumarola – ¡Mira, mira! ¿Depende de mí, o no? ¡Yo no lo he provocado! Pero está pasando.
El viejo parecía comprender.
– ¿Y qué te parece? ¿Te gusta? ¿O no te gusta?
– Me complace – fue la extraña respuesta – Porque me deja tranquilo. Al principio reconozco que todo no fue para mí más que futilidad, que vanidad, que desahogo. Pero ahora, lo veo distinto. Y es que ha cambiado, ha crecido. Pero sigo estando tranquilo. Tranquilo en mi razón, tranquilo en mis conclusiones; el giro de la rueda no se ha detenido. La locura y la razón, la barbarie y la inteligencia, el instinto gregario y el liderazgo. La podredumbre y la primavera. Esta Democracia se pudre hasta las raíces, todo en ella apesta a demagogia; era cuestión de tiempo para que viniera la reacción. Si no era por esto, por otros motivos sería. A la muchedumbre no le interesan las causas. Ella no entiende de causas.
– Ahí vas de nuevo; primero querías gente que participara, ¡ahora te molesta que participen!
– Ahí vas de nuevo tú! Juzgándome o blanco o negro, o bueno o malo, o a favor o en contra. Limitado, cerrado, como eras antes y como sigues siendo. Deja de pensar como tú y trata de entender cómo pienso yo. La gente, tan predecible en su comportamiento como una colonia experimental de hormigas; luchan por sobrevivir, desde el miedo hacia el tedio. Dijo una gran mujer: “El miedo paraliza la sociedad y el aburrimiento la vuelve a poner en movimiento” (1). Es exactamente eso lo que está ocurriendo ahora. ¿No lo ves? Veinte años de demagogia son suficiente aburrimiento. Ahora, no tienen miedo. Ahora, van a salir, y van a dejar la embarrada.
– Hablas con respeto, y a la vez con desprecio, de la revolución.
– Hablo con justicia. Tomar la Bastille, destruir el palacio de Versailles y cortar las cabezas de la familia real no es un acto de cuerda y sana conciencia, es sólo vandalismo y barbarie; Todo un siglo de las luces no puede detener la naturaleza del salvajismo colectivo. Pero, ¿Qué reino hubiera gobernado esa familia real, si sus súbditos un día hubieran amanecido todos muertos por el hambre?
Al ver que el viejo no contestaba, el Espantapájaros continuó.
– Escucha los tambores. Escucha los gritos. Quizás ninguno de ellos tiene muy claro por qué grita, por qué golpea tambores. Han aprendido eslógans, repiten consignas, y lo más probable es que ni siquiera comprendan cómo funciona el mundo en el que viven. Y sin embargo, golpean, y gritan. Y hace unos años, hubieran guardado silencio y hubieran esperado en sus casas la hora de sus muertes. Hubieran dicho: “no se puede hacer nada”. Hoy no tienen mayores razones para creer lo contrario, y sin embargo... lo creen. Y lo sienten. Porque otros lo creen, porque otros lo sienten. Porque está de moda creer, está de moda sentir. Porque la moda es la única razón que conoce la multitud. Así, ya ves, se han puesto en movimiento.
– ¿En qué crees que termine todo esto? – preguntó el anciano luego de una larga pausa.
– En lo que tenga que terminar. En lo que concluyan estas largas ecuaciones colectivas. A lo que lleven estas decisiones. Sé que no es mucho – se apresuró a agregar, al ver que el viejo lo miraba algo defraudado – Pero yo no puedo darte más respuesta que esa, porque no estoy allá adentro. Ve, y pregúntale a esos Espantapájaros que se están Inmolando ahora. Ve, y pregúntales en qué creen ellos que terminará todo esto. Toda la belleza del ideal desfilará ante tus ojos, todo un siglo de las luces y los más deliciosos detalles de Utopía. Arder en llamas significa creer que nada es imposible, aunque ello siempre implique aceptar contradicciones; Porque, precisamente, ello es lo único capaz de provocar explosiones.
El viejo suspiró, y perdió la mirada. El Espantapájaros, al verlo, notó que estaba más cansado y demacrado que la última vez que le vió. Volvió a mirar al horizonte.
Una detonación llegó de lo lejos. El viento se agitó. El viejo se cerró la capa.
– Mucha suerte entonces, viejo amigo – le dijo al Espantapájaros – Este es tu mundo, no el mío; Esta es tu guerra, no la mía.
– Esta no es mi guerra, viejo – respondió el Espantapájaros, subiendo de nuevo al cerco – esta no es la guerra de nadie. Esto es sólo la fiebre, augurando que la enfermedad pronto será curada.
– Sí, eso espero... eso espero... – y así, sin más, el viejo volvió por donde había venido.
Volvió la paz a la colina, aunque el viento cada vez era más fuerte y eran más los ruidos que cargaba. El Espantapájaros, envuelto en su capa, no se movió de donde estaba, y siguió contemplando esa nube negra que crecía, crecía, crecía...
Inti Målai Perdurabo
(1) Natalia Boldt
te extrañaba espantapájaros...
ResponderEliminarSe puede decir que el espantapájaros escapa de lo bueno-malo... limitarse a únicamente observar concientemente es digno del mago Merlín como una vez leí.
ResponderEliminar"La vida es como una reunión de personas que asisten a los Juegos Olímpicos. La gente acude a ellos por tres causas distintas: unos, los atletas, para competir por la gloria de un premio; otros, los comerciantes, para comprar y vender; finalmente existe una tercera categoría, que va a contemplar los juegos: los espectadores" -PITÁGORAS
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