Círculo cero (La prisión psicológica)
“Todos aceptamos la realidad que nos ponen ante los ojos, es tan simple como eso”
Christoff (The Truman Show)
Este es el mejor de los mundos posibles.
Durante la Edad Media, cuando el generalizado temor de Dios mantenía a raya a los pueblos europeos, se les adoctrinaba diciéndoles que “el diablo”, aquel responsable de todos sus males y penurias, había sido originalmente un Ángel, que por mezquindad y arrogancia se salió de la línea, negó el amor de Dios y le declaró la guerra. Dios, con todo su amor y sin caer en el pecado de la violencia, lo abatió con la espada de fuego, le arrancó las alas y lo arrojó a la tierra. Con esta moraleja la gente aprendía que sólo hay bondad, que sólo hay felicidad, que sólo hay vida bajo la obediencia a Dios y al beber de su amor. En la Divina Comedia asustan más los rostros inexpresivos y anonadados de los coros celestiales, mirando con ojos desorbitados en un éxtasis cercano a la psicoactividad farmacológica a Dios, que los humanos libres y sentimentales que llenan los pozos de azufre del Infierno.
Con una altanería soberbia y un desprecio abierto, el hombre ateo, moderno y racional mira a la Iglesia, mira al pasado, y le reprocha con un ánimo casi infantil su macabra treta, al tiempo que se vanagloria de ser inmune a ella. Infantil digo, porque ve en el otro más que en sí mismo el mal que denuncia.
¿Cuál es la mejor manera de mantener a los ángeles de lado de Dios? Mostrándoles cómo más allá de Dios no hay nada (“Yo soy el camino, la verdad y la vida”), y cómo Dios es la mejor de las alternativas.
“Este es el mejor de los mundos posibles”, dice el hombre moderno, el hombre racional y ateo, abrazando sus piernas en el profundo rincón de su pequeño apartamento vacío, rodeado del ruido infernal de una ciudad con sobrepoblación y altos índices de contaminación. “Este es el mejor de los mundos posibles”, se repite, cuando camina por la calle, cuando una el transporte público, cuando va a votar.
De la misma forma como “el temor de Dios” era para el cristiano medieval “el menor de los males”, el hombre moderno (y posmoderno) acepta de igual manera este mundo, esta realidad, este contexto sociocultural e histórico con el mismo mal argumento: “Este es el mejor de los mundos posibles, el menor de los malos mundos en los que podemos vivir”.
“El mal que existe es el mínimo de mal necesario para que reluzca el bien”, dice el hombre moderno, siempre pensando más como cristiano que como hombre laico, siempre autoconvenciéndose, siempre negándose (por pereza, por miedo, por instinto) a reconocer que quizás un error se ha cometido y, ante la vergüenza de asumirlo, ha perseverado en él.
Si fuera sólo su propia cobardía, si fuera sólo el error de un hombre, podríamos achacárselo a él. Pero el problema es que lo vemos a diario, en todas partes, incluso, muchas veces, en nosotros mismos. La formulación escrita quizás impacte por su ingenuidad, pero es porque muchas veces la llevamos tan interiorizada, que no somos capaces de verla porque vemos a través de ella.
Esto quizás nos de una pista para entender la gran moraleja de los grandes cuentos de la infancia. ¿Por qué la princesa debe vivir feliz por siempre? ¿Por qué debe ser derrotado el mal? ¿Por qué deben vencer los justos, los nobles, los de nuestro bando? Y a su vez, ¿por qué debe fracasar el villano sólo después de hacerse latente que ha cometido un error?
Nadie le está lavando el cerebro a nadie. El cuento para niños no tiene una función social, es, como todas las manifestaciones populares de cultura, la instanciación de un espíritu de época, de un arquetipo. Tenemos la necesidad de sentir que hemos hecho las cosas “bien”; tenemos que saber que ha ganado el “bueno”, que estamos “puros”, que somos los justos y los nobles del cuento. Porque amamos la verdad y odiamos el error, no soportaríamos vivir en él, por lo tanto, es más fácil y más natural en nosotros perseverar en el error que asumirlo y corregirlo.
De ahí queda en evidencia que tenemos también la necesidad de hacer juicios de valor acerca de lo que hacemos y de lo que ocurre a nuestro alrededor. Lo “bueno”, lo “malo”, lo “quiero” y lo “no quiero”.
Nadie “quiere” el “mal”, a menos que éste mal venga de la mano de algún “bien” que se “quiere” con más fuerzas. Éste es el mejor de los mundos posibles, y el mal que todavía persiste en él es necesario para que se conserve todo el bien que hemos reunido. No se puede tener todo en la vida. Nada es perfecto; El hombre moderno hablando. El hombre posmoderno hablando... algo más dubitativo, pero hablando.
¿Qué prisión puede ser más perfecta, qué encierro puede ser más infalible, que el que mantiene al prisionero dentro por propia voluntad?
Amamos la libertad. Y porque la amamos, hemos luchado, y la hemos conquistado. Y no queremos perderla. Así, en un juego de palabras escalofriante y divertido, en una sentencia que nos negamos a reconocer, a diario, en cada momento, con las manos en los oídos y los ojos fuertemente cerrados, se nos oculta la terrible y aplastante verdad: Somos esclavos de nuestra libertad. Y queremos serlo.
Primer círculo (La muerte del Capitalismo en nuestras cabezas)
Este mundo en que vivimos, el mundo del que nos vanagloriamos con una ingenuidad panglosiana e infantil -suicida, por lo demás- está construido sobre la base de tres principios, tres palabrejas que durante trescientos años hemos masticado, saboreado, digerido y compartido y que aún no terminamos de comprender: La Libertad. La Igualdad. La Fraternidad.
Ella, la libertad, madre de todos nuestros valores, de todas nuestras ideas, el norte de todas nuestras empresas y la estatua de Atenea en nuestro templo más sagrado, es de hecho aquel principio por el cual hemos sabido conquistar un mundo que pese a que “puede ser mejor” es “el mejor de los que hemos tenido”; eso traza la ruta a seguir hacia el futuro, nos emplaza en la cúspide de la historia, en el cénit del desarrollo científico, tecnológico e histórico.
Y, ¿qué es la libertad? Si evitamos las definiciones negativas (“es lo contrario de la esclavitud, de la opresión, de la censura...”) quizás estemos de acuerdo en quedarnos con ésta: “La libertad es la posibilidad de elegir”. Esta definición, con la que me quedaré por el momento, nos lleva a aceptar que somos libres cuando “podemos elegir” y esta elección está sólo sujeta a nuestra voluntad.
La conquista de un mundo libre implica entonces la consecusión de un mundo en el cual podamos elegir, donde nada se nos imponga. Donde nadie nos de de comer, donde podamos elegir nuestra comida, entre varios postores. Donde nadie nos diga dónde vivir, donde podamos elegir nuestra casa, nuestro país, nuestros muebles. Donde nadie nos diga qué idioma hablar, qué educación recibir, a qué dios rezarle. La conquista de un mundo libre implica, no sólo de forma económica sino antropológica, abrazar el Capitalismo.
¿Qué es el Capitalismo, más allá de la banca y los mercados, este Capitalismo con mayúscula del que hablo? Es, lisa y llanamente, la convicción filosófica de que somos en tanto que elegimos. Aquel que no es capaz de elegir, no tiene identidad. Por lo tanto, el Capitalismo, cuando opera en nuestras mentes y detrás de nuestras acciones, opone a todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida una oferta y una demanda. La Oferta son posibilidades de ser, y la Demanda es nuestra pulsión por la identidad.
Cuando los jóvenes usan poleras de sus bandas de rock favoritas; cuando se peinan de acuerdo a un estilo, cuando caminan como una estrella de pop, cuando escuchan una música en particular, he ahí el equilibrio entre Oferta y Demanda, un balance entre “las cosas que puedo ser” y “lo que yo quiero ser”. Lo mismo ocurre en la señora que elige entre dos marcas de zapatos; o en todo civil cuando va a al cine y elige la película que quiere ver; o compra el libro que quiere leer.
El Capitalismo es el ejercicio total y absoluto de nuestra libertad. Y por amor a ella, mientras más elegimos, mientras más somos libres, más deseos tenemos de ser todavía un poco más, y queremos mostrar nuestra elección más, y más, y esto nos convierte en vistosos y floridos Simulacros de Árbol.
El consumismo no es una consecuencia casera de un modelo económico, es la manifestación de un ideal. El hombre y la mujer Capitalista quieren elegir más, siempre más, quieren “diferenciarse” en un sentido estrictamente aparente, quieren que los miren y los reconozcan, porque en función de su libertad (de su posibilidad de elegir, que le da calidad ontológica) es que conquistan su ser y su identidad. “Dime con quién andas y te diré quién eres” es, sin más, uno de los principales teoremas de este Capitalismo.
El Capitalismo ideal -con mayúscula- del que yo hablo es transversal y trascendente, y hoy por hoy no tiene contraparte alguna con la misma fuerza y distinción. Todo lo que sucede a nuestro alrededor es manifestación del Capitalismo, del “amor a la libertad”; desde comprar un auto importado, hasta usar una polera del Che Guevara.
Ahora, cabe hacerse esta pregunta: ¿Es la esclavitud, la sumisión y la obediencia la forma de escapar del Capitalismo? E incluso esta otra: ¿Por qué debemos huir del Capitalismo?
La primera pregunta, sin la segunda, lleva a la respuesta esperada: Este es el mejor de los mundos posibles. Sin embargo, contestando la segunda antes que la primera, obtenemos una respuesta nueva, crucial, la que nos pone en camino de un nuevo y mejor nacimiento: ¿Es posible algo mejor que el Capitalismo?
¿Hay algo mejor que la libertad? ¿Hay algo mejor que la posibilidad de elegir? ¿Es posible un mundo mejor que éste?
Y ahora, sólo ahora, debemos considerar la primera pregunta anterior: ¿Acaso sólo hay esclavitud, sumisión y obediencia fuera del Capitalismo?
Por supuesto que no. Porque hemos llegado al Capitalismo por amor a la libertad, y es contra la libertad que la esclavitud, la sumisión y la obediencia son contrarias. Si queremos dar un paso fuera del Capitalismo, si queremos probar algo mejor, tenemos que dar un paso fuera del amor a la libertad; quitarle su valor, menospreciarla.
Cuando somos capaces de trascender a nuestras decisiones, a trascender de nuestras experiencias, cuando echamos raíces y crecemos como árboles saludables, elegir no es ontológicamente esencial en nuestras vidas. Somos algo, y ese algo sólo eventualmente elige; sólo eventualmente es libre. Nuestra voluntad existe, entonces, aunque no se manifieste en forma alguna. Es por sí misma.
Y el amor a la libertad lo reemplazamos por el amor a nosotros mismos.
Segundo Círculo (La muerte de la Democracia en nuestras cabezas)
“Todos los efesios adultos deberían ahorcarse juntos y dejar la ciudad a los jóvenes. Pues han desterrado a Hermodoro, el más excelente de ellos, pensando: Nadie entre nosotros debe ser el más excelente, y si alguien lo es, que lo sea en otro lugar y no entre nosotros.”
Heráclito
En el momento en que contraemos esa forma más pura y genuina de ideal que es la del autodescubrimiento y el amor por uno mismo, nace de forma instantánea y evidente la conciencia de que “algo somos que nadie más es”. Esto es, la diferencia en su sentido más íntimo.
Se hace evidente entonces que será otra idea, que en algún principio pudo parecernos lógica o razonable, la que ahora se nos pudrirá con increíble rapidez: la Igualdad.
Sería ingenuo creer que al hablar de Igualdad estamos pensando en gente que de hecho crea que somos todos iguales; esto no ocurre sino en los más obtusos y retardados cerebros, si es que con suerte ocurre. Cuando hablamos de Igualdad nos referimos a la idea de que aquello que nos hace hombres, en calidad y dignidad, es igual para todos, relevando las diferencias aparentes (talentos, potenciales, genios) a segundo plano. El Amor a la Igualdad -a esta Igualdad con mayúscula- se llama Democracia.
La Democracia, más allá de un modelo político y social, es aquella convicción que nos hace creer que somos todos igualmente hombres, que nadie es mejor que nadie y que por ende todos valemos e importamos en igual cantidad y calidad. Dicho de otro modo, si “en el país de los ciegos el tuerto es rey”, el pensamiento democrático considerará justo que el tuerto se quite el ojo y sea uno más con sus súbditos, o al menos aparente no poder ver.
La Democracia es, como lo intuía Nietzsche y lo sabía Hitler, la imposición de la cobardía como única vía para conseguir la Justicia. Sólo en la cobardía puede existir la Libertad, porque el cobarde “elige obedecer”, a diferencia del sumiso, que ha sido sometido.
De más está decir por tanto que la Democracia necesita del Capitalismo quizás tanto como él necesita de ella. El amor a la libertad puede llevar al ascenso de los líderes si ellos se llegan a ver en potestad de dominar; y por otro lado el amor a la igualdad puede degenerar en la anarquía. En su enfermizo punto medio está la Democracia Capitalista, que asume estas dos máximas como la base axiomática de su código moral: “Cada uno recibe lo que merece”, y “La libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro”.
La Democracia, en su búsqueda atolondrada por la Igualdad, tropieza una y otra vez con aquella verdad simple e implacable del universo a la que intenta contradecir: Que somos todos diferentes, en calidad y dignidad, y los hay unos mejores que otros. Esto degenera, inevitablemente, en que el prosélito de la Democracia quiera ser como los demás, y niegue sus propias diferencias, y escuche a los que son menos que él y rebata a los que son mejores.
Si el Capitalismo nos enseña que tenemos la libertad de ser y pensar lo que queramos, la Democracia nos enseña que nadie puede decirnos si lo que somos o pensamos está bien o mal. Ambos pensamientos, como se ve, son completamente absolutos.
Es normal que el cobarde ame la Igualdad, que ame la Democracia. Ella es su escudo, su refugio y su tumba. Pero en un hombre que despierta al conocimiento de un si-mismo que está más allá de las apariencias, y que por lo tanto reniegue de la Igualdad como a la peor de las malas hierbas, el amor a la Democracia no puede ser sino una muestra de confusión y de enfermedad.
¿Qué es superar la Democracia, a este nivel de análisis y conciencia al que hemos llegado? Lisa y llanamente, dejar el lenguaje universal y oponerle la formulación individual correspondiente. Es decir, cuando el pensamiento Democrático dice: “Cada uno recibe lo que merece”, el pensamiento antidemocrático dirá: “Cada uno toma lo que puede”. Nótese que la primera formulación de Justicia es pasiva, en tanto la segunda es activa.
Y surge ahora una nueva pregunta: ¿No lleva la Justicia Antidemocrática a la Anarquía? Pero esta pregunta sólo tiene sentido cuando se plantea desde la Democracia y el Capitalismo.
Como la oveja le tiene miedo al lobo porque despedaza y desgarra a sus pares, siempre pensará que dentro de la manada de lobos todos se despedazan y desgarran entre ellos. Pero no, porque donde la oveja tiene democracia, el lobo tiene jerarquía. Y no hay jerarquía en la Democracia, precisamente porque sólo mediante la diferencia, sólo mediante la excelencia, es posible el liderazgo.
Rechazando la Democracia y abrazando la verdad tan sencilla y evidente de que somos diferentes y que en calidad y dignidad siempre somos mejores que unos y peores que otros, es posible continuar el descubrimiento del si-mismo. Al menos en este nivel, descubrimos lo que somos por lo que no somos, es decir, los demás.
Tercer Círculo (La muerte de la Humanidad en nuestras cabezas)
Pero, ¿cómo sería posible creer que sólo podemos conocernos en función de los demás? Si esto fuera cierto, seríamos una definición negativa, un no-ser, totalmente en contradicción con el ser que estamos descubriendo. Pero esto es porque mediante la diferencia encontramos lo que en efecto somos, que de hecho no-son los demás. De la proposición comparativa (“yo soy más... que...”, “yo soy menos... que...”) nos abrimos pues camino hasta la proposición afirmativa (“yo soy”).
Esta es la afirmación a la cual los religiosos temen tanto, que sólo la ponen en boca de Dios. Pero porque son cobardes y creen que viven en el mejor de los mundos posibles, y se niegan a reconocer que ellos mismos podrían llegar a ser Dioses (ya les han prevenido contra ese pensamiento, que lleva a la ruina, como en el cuento del ángel caído) si asumieran sus errores y los repararan.
Una vez que, con plena conciencia de lo que significa, o al menos con una primera conciencia -quizás nunca terminemos de descubrirnos del todo- significativa, hemos dicho “yo soy el que soy”, una nueva idea, antes insospechada, se instalará en nuestra mente con todo el peso y los cimientos de la verdad: Que en la calidad de ser uno, irrepetible y autoconciente, distinto y definido, la “igualdad” no sólo es ilusoria sino que es completamente falsa. Ser de la misma especie animal no nos liga de ninguna manera -en un sentido ontológico- a nadie.
De acuerdo con esto, la idea de Fraternidad se derrumba como un castillo de naipes azotados por el vendaval de la verdad. I payed my way.
Otra vez, el cobarde, el cristiano, el democrático, se escandaliza y pregunta: ¿Es eso entonces asumir la mezquindad y el egoísmo como un valor, y el solipsismo como una verdad y el escepticismo radical como única postura metafísica válida? ¡Nada más erróneo y alejado de la verdad! Pero, ciertamente, nada más propio del espíritu ignorante que distorsiona con su mal ojo las proporciones de lo que está lejos de él.
Cuando dejamos de Ser-humanos en sentido absoluto, es decir, cuando rechazamos de entrada que haya algo en el predicado “humano” que nos defina clara y distintamente (más allá de dar información sobre nuestra anatomía), dejamos de pertenecer a la Humanidad y por lo tanto ella pierde sentido para nosotros. Esto no necesariamente decanta en el egoísmo y en el solipsismo, sino que sólo alcanza para rechazar la caridad y el amor al prójimo, y la universalidad de los Derechos Humanos. Y aunque el cristiano, el cobarde y el democrático (la lista no es exhaustiva) no lo crean, existe la compasión fuera de la caridad, y existe el amor cuando no es para el prójimo. Sólo que en este nuevo estrato, consiguen valer en su justa medida como sentimientos, de manera similar a como nosotros nos sobrepusimos a la libertad y la igualdad para ser por nosotros mismos. Así, nadie se gana el respeto de uno por “ser humano”, sino que debe ser meritorio, por ejemplo.
Cuando la República triunfó -a las puertas del terror- en Francia, se instituyó que nadie debía volver a tratar a un ciudadano de “usted” sino que todos, conforme a la igualdad y la fraternidad, se tutearían. Pero, ¿qué si alguien ha llegado a ganarse tanto mi respeto y mi admiración, que me nace ustedearle e incluso bajar la mirada en su presencia? ¿Qué si esa misma persona demuestra de tantas maneras ser mejor que yo, que no soporto la idea de que alguien diga que es igual a mí?
Lograr escapar de la Humanidad es poder dejar de verla a ella como un todo absoluto, y empezar a notar y distinguir a cada persona por lo que es. Es llevar eso mismo que descubrimos dentro de nosotros al exterior, y poder ver dentro del Simulacro de Árbol, y poder juzgar por separado. No donar los pesos del vuelto en los supermercados, pero pagarle al amigo que empaqueta nuestras compras.
Primera estancia: La solución a nivel Racional (ver)
“El Fuerte es más Fuerte cuando está Loco”
A.H.
Haberse desembarazado del Capitalismo, de la Democracia y de la Humanidad como conceptos universales y trascendentes nos lleva a poder analizar ahora las causas del error en el que ellos nos tenían. A un nivel lógico, la aceptación de los tres principios de libertad, igualdad y fraternidad es autocontradictoria por cuanto choca con nuestra real naturaleza humana. Al ser autocontradictorias, cualquier cosa puede salir de allí pero de hecho nada lo hace (Principio de Explosión).
La desazón que derrumba lentamente el espíritu de occidente y que tanto aflige a los hombres y mujeres de nuestro tiempo tiene que ver sencillamente con esto; que se empeñan en creer que es posible lograr un mundo libre, igualitario y fraterno, cuando realmente no lo es. Pero no les causa tanto daño la realidad del mundo mismo como el que les causa ver que su mundo ideal nunca se logra. La aflicción por lo tanto ocurre a nivel emocional, no racional.
Una y otra vez vemos pruebas de esto, entre nuestros amigos y familiares, en televisión, en la calle. Gente que dice “el mundo puede ser mejor”, “ha llegado la hora de que los gobernantes piensen en el Pueblo”, “Debemos construir el país que todos soñamos”, cuando no son capaces de notar que de hecho “el mundo es como es”, “los gobernantes piensan en lo que piensan” y “no todos los sueños son realizables”. Todo aquello que les da muestras de esto último no los enfurece por estar mal, sino que, muy en lo profundo de ellos mismos, la herida es a causa de que no es como ellos creen que debería ser.
Y esto no quita que no hayan motivos racionales para creer en la Democracia, en el Capitalismo o en la Humanidad. De hecho, si la tesis no pudiera defenderse racionalmente, no llevaríamos trescientos años lidiando con ella -y quizás más-. El problema es que, llegados al momento de resolver el silogismo y ponerlo en práctica, ocurre la explosión y el trabajo se derrumba.
Esto explica por qué nunca ha sido posible construir una Utopía; desde la República de Platón hasta el gobierno de la Unidad Popular en Chile, el pensamiento Utópico parte de la base que todos y cada uno de los habitantes de una ciudad o país se comportan como un todo, al que llaman de variadas maneras pero que puede resumirse en el nombre -no lógicamente- propio “El Pueblo”. Pero en la práctica la individualidad destruye la teoría porque el comportamiento no es homogéneo y, contrario a lo que espera la Democracia, las personalidades más excelentes tienden a pasar por encima de las más deficientes, y los fuertes dominan a los débiles.
Creer que “todo es posible” es una apuesta errónea a nivel lógico y a nivel práctico. Sin embargo, defender una tesis o propuesta basándose en esta afirmación es el error más recurrente y fatal del idealismo en todas sus formas. No basta con superar el Capitalismo, la Democracia y la Humanidad, luego hay que detectar su error y prevenirlo, para nunca caer en él de nuevo, bajo otras formas.
Dejar de ser idealistas no decanta necesariamente a un conformismo escéptico. Asumir que el mundo puede ser mejor no necesariamente debe partir de la premisa que “puede ser cualquier mundo mejor”, sino que, desde un realismo conciente, debemos ser capaces de ver cuáles de esos mundos mejores es posible, y las vías de su realización.
(Cabe mencionar que no necesariamente el idealismo por defecto busca mundos imposibles, y que así mismo una mala consideración de las premisas puede llevar al realismo a considerar posible un mundo que no lo es; aquí no hago hincapié en el resultado sino en el razonamiento que nos lleva de los principios a las conclusiones, y de su validez intrínseca como razonamiento a un nivel lógico).
Segunda estancia: La solución a nivel Sensual (respirar)
Tomar conciencia de uno mismo es tomar conciencia de la vida, en definitiva. No de “la vida” en sentido absoluto, sino en sentido particular. Que estamos en un lugar, en un contexto, en una contingencia sensual y material y que tenemos un tiempo y unas posibilidades limitadas en las cuales cabe movernos.
Se hace latente, desde este nuevo orden de análisis, que los mundos posibles se vuelven inmediatamente fútiles para nosotros. Hay un mundo actual, que ocurre a diario y que cambia con nosotros adentro, y nos corresponde -no por designio divino sino por evidente contingencia- elegir (a un nivel práctico, no ontológico) qué hacer con el tiempo que se nos da en dichos parámetros.
Esto tampoco significa asumir una postura pesimista o conformista en torno a nuestra realidad; pero sin lugar a dudas fulmina la idea de que es nuestro deber trabajar por tener un mundo mejor.
Es decir, pierden validez para nosotros estas dos afirmaciones: “Este es el mejor de los mundos posibles” (conformismo optimista) y “Este es el peor de los mundos posibles” (idealismo pesimista).
Esto no fuerza tampoco ninguna otra conclusión metafísica, o epistemológica o religiosa o de cualquier tipo. Es más bien una actitud, derivada y que ha cobrado fuerza de un razonamiento y de un proceso de autodescubrimiento.
Quizás lo más importante de alcanzar este nivel de conciencia es que la vida propia cobra valor por mérito propio, y no por derecho; se termina de superar así el pensamiento fraterno de la idea de Humanidad.
Valorar la vida propia, valorar la vida de los demás en base a uno mismo y a la propia experiencia supone, es cierto, un tipo de subjetividad, pero no absoluto ni metafísico sino tan sólo práctico. “La muerte de uno es una tragedia, la muerte de un millón es sólo estadística” es un proverbio que ilustra a nivel folclórico este mismo punto. Si sufriéramos por ese millón como sufrimos la pérdida de cualquier ser querido y cercano, muy posiblemente nuestra vida misma sería un largo y agónico sufrimiento que más temprano que tarde daría con nosotros en la tumba.
Tercera estancia: La solución a nivel Social (oír)
Cuando ya puede ser formulada con propiedad la sentencia: “El Mundo es el Mundo”, el nuevo sujeto vuelve al origen del problema, en su nueva forma. Ya puede entrar de nuevo en él, vivir y compartir en él, libre de las tres amarras que le amargaban su existencia anterior.
Llegar bajo esta nueva forma implica contestar de forma original a todo problema social; y ésta respuesta no puede hacerse, jamás, desde el Capitalismo, la Democracia y la Humanidad: NO tengo que elegir un bando, NO tengo que dedicar mi vida a la política, y NO tengo que preocuparme por los problemas de los demás.
Llegados aquí ya somos totalmente “satánicos” en el sentido moderno; nos arrancaron las alas, nos arrojaron al mundo, y estamos felices por ello. Ahora podemos dedicarnos a nosotros, a nuestros hobbies, a nuestras familias, a escribir poesía o hacer deporte; y quizás también podemos dedicarnos a la política, pero no por los demás sino por nosotros mismos.
Este sujeto renovado no es un contendor político y social por definición, sino más bien un espectador. Conciente, crítico y duro de engañar -pues sabe prevenirse de las explosiones argumentales- es, al final, lo mismo que para el clérigo medieval era el científico o el filósofo ateo: un enemigo de temer.
Conquistada esta nueva “super libertad” (una libertad que va más allá de la posibilidad de elección, una libertad en sentido particular) el sujeto es ahora dueño de sí mismo. Ahora y sólo ahora le corresponde construirse a sí mismo y hablar, y ser, desde su época, su tiempo y su educación.
Nacimiento
Ser conciente es saber que la verdad existe, que se la puede conocer, que se puede mejorar en alcanzarla. El escepticismo, la subjetividad absoluta, el punto de vista y la opinión son para hombres pusilánimes, para hombres cobardes, libres, igualitarios y fraternos. Ser super-libre, ser uno-mismo no tiene que ver con la filosofía, tampoco con la religión o con la postura social. Esto no es un dogma, es la constatación de un hecho, si bien para muchos no es tan evidente como aparece; no tiene que serlo tampoco. La única verdadera prisión está en nuestra mente, está en nuestras convicciones y en nuestros ideales. Ser realista no es ser simplón y superficial, es descorrer el velo detrás de las apariencias, tanto mentales como materiales, y ver la verdad, conocer el mundo, saber que la realidad está ahí y nosotros en ella.
Una nueva definición de libertad cabe hacer entonces. O, mejor dicho, una definición de esta super-libertad: conciencia de la realidad. Cuando el hombre es conciente de la realidad, obtiene en sí mismo todo el poder que puede obtener un hombre, es superior, es excelente, y vale por diez mil.
Éste y sólo éste es el Mundo, y es tal cual él es.
Inti Målai Perdurabo
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Para quien se sienta atraído por el tema (que no es nuevo), le recomiendo revisar mis ensayos anteriores,
y también puede consultar las siguientes obras,
La Genealogía de la Moral – Friedrich Nietzsche
El Anticristo – F. Nietzsche
La Biblia Satánica – Anton. S. LaVey
Mi Lucha – Adolf Hitler
El Guardián entre el Centeno – J. D. Salinger
1984 – George Orwell
Tratado de la Naturaleza Humana – David Hume
que en muchas formas me ayudaron a iniciar y hacer progresar las indagaciones en esta materia, y creo que a cualquiera que le interese le parecerán interesantes.
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